Sábado, 30 de septiembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
El automóvil es mucho más que un medio de transporte: estandarte del progreso moderno, el “electrodoméstico más caro y más deseado” en apenas cien años transformó ciudades, acortó distancias, elevó olas de adoración masiva, impulsó economías y generó tanta muerte y contaminación como sueños y fantasías futuristas que sirvieron (y sirven) de plataforma para augurar “lo que viene” con optimismo y una sensación ingenua de seguridad.
Por Federico Kukso
Además de permanentes promesas de confort y augurios de felicidad encapsulada en aparatitos o gadgets cada vez más chiquitos, ruidosos e inútiles –cuyo fin último en vez de ser su uso, simple y mundano, orilla cada vez más la ostentación como símbolo de status–, el futuro augura siempre, como una ley histórica escrita en piedra, una desilusión. Con una cachetada, aquella instancia aún inexistente pero que no tarda en aterrizar devuelve a los sueños despertados al lugar ilocalizable de donde salieron y al salpullido tecnofílico –el deseo efervescente de querer más cosas nuevas, ya, ahora, siempre– lo aplaca con una dosis de cruda realidad. Parece ser la constante, la veta divagativa del presente de la que la ciencia ficción se agarra con las uñas para hacer de la suya: la elucubración profética del paisaje tecnológico de mañana.
Lo curioso es que en estos asuntos, con el advenir y correr de los años más que el acierto resalta el error, producto de cierta miopía predictiva o entusiasmo y confianza desmedidos en las posibilidades técnicas del mañana. El año 2000, con toda la mochila de expectativas que cargó a cuestas (sumada al pavor global ante el “efecto Y2K”), es la máxima expresión de los pifies de la futurología light: ¿dónde están los robots mayordomos, los helicópteros personales, las colonias en la Luna, los vuelos hipersónicos para “saltar” de Anillaco a Tokio, estratosfera mediante, en 20 minutos? ¿Dónde está la comida en píldoras, las ciudades acuáticas, la teletransportación, pregonadas desde Metropolis de Fritz Lang, Los Supersónicos, Blade Runner, Star Trek, Buck Rogers, Battlestar Galactica, Volver al Futuro, y muchas otras biblias futuristas que entrelazan innovación con nostalgia futurista? La respuesta es obvia: en ninguna parte porque en realidad nunca existieron, nunca estuvieron ahí como cosas, objetos, proyectos, hechos. Fueron y son reminiscencias de varias fantasías tecnológicas encadenadas unas a otras, fragmentos de un futuro prometido, la versión moderna del paraíso perdido de Milton.
La inspección retrofuturista no estaría nunca completa si no se tuviera en cuenta la promesa más reiterada, la postal tecnológica que enmarca de la mejor manera el futuro imaginado: los autos voladores. El siglo XXI llegó con Internet bien afianzada como dimensión no anticipada, con robots en Marte (que, créase o no, aún siguen funcionando después de dos años de travesía), con un planeta menos, con clones animales por aquí y por allá, con celulares ubicuos y personas que parecen (sólo parecen) hablar solas en la calle y en los colectivos. Pero en ninguna parte, ni siquiera en Japón, el imperio tecnológico de donde salen los gadgets que asombrarán a Occidente y al resto del mundo años después, se levantan por los aires autos como el DeLorean (de Volver al Futuro) ni se extienden autopistas sin cemento que, como en Futurama, cuelgan de las nubes.
Los autos voladores eran la ficha repetida, el caballito de batalla que les servía a las revistas o entregas anticipatorias –lejanas (principios del siglo XX) o más cercanas (1960, por ejemplo)– para ilustrar y hablar de “lo que vendrá”. Así ocurrió en su momento con la eterna Billiken y la extinta Anteojito que ya hace 30 años hablaban de “automóviles tan simples que hasta un chico de ocho años los podrá manejar”.
Lo más cercano en la actualidad a esta visión en fuga son los proyectos de vehículos VTOL (vertical-take-off-and-landing o de ascenso y descenso vertical) que aún no salen de los laboratorios militares cuyos científicos se pelean por ver quién saca primero al mercado la aeronave más segura y confiable. Entre cientos de iniciativas, la que más llama la atención es la del “Small Aircraft Transportation System” (sistema de transporte de pequeñas aeronaves), un proyecto de la NASA y la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos que está abocada a crear un sistema con más de cinco mil pequeños aeropuertos conectados por algo así como “autopistas virtuales en el cielo”. Sus financistas esperan que el sistema esté totalmente operativo antes de 2015. En el mismo rubro también está el Skycar M400, cuyos creadores aseguran que gracias a sus ocho motores rotatorios puede despegar y aterrizar verticalmente en pequeños espacios, alcanzar velocidades de 644 Km/h y volar aproximadamente 1449 km antes de recargar combustible.
Pero aunque no vuelen en la realidad, los automóviles más mundanos y accesibles al común de los mortales –que ya rondan las 750 millones de unidades en el planeta– vuelan en otro plano: el del diseño. Los hay de todos los tipos: plateados, curvados, parecidos a burbujas, con aire a Kit (el famoso coche parlanchín de la serie ochentosa El Auto Fantástico –mala traducción de su título original, Night Rider–) y otros tantos de formas indescriptibles. Además de elevarse como objetos de deseo actual y deleite futuro, los une un rasgo en común: el cambio radical de combustible, como reaseguro frente a la gran crisis del petróleo que se avecina. Así, la compañía Ford especula que para 2050 casi la mitad de los vehículos que venda será impulsada por motores a hidrógeno (General Motors espera que los vehículos con motores a hidrógeno vean la calle en 2010 o 2020). Y también se barajan otros combustibles sintéticos como el bioetanol y el biodiesel, ante los escuetos resultados de la energía solar y de los autos eléctricos.
Al hablar del “futuro del automóvil” se pueden trazar dos grandes líneas: una a largo y otra a mediano plazo. La más proyectiva dice que dentro de cincuenta años el automóvil se convertirá en una especie de “prótesis de transporte” humana, esto es, la tan ansiada interfase hombre/máquina finalmente se hará realidad y ya no habrá ni volante ni pedales, pero sí, en cambio, “asientos neuronales” que leerán la mente del conductor y lo moverán acorde al destino pensado. Se cree (o más bien, se quiere creer) que la imagen del tránsito actual –como un enjambre caótico de insectos cada uno pujando por llegar a destino más rápido que el otro– será reemplazada por la de un todo organizado y aceitado, coordinado por un sistema que se encargará de automatizar el movimiento (velocidad y dirección) de cada unidad (para que no choquen entre sí, claro está). Sin embargo, el optimismo que barniza toda predicción alejada en el tiempo choca con el estado actual de la tecnología. Se sabe que, por el momento, alejarse de los habituales (y contaminantes) combustibles es bastante costoso como para pretender una masificación de uso.
La incorporación del “factor inteligencia artificial” será desequilibrante. En esa línea se mueve el Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachusetts y General Motors que actualmente se dedican a desarrollar prototipos de “coches de ciudad inteligentes en el siglo XXI”: unidades llamadas “city cars” con un sistema adosado para ayudar al conductor a evitar embotellamientos, capaces de “aprender” los recorridos habituales por la ciudad. Otra de sus características es la de poder apilarse gracias a sus ruedas que giran 360 grados (como el auto bautizado “PIVO” de Nissan cuya cabina es rotativa).
Una de las tendencias que se espera que se concrete sin muchos inconvenientes, además del agregado de características cada vez más llamativas como visión nocturna, radar antichoque y sistema de autoestacionamiento, es la del alivianamiento de los vehículos. La proliferación de chasis construidos con fibras de carbono y otros nuevos materiales en base a polímeros conducirán presumiblemente a una reducción de entre 40 y 65 por ciento del peso de los autos en la próxima década. Y se sabe: a menor peso, más velocidad.
Hay también una manera alternativa, lateral, de acercarse al auto del futuro: por medio de lo que se denomina dentro de la industria automotriz “concept cars” o autos conceptuales, prototipos construidos de forma artesanal por las propias marcas para anticiparse al futuro y testear la percepción del público. El número de concept cars es casi infinito. Es fácil de entender: en la mayoría de los casos no abandonan el papel o la maqueta y su costo es casi nulo.
Peugeot, por ejemplo, organiza concursos (www.peugeot-concours-design.com) donde miles de diseñadores envían sus bocetos. El primer concurso se llamó “2020” y el segundo, “Retrofuturism”. En la última edición, el ganador fue el portugués André Costa, de 23 años, con su deslumbrante auto al que bautizó “Moovie”, un vehículo pequeño, para ciudad, ágil y amigable con el medio ambiente. Seleccionado entre 3800 diseños, su rasgo más llamativo es el de sus dos grandes ruedas, huecas en el centro, donde se ubican las puertas. Más imponente es “Monster” del yugoslavo Marko Lukovic, cuya invención fue construida en tamaño real y exhibida en el salón de Frankfurt 2001.
Ahora bien, no todos los autos imaginados son hogareños. Con un estilo más ligero y alargado, el “Hyundai Greenspeed Gator” de Eric M. Stoddard está inspirado en los autos de carrera de la década del ’60. El “Mercedes-Benz Mojave Runner” de John Gill, por su parte, está hecho para soportar el calor intenso del desierto: cuenta con visión nocturna, un radar para evitar tormentas de arena y sensores GPS. Otros van más allá e integran todas las herramientas tecnológicas modernas, aunque no tengan nada que ver con lo automotriz, como el proyecto japonés “Hallucigenia” de Shunji Yamanaka, que incorpora motores y componentes robóticos para garantizar la seguridad del conductor y sus transportados. Y también los hay culinarios como el “Maybach California Gourmet Tourer”, totalmente automatizado que cuenta con refrigeración interna, una máquina para hacer café espresso, microondas, mesas desplegables y hasta un reciclador.
Conceptos, sueños, fraudes y pesadillas que rondan alrededor del “más caro y deseable de los electrodomésticos” –inventado en 1769 por el francés Nicholas Joseph Cugnot, producido en serie por Henry Ford en 1910 y masificado en 1940–, que en apenas cien años cambió a fondo la fisonomía de la ciudad, impulsó economías, generó adoración universal, redujo distancias, causó miles de muertos (más que los caídos en varias guerras) y sacudió subjetividades. Y cuyo verdadero golpe de gracia recién ahora está por arrancar.
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