Sábado, 23 de diciembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Federico Kukso
Hay una palabra que define cabalmente el trajín histórico de las hormigas: éxito. No es una opinión o un juicio de valor; es un hecho. Los números lo confirman plenamente. Se calcula que la población mundial de hormigas –unas 9500 especies conocidas aunque se cree que en verdad son 19 mil– es de 100 mil millones, y que si se las pesara a todas en una imaginaria superbalanza planetaria su peso en conjunto sería aproximadamente igual al de todos los seres humanos juntos. En lugar de mirarlas siempre desde arriba, con un aire de indiferencia y con el pisotón como amenaza renuente, se les debería rendir homenaje, por su constancia, permanencia –están dando vueltas desde hace 100 millones de años–, y por lo que son en realidad: junto a las bacterias y congéneres insectoides, las verdaderas dueñas de la Tierra.
Como si fuera su cuota de distinción especial, cada insecto goza de un rótulo emotivo frente al ojo curioso del espectador. La mosca molesta (por su vuelo insidioso), la cucaracha repugna (al mezclarse con lo desechable, y excretorio), la termita resulta corrosiva y se la emparienta con la destrucción silenciosa. La hormiga, mientras tanto, fascina: por su tesón, su perseverancia, por su andar obrero y sigiloso. Es el trabajo hecho patas, abdomen, cabeza y mandíbula, todo en tamaño diminuto.
Con excepción de las cumbres de las montañas y los polos, se las puede hallar en prácticamente todos lados. Sólo basta con afinar la vista, enfocar un instante y ver(las): yendo de acá para allá como autómatas, guiadas por una especie de mandato inquebrantable. Su ahínco, su lealtad y su ímpetu laboral las situaron en el flanco admirable de las moralejas: aquella forma de ser a emular y a admirar con respeto. Mientras la cigarra despilfarra en verano, la hormiga trabaja, almacena y vuelve a ahorrar, y cuando cae el invierno, vive plena sin sobresaltos. Así lo vieron Esopo, La Fontaine y Samaniego.
“Son el pináculo de la evolución social de los insectos”, apuntaba hace 25 años el entomólogo Edward O. Wilson, al mismo tiempo que fundaba la sociobiología a partir del trance casi hipnótico que le producían las hormigas. “Son fascinantes. Ellas han evolucionado en sociedades complejas. Si las entendemos, podemos hacer analogías con el sistema de salud y agrícola del ser humano”.
A decir verdad, no todos los insectos inquietan tanto más allá de su tamaño ridículo y sus facciones grotescas cuando se los desplaza bajo el microscopio. Las termitas, las abejas, algunas avispas y, por supuesto, las hormigas sobresalen: es que son ellas las que exhiben con mayor prestancia un comportamiento social tal que intriga y descoloca al ser humano, quien creía que su forma de organización era única, exclusiva. No es el caso, otra vez. Ahí tal vez resida el porqué de tanta atracción: las hormigas en el jardín, en el patio del colegio, en la pieza, en todas partes, son el primer conejillo de indias de todo chico. Son los embajadores de lo otro: otro mundo en este mundo, otra forma de ser, distinta pero no tanto. Saber que las hormigas son en su mayoría “ellas”, es curioso; un ejemplo del que las (y los) feministas podrían mirar con atención y experimentar como argumento. En una sociedad matriarcal como la de las hormigas, las hembras son la fuerza que manda en la colonia. El macho corre con mala suerte. Es tan sólo un juguete sexual, un protagonista secundario en la reproducción.
Una reina (cuyo objetivo de vida no es más que ser una máquina de poner huevos), obreras infértiles, hormigas guerreras o soldados, hormigas jardineras, hormigas tejedoras, hormigas invasivas y dañinas (como las hormigas argentinas que desde su llegada en barco a Portugal en el siglo XIX, ya colonizaron cinco países del sur de Europa). Y más. La división del trabajo, una de las condiciones de sociabilidad, es estricta y no admite protesta ni huelga. La individualidad se diluye detrás del interés y protección del colectivo (en este caso, la colonia, considerada por sus altos niveles de cooperación un “superorganismo”).
A cada tarea un tamaño: las más diminutas cultivan el jardín, otras se encargan de la nutrición y la limpieza, las medianas construyen y buscan hojas, las más grandes defienden y atacan, y las más viejas manejan la basura. Y la reina engorda casi sin parar. Justamente es ella la que tiene una curiosa capacidad de almacenaje: puede llegar a mantener en su cuerpo espermas vivos durante 15 años –el tiempo promedio de vida de una hormiga– y decidir en qué momento deberán nacer los machos.
El sistema de comunicación de las hormigas es plenamente olfativo. En vez de hablar y transmitir sonidos, entablan diálogo a través de olores, más específicamente a partir de la secreción instintiva de feromonas, sustancias con las que indican dónde hay alimento. Con la ayuda de estas pistas marcadas químicamente, las hormigas se abalanzan en la búsqueda de su sustento. Y lo hacen de una manera ordenada. Recientemente, un grupo de investigadores europeos de las universidades Paul Sabatier (Toulouse), Libre de Bruselas y Tecnológica de Dresde, examinaron los desplazamientos de estos insectos con la ayuda de modelos informáticos y matemáticos. Así descubrieron que cuando una hormiga obrera da con una fuente de alimento, la marca con una feromona que actúa como pista química para el resto de la colonia. Allí donde el rastro de la feromona es mayor, aumenta el tráfico de hormigas. Pero cuando el embotellamiento llega a un tope de densidad, se reorganiza espontáneamente y el flujo se redistribuye por senderos secundarios.
Así como hay proyectos e investigadores que se queman las cejas tratando de entrever el pasado humano a través de sus genes, también afloran intentos por urgar en la historia bien antigua de estos bichitos. Corrie S. Moreau del Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard, Estados Unidos, logró, por ejemplo, reconstruir el árbol de familia de las hormigas a partir de su ADN y arribó a la conclusión de que éstas aparecieron entre 140 y 168 millones de años, pero recién hace unos 100 millones de años se diversificaron. El elemento clave fue el desarrollo de las plantas de flor que les ofrecieron alimento y refugio a las hormigas.
En rigor, no tienen nada que envidiarles a los dinosaurios ni a los seres humanos, ni siquiera a los monos. Las hormigas también ingresaron al hall de la fama cultural con dos películas (Bichos y Hormiguitaz) que, si bien desvirtúan tenuemente la realidad en pos de un fin poético y argumentativo, las retratan y las reposicionan en lo que ya de hecho son: héroes y protagonistas.
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