Sáb 06.01.2007
futuro

NOTA DE TAPA

Proyectos faraónicos XL

Además de monstruos de cemento, la ingeniería produce sueños y fantasías que seducen a los hipermodernos: megaproyectos como el que pretendía abrir un segundo canal de Panamá usando explosiones nucleares, construir un dique en el estrecho de Behring desde donde se bombearía agua tibia a Siberia y Canadá, crear un Sol termonuclear, tender un acueducto que conectase el Amazonas con Africa o embolsar la Tierra con una ligera membrana, para prevenir los tsunamis y otras catástrofes naturales. Sin embargo, ninguno fue tan osado como el que aspiraba, sin prudencia ecológica, a bajar el nivel del Mediterráneo para ganarle miles de hectáreas al mar y generar energía eléctrica a discreción, ampliando así la superficie europea hasta convertirla en un nuevo y ambicioso supercontinente: Atlantropa.

› Por Pablo Capanna

Aún se recuerda qué les contestó el célebre Carlos Saúl, que siempre tuvo pasión por el antiguo Egipto, a quienes calificaban de “faraónicos” algunos de sus proyectos. “¿Qué tienen contra los faraones? –los interpeló– ¿Acaso ellos no nos dejaron esas hermosas pirámides que aún siguen atrayendo a tantos turistas?”

No nos consta que Kheops promoviera el turismo, pero no cabe duda de que los egipcios, que sólo contaban con la tecnología de la Edad del Bronce, apenas estaban en condiciones de levantar unas pocas pirámides. Andaban muy lejos de algunas fantasías ingenieriles que supo soñar la Modernidad, y que al parecer aún hoy siguen ejerciendo alguna seducción sobre los hipermodernos.

Entre las fantasías menos conocidas se cuenta un proyecto que tuvo alguna popularidad en los años ‘20 y ‘30. Proponía bajar el nivel del Mediterráneo para ganarle miles de hectáreas al mar y generar energía eléctrica a discreción. Aspiraba ampliar la superficie de Europa hasta convertirla en un nuevo continente, que se llamaría “Atlantropa”. En su tiempo mereció la consideración de intelectuales como Sigmund Freud y Thomas Mann.

Sueños de grandeza

Apenas restañadas las heridas de la Primera Guerra Mundial, los años ‘20 rebosaban de ideas audaces y proyectos grandiosos que apostaban a poner el progreso y hasta el orden político en manos de la tecnología.

El canal de Suez y el de Panamá estaban creando nuevos vínculos entre los continentes, cuando los ingenieros soñaban con obras más ambiciosas, con las cuales se proponían cambiar la faz de la Tierra, sin sentirse inhibidos por el menor escrúpulo ambientalista.

En 1928 los franceses proyectaron abrir el Canal de los Dos Mares, que debía unir a Marsella con Burdeos, aunque al fin desistieron, y Le Corbusier se propuso remodelar Argelia en 1932. Pero la obra que mayor impacto cultural tuvo en Europa fue el dique del Mar del Norte, construido entre 1923 y 1932, que permitió a los holandeses ganarle grandes extensiones al mar. Hasta Freud le rindió homenaje en una conferencia de 1932, cuando enunció esa célebre fórmula donde comparaba el dominio que el Yo realista debía ejercer sobre el impresentable Ello, con la conquista de las tierras del Zuiderzee.

Para el imaginario de la época, la transformación de la geografía se ofrecía como el instrumento para lograr la unión de los europeos. “Paneuropa” era una idea que contaba con el apoyo de muchos intelectuales y de líderes como Léon Blum y Aristide Briand. Hasta era vista con simpatía en la Sociedad de las Naciones.

Atlantropa

En ese contexto político y cultural creció el faraónico proyecto del alemán Herman Sörgel (1885-1952), que si bien sedujo la imaginación de muchos europeos, nunca encontró el apoyo político necesario para ponerse en práctica. Sörgel era un arquitecto e ingeniero de Munich. Hombre de grandes ambiciones, en un libro que escribió en 1921 ya se había propuesto reformar la educación, para formar ese “hombre nuevo” del cual casi todos hablaban entonces, desde Lenin hasta los fascistas.

En 1927 comenzó a elaborar su proyecto, que presentó al público en 1931. Sörgel proponía ganarle al Mediterráneo una superficie equivalente a la legendaria Atlántida. El nuevo continente se llamaría Atlantropa. Sörgel no estaba solo. Lo secundaba un equipo de brillantes arquitectos e ingenieros alemanes como Bruno Siegwart, Peter Behrens, Fritz Höger y Erich Mendelsohn, que soñaban con diseñar y realizar las monumentales obras que se levantarían en los nuevos territorios. Sörgel publicó cinco libros sobre el tema y en 1930 armó una exposición itinerante que despertó gran interés en Alemania y Austria. Su desafío era dramático: “Atlantropa, o la decadencia de la civilización”.

Curiosamente, los nazis no se interesaron en el proyecto. Con él, Alemania hubiera ganado tráfico para su puerto de Hamburgo, en desmedro del Mediterráneo, pero la mayoría de las nuevas tierras serían para Italia. En vísperas de la guerra, Sörgel seguía tratando del halagar a las potencias del Eje con un libro titulado Las tres A (Atlantropa, América, Asia). La Gran Alemania y el Imperio italiano (1938).

La guerra mandó al proyecto al olvido. Pero en una novela soviética de ciencia ficción de los ‘40 (Batallas bajo el Artico) todavía aparecían los nazis, ahora refugiados en el Polo Norte, saboteando las obras de Atlantropa, que había construido una revolución socialista triunfante.

Sörgel también tuvo un discípulo sionista, Erich Mendelsohn. Refugiado en Suiza tras el ascenso del nazismo, publicó un manifiesto donde proponía aplicar las ideas de Sörgel para entregar tierras a los colonos judíos de Israel, sin tener que quitárselas a los palestinos.

Sörgel murió en un accidente de auto de 1952 y su instituto cerró sus puertas en 1960. En 1950, todavía era capaz de inspirar una película alemana (Atlantropa, el nuevo continente), y para el año 2002 “calcular cómo cambiaría la cuenca del Mediterráneo, de bajarse el nivel del mar unos cien metros” seguía siendo tema de algunos exámenes de física del secundario.

Quien dio a conocer a Sörgel en Estados Unidos fue el ingeniero alemán Willy Ley, uno de los grandes promotores de los proyectos espaciales, que habló de Atlantropa en su libro Sueños de ingenieros (1954). Entre los lectores que tuvo estaba Gene Roddenberry, lo cual explica cómo en la primera de las películas de Viaje a las estrellas (1979) el Almirante Kirk visita la represa hidroeléctrica de Gibraltar.

Sólo recientemente, gracias a la labor de dos historiadores de la arquitectura, Wolfgang Voigt y Alexander Gall, la historia de aquel proyecto utópico ha sido rescatada del olvido.

El fondo del mar

La idea de Sörgel, que confesaba haberse inspirado en el Esquema de la Historia de H. G. Wells, parecía muy simple: aprovechar la diferencia de nivel entre el Mediterráneo y al Atlántico para generar energía eléctrica y apropiarse para la agricultura de parte del fondo marino.

De hecho, el agua que aportan los ríos como el Nilo, el Po, el Rin, el Tíber y el Ebro no alcanza a compensar las pérdidas por evaporación que sufre el Mediterráneo. El Atlántico vuelca en él unos 88.000 m3 de agua por segundo, doce veces la masa líquida del Niágara.

Según Sörgel, se trataba de construir en Gibraltar un dique de 35 km de largo y 550 m de ancho que alimentaría un megaproyecto hidroeléctrico. La obra correría por cuenta del ingeniero suizo Bruno Siegwart, que entonces dirigía la Shell. El arquitecto Peter Behrens pensaba coronarla con una torre de 400 m, que sería el símbolo de la nueva Atlantropa.

Con esa represa, el nivel del Mediterráneo bajaría unos cien metros, a razón de 1,5 cm por año. Italia podría cultivar el Mar Adriático, agrandaría Sicilia y refundiría a Córcega con Cerdeña. Las islas del Egeo quedarían unidas y Libia, que Mussolini estaba colonizando, también tendría un gran crecimiento.

Pero el proyecto no se limitaba a Gibraltar. Un segundo dique uniría a Sicilia con Túnez y la conectaría con toda el Africa, de manera que sería posible ir en ferrocarril desde Berlín a Ciudad del Cabo. El megaproyecto se completaba con un tercer dique a levantar en los Dardanelos, con el cual se desconectaría al Mediterráneo del Mar Negro.

Con el segundo y el tercer dique, el Mediterráneo quedaría dividido en un mar occidental, cien metros más bajo que el actual, y uno oriental, que bajaría cien metros más. Este desnivel permitiría nuevos emprendimientos hidroeléctricos, con una producción de energía cercana al 30% del actual consumo europeo.

¿Qué hacer con el agua sobrante? Sörgel proponía bombearla hacia el Sahara, para hacerlo cultivable. De este modo, todos los países con costas en el Mediterráneo ganarían tierras al mar, pero los puertos como Barcelona, Marsella, Génova y Venecia quedarían lejos de la costa. El equipo de Sörgel tenía pensado preservar las ciudades como patrimonio histórico. Como todo el proceso llevaría unos dos siglos, durante la transición los actuales puertos serían reemplazados por enormes pontones flotantes, con muelles y aeropuertos.

El proyecto Atlantropa culminaría cuando la nueva Europa tuviera su propia capital. Algunos, como Höger, planeaban instalarla en Basilea (Suiza) por su tradición de neutralidad. Otros apostaban por una nueva ciudad que se llamaría PortduRhône, o se levantaría en el emplazamiento de la antigua Cartago.

Cualquier estudiante diría hoy que una obra como esa cambiaría el régimen de lluvias y el clima de toda la región, con lo cual buena parte de la electricidad se gastaría en acondicionadores de aire. Pero Sörgel, con un total desconocimiento de la perspectiva ecológica, no dudaba de que el efecto sobre el clima sería benéfico. Estimaba (erróneamente) que el Sahara estaría bajo el nivel del mar, y proponía irrigarlo con el agua de sus embalses.

Su proyecto geopolítico respondía, en definitiva, a la misma óptica que había dominado al colonialismo, con total desprecio por los “nativos” y los ecosistemas naturales. Esa era la época en que Heidegger presentaba a Europa apretada entre las pinzas comunista y capitalista de una tenaza que amenazaba con aplastarla. Sörgel y sus colaboradores se proponían defender a Europa, pero eran un poco más paranoicos. Las amenazas se daban en varios frentes: el peligro amarillo por el Este, la insidiosa americanización al Oeste, y el peligro negro por el Sur africano...

Había que crear las condiciones para que continuara la expansión de la raza blanca, a la cual la superpoblación había puesto severos límites, empujando hacia tierras americanas un enorme flujo de emigrantes. La crisis económica del treinta era para Sörgel la señal de que había que hacer algo, y pronto.

El delirio no se rinde

Se diría que en aquellos tiempos estábamos a una distancia abismal de cualquier prudencia ecológica. El avasallamiento de la naturaleza sin condiciones formaba parte de esa fantasía machista que animaba al colonialismo. Basta recordar que Hegel había expulsado a Africa de la historia, condenando a sus habitantes, que no habían llegado a someter a la naturaleza al arbitrio de la raza blanca.

Los proyectos que tenía Sörgel para Africa parecían prescindir de todos los escrúpulos que podía abrigar para Europa, casi como si ignorara que el continente estaba habitado. En efecto, el alemán también había pensado en levantar un dique en el río Congo. El embalse resultante uniría sus aguas a las del lago Chad, para formar dos grandes mares interiores en Africa. El excedente sería enviado al Sahara, para lo cual habría que excavar un segundo Nilo. ¡Nada más fácil!

Uno pensaría que proyectos semejantes, en los cuales es fácil reconocer el sesgo paranoico del totalitarismo europeo (más de lo que cualquier faraón o tirano asiático hubiera soñado) deberían haberse esfumado con el avance de las ideas liberales y el crecimiento de la conciencia ecológica.

Sin embargo, los megaproyectos siguieron poblando la fantasía de los tecnócratas en los prósperos años ’60. Hoy, cuando todos dicen estar preocupados por el calentamiento global y la deforestación, hay que recordar que en 1957 hubo un proyecto norteamericano para abrir un segundo canal de Panamá usando explosiones nucleares. El soviético Borisov imaginó entonces un dique en el estrecho de Behring, desde donde se bombearía agua tibia a Siberia y Canadá. Nadie parecía preocuparse por la contaminación radiactiva o por el derretimiento del hielo del Artico.

En esos años Frank Davidson, del MIT, imaginó un acueducto que llevara agua del Amazonas a Africa, y Herman Kahn, el futurólogo del Hudson Institute, propuso en 1968 una represa en el Amazonas que hubiera inundado muchos miles de millas cuadradas, con efectos probablemente catastróficos. En 1956, un físico ruso y el senador norteamericano Estes Kefauver propusieron crear un Sol termonuclear.

Sueños hipermodernos

Las nuevas tecnologías parecen haber dado aliento a nuevas fantasías, que rescatan aquellas de preguerra. Ahora no hay que pensar en los esclavos, la piedra de los faraones o el cemento de las represas. Hoy es posible construir estructuras ligeras e inflables hechas de kevlar, y usar cables y membranas de nanotubos hechos de fullereno, que es cien veces más fuerte que el acero.

El principal abogado de Atlantropa es hoy Richard Brook Cathcart, quien en numerosos trabajos publicados entre 1983 y 1998 propuso retomar el proyecto de Sörgel. Cathcart recomienda bajar el Mediterráneo solamente unos cincuenta metros, con lo cual se ensancharía considerablemente el norte de Africa. El Mediterráneo se transformaría en un “oceanario” y sería más salado y caliente. Ahora todo se presenta con intenciones humanitarias y ecológicas: la planta de Gibraltar permitirá retirar del aire los gases de invernadero y “restaurar la atmósfera anterior a la revolución industrial”. También se propone sembrar nanorrobots, capaces de armar reflectores solares para bajar el albedo del mar, levantar gigantescos domos el Sahara y tender un acueducto que lleve agua del Rin a Cataluña.

El ingeniero Frei Otto, que viene proponiendo cosas semejantes desde 1953, se propone nada menos que remodelar la biosfera y hasta “embolsar la Tierra” con una ligera membrana, para prevenir los tsunamis y otras catástrofes naturales.

Lo más alarmante de todos estos proyectos es su lenguaje. Gente como Cathcart, Otto o Yona Friedman hablan de “Noopolitik” (una política para ensanchar esa Noósfera que imaginó Teilhard de Chardin) y hasta de “Disneyficación” del paisaje con fines turísticos. La reconstrucción de la Biblioteca de Alejandría sería el primer paso para la construcción de otros parques temáticos en el desierto.

Quizá la palabra más alarmante sea “Terraformación”. La expresión proviene de los megaproyectos ideados en el mundo de la NASA, que proponen remodelar Marte o Venus para hacerlos habitables para los seres humanos. Lo que nadie explica es por qué hay que “terraformar” la Tierra, que ya está terraformada.

Más ingenuamente, los autores de estos proyectos hablan de “arte oceánico” y hasta de “arquitectura de ciencia ficción”. En ese caso, habría que aconsejarles que escribieran novelas en cuatro tomos o levantaran moderadas instalaciones. No vaya a ser que a alguien se le ocurra hacerlas sin consultar a nadie.

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