Sábado, 20 de enero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Esteban Magnani
El 23 de octubre de 1996, el mundo no desapareció.
La novedad de la oración anterior es tan escasa como para calificarla de no-noticia. Sin embargo, en esa fecha debería haber ocurrido el fin del mundo según un exhaustivo trabajo publicado en 1650 por el arzobispo de Armagh (Irlanda), James Ussher. El estudio, que se aceptó durante siglos, ubicaba el nacimiento del Universo en el 23 de octubre del 4004 a.C. al mediodía y el de Cristo, paradójicamente, en el 4 a.C. (cosa probablemente cierta, ya que en ese año murió Herodes, quien quiso matar al recién nacido). Ussher también interpretó de las sagradas escrituras que el regreso del hijo de Dios se daría 2000 años después de su primer nacimiento y en coincidencia, justamente, con el fin del mundo. Pero el 23 de octubre de 1996 al mediodía, 6000 años después de su supuesto surgimiento, el Universo no desapareció.
El caso Ussher, en el que se aplicó una lógica inapelable a la Biblia, no es el único vaticinio fallido del fin del mundo. En los últimos siglos, con el surgimiento de un paradigma científico, los apocalipsis pasaron a tener una base un poco más verosímil, pero conclusiones forzadas. Por ejemplo, en mayo de 1910, durante el último acercamiento del cometa Halley, hacía mucho que los astrónomos habían previsto que su “llegada” no revestiría el más mínimo peligro. Sin embargo, ante la falta de certeza absoluta sobre lo que iba a ocurrir, un imposible científico, corrieron titulares insistentes que sostenían que la Tierra atravesaría su larga cola de gas cianuro y la humanidad moriría. Incluso algunos precursores vieron el negocio en el miedo ajeno y vendieron píldoras para evitar la muerte por asfixia.
La combinación entre un método científico que no puede asegurar que tal o cual cosa ocurrirá sino que en el mejor de los casos puede prever probabilidades y un periodismo que ve en la más improbable de ellas un titular atractivo, puede ser explosiva. Que un asteroide tenga una posibilidad en un millón de chocar contra nuestro planeta permite, sin faltar a la verdad (aunque sí a la ética) titular “Cometa podría chocar contra la Tierra” y asegurar unos cuantos oyentes/lectores/televidentes extra, objetivo fundamental e irresistible para los medios. A su vez hay quienes gustan de sembrar miedo para cosechar poder y dinero. Por otro lado parece evidente que el atractivo por los apocalipsis tiene una profunda raíz psicológica y social que permitió, por ejemplo, que algunas personas salieran despavoridas a la calle sin hacer más preguntas cuando Orson Welles anunció una falsa invasión marciana por radio.
Como sea, más allá de que los apocalipsis tuvieron bastante buena prensa a lo largo de la historia, muy pocos ocurrieron y ninguno, obviamente, lo hizo con una intensidad definitiva. Un breve repaso por algunos de los mentados apocalipsis, que en algunos casos supieron ganar kilómetros de titulares, puede inmunizar con un poco de sentido crítico a los lectores... al menos por unas semanas.
Seguramente quienes hayan usado una computadora en 1999 puedan evocar en alguna medida el miedo que generaba una pequeña sigla: Y2K. Los más memoriosos recordarán que así se llamó al “Bug del año 2000”, el primer anuncio milenarista en formato digital. Los “expertos” explicaban que los chips de prácticamente todas las máquinas, desde las cafeteras hasta las computadoras de los bancos, almacenan sólo los dos últimos números del año. Por eso, una vez comenzado el 2000, para ellas en realidad se retrocedería al 1900, generando un caos que llevaría a la bancarrota a los países, a un sinnúmero de accidentes aéreos por fallas en los controles, hectolitros de café quemado y muchos otros males.
Para darse una idea de la seriedad que se daba al tema se puede recordar que en octubre de 1999 en el Senado de los Estados Unidos se especulaba sobre el riesgo de visitar el extranjero a principios de 2000, mientras que un miembro de la Secretaría de Defensa de ese país aseguraba que “el problema del Y2K es el equivalente electrónico de El Niño y habrá sorpresas desagradables alrededor del globo”. La paranoia prendió tan fuerte que diarios de todo el mundo relataban sobre quienes almacenaban comida, previendo el enloquecimiento de las máquinas de las fábricas de pastas y los bancos que gastaban cientos de millones de dólares para reparar sus sistemas. En el barrio, en cambio, todo pareció seguir como antes.
En realidad, lo más preocupante que pasó el 1º de enero de 2000 fue que Meteo France, el servicio meteorológico nacional de Francia, mostró en una de sus páginas web el pronóstico para el 01/01/19100. Difícil es saber si la escasa envergadura de los problemas se debió al excelente manejo preventivo de los informáticos o a que el problema en realidad creció de la mano de la atracción mediática por los apocalipsis y del negocio que generaban los paranoicos. Por lo pronto, lo que sí se sabe es que países como Italia, Rusia o China, que prácticamente no tomaron medidas contra el Y2K, gozaron de sistemas tan saludables como los Estados Unidos, donde las consultoras embolsaron miles de millones de dólares “resolviendo” el defecto.
En las últimas décadas, los títulos catástrofe que anunciaban o al menos insinuaban el fin de la humanidad llegaron sobre todo de la mano de las epidemias. Una de las primeras, anunciada con bombos y platillos, fue la del ébola. La enfermedad se detectó por primera vez en 1976, en Zaire, a orillas del río Ebola, pero alcanzó su verdadera categoría de apocalipsis con algunos titulares a fines de los ‘80 cuando 100 monos llegaron a Estados Unidos infectados de una nueva cepa de la enfermedad que finalmente no afectaba a humanos. Su reputación la redondearon varias películas (como Outbreak con Dustin Hoffman), libros (uno del best seller Tom Clancy llamado Executive Orders) e incluso videojuegos. A casi 30 años de su aparición, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha verificado 1287 casos fatales de la enfermedad, todos ellos en Africa.
Los menos memoriosos pueden no recordar al Ebola, pero seguramente sí podrán evocar algún recuerdo sobre esta sigla: SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo). Se trata de una forma de neumonía que puede llegar a ocasionar la muerte. En febrero de 2003, en el sur de China, un vendedor de pescado se sintió mal y fue llevado al hospital donde contagió a 90 miembros de su personal. Uno de los médicos luego se alojó en un costoso hotel de Hong Kong de esos donde se hospedan ejecutivos de todo el mundo. Como resultado el SARS llegó rápidamente a Vietnam, Singapur, Irlanda, Estados Unidos y Canadá. La primera enfermedad de la globalización en tiempo real hacía irrupción en el mundo, una noticia de un atractivo irresistible que inundó los diarios de todos los rincones, incluso la Argentina. La respuesta fue el aislamiento de los pacientes, un control exhaustivo de los vuelos que venían del sudeste asiático, el traslado del Mundial de Fútbol femenino que se iba a jugar en China en 2003 a los Estados Unidos, una buena dosis de paranoia y menos de 300 muertes comprobadas por la OMS, posiblemente porque los controles fueron terriblemente efectivos o, tal vez, porque en realidad la enfermedad no implicaba un riesgo tan profundo como el que se presagiaba.
Cabe aclarar que si bien 300 muertes en rápida sucesión indican un potencial peligro, puestas en perspectiva están muy lejos de alcanzar a realidades concretas como la que provoca la malaria, una epidemia que mata a 3 millones de personas por año en el mundo (en 13 años terminaría con los argentinos, por dar un ejemplo). Existen medicamentos razonablemente efectivos para tratar y prevenir la malaria, pero los pacientes viven en las zonas más pobres del mundo, lo que les quita atractivo como negocio y los medios ya no lo consideran noticia.
Pero la estrella más reciente ha sido sin duda la gripe aviar, a la que la OMS ha atribuido 157 muertes humanas comprobadas, pero que ha generado millones de dólares para los laboratorios que venden las vacunas a países que compiten por hacerse un stock preventivo. Pocos recuerdan ya al “mal de la vaca loca” o encefalopatía espongiforme bovina que con sus menos de 200 casos, que ocurrieron en el corazón de Europa (sobre todo en Reino Unido), ha logrado generar cambios alimentarios en el continente como el abandono masivo de carnes rojas o el aumento abrupto del vegetarianismo.
Pero el apocalipsis no sólo viene de agencias de prensa internacional. En la Argentina pareció por un tiempo que llegaría de la mano de las ratas que transmiten el hantavirus, una enfermedad pulmonar con complicaciones cardíacas. Su particularidad, como la de la mayoría de estas enfermedades, es su rápida expansión: unos minutos en el mismo ambiente que ratones infectados puede desencadenarla y fue en la Argentina donde se reportaron los primeros casos de transmisión de persona a persona. Ya existían antecedentes del hantavirus en otros lugares del mundo, pero su nombre asaltó los titulares a partir de 1995, cuando en El Bolsón se inició una epidemia. Incluso una variedad nueva, el hantavirus Andes, hizo suponer que sería más difícil aún encontrar una cura. En total se detectaron menos de 100 casos confirmados con casi un 50 por ciento de mortalidad.
Mientras tanto, el mal de Chagas, con el que tanto se machacó a los escolares de los años ‘80 pero que actualmente parece sumido en el olvido, ha infectado a unas 2 millones de personas. Cerca de un tercio de los afectados tiene síntomas y un quinto muere por problemas cardíacos, pero la enfermedad sigue invisible para los medios más grandes, los cuales se especializan en un público urbano y de clase media.
Del cielo también llegan, con cada vez menos credibilidad, anuncios del fin del mundo. Los protagonistas suelen ser presentados con un titular dramático e irresistible para cualquier lector con un mínimo sentido de la curiosidad: “Asteroide rozará la Tierra”. Más abajo se detalla que “si impacta sobre la Tierra, la vida desaparecerá instantáneamente”, aunque sobre el final se aclara que la NASA o algún otro organismo espacial “aseguró que pasará a 40 mil km de distancia, una distancia que a escala cósmica es insignificante” o que “según los expertos las posibilidades de colisión son de 1 en 900 mil”.
Ese es el caso del 2004 MN4 que en febrero de 2005 levantó algunos titulares que indicaban que tenía el tamaño de “3 canchas de fútbol” y podía impactar sobre la Tierra... en 2029. Una vez atraído el ojo del lector, se aclaraba que los estudios más precisos indicaban que ese año, en realidad, lo más probable es que transite entre la Tierra y la Luna, a unos 36 mil km del humano más cercano. El tiempo de anuncio de estas visitas permite, por suerte, preparar una recepción. Por ejemplo, se espera que el asteroide Apofis, de cerca de medio kilómetro de ancho, pase cerca de la Tierra entre los años 2024 y 2028, por lo que la NASA anunció que si para 2013 sigue habiendo alguna posibilidad de colisión empezará a estudiar cómo desviarlo.
Tampoco fueron escasos los medios que optaron por hablar de “marcianos”, con la carga de toneladas de ciencia ficción que tiene la palabrita, a la hora de mencionar que había alguna posibilidad de que se encontraran bacterias congeladas en rocas de Marte, insinuando que, tal vez, al experimentar con ellas revivieran y que... cuestiones todas que la mayoría de los científicos calificaba de una probabilidad casi inexistente. Una parte del periodismo eligió quedarse con el “casi”.
Lo único seguro es que la Tierra algún día desaparecerá, pero las probabilidades de que lo haga de forma espectacular y repentina no son tantas. Una posibilidad es una guerra atómica que termine con la humanidad, pero que difícilmente logre hacer lo mismo con todas las formas de vida. El calentamiento global, la más simple contaminación, la falta de agua potable o algún otro fenómeno, son candidatos también probables. En cambio las enfermedades difícilmente lleguen a tener la capacidad de poner en peligro a toda la humanidad: una de los peores casos fue el de la peste negra del siglo XIV, que en sucesivas oleadas se cree llegó a matar un tercio de una población europea mal alimentada y sin antibióticos. Otras catástrofes naturales como los terremotos, tsunamis, inundaciones, olas de calor y sequías difícilmente logren tener un alcance mundial; pueden a lo sumo, y cuando afectan a millones en el tercer mundo o a unos pocos ciudadanos de los países con medios de comunicación transnacionales, alcanzar reputación global.
En el mejor de los casos la fecha de caducidad cierta del planeta y probablemente de nuestra especie junto a él, es el final del Sol dentro de 5000 millones de años, un espectáculo que de tener testigos humanos no sólo será impresionante por sí mismo sino también porque demostrará que ningún apocalipsis de manufactura propia o ajena ha logrado terminar con las mujeres y hombres de este maltratado planeta.
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