Sábado, 17 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Federico Kukso
Cuando el politólogo estadounidense Francis Fukuyama dejó caer la bomba y sentenció el “fin de la historia” (su famoso bluff intelectual) no sólo se refería a la implosión de un mundo bipolar, cruzado por los roces y caprichos belicistas de las dos megapotencias. Como aditivo sustancial, también tuvo en cuenta el ocaso de un choque que mezcló el orgullo nacionalista con la conquista, un enfrentamiento entre Oriente y Occidente que venía desplegándose lenta pero imperiosamente desde hacía siglos y que finalmente se definió fuera de este mundo. La pista fue el espacio y la meta, la Luna.
Como toda competencia, la carrera espacial tuvo un punto de inicio y uno de llegada y, desde ya, dos competidores que en el devenir del choque se alzaron con el título de ganador y perdedor. Obsesión de una época, la nave espacial se había elevado como el símbolo tecnológico del progreso mismo –un emblema técnico como fue la locomotora, el automóvil y ahora es Internet o el celular–, en el marco de una competición informal entre Estados Unidos y la Unión Soviética que, según marcan las estadísticas, se extendió entre 1957 y 1975. El silbatazo inicial pudo haber sonado el 4 de octubre de 1957 con el lanzamiento soviético del Sputnik I y la bajada de bandera el 17 de julio de 1975, cuando se encontraron en pleno espacio las tripulaciones de las naves Apolo y Soyuz, pero todo el mundo sabe que el partido se definió con una huella: la que incrustó el 20 de julio de 1969 Neil Armstrong con la suela de su bota sobre la grisácea superficie lunar.
Durante la época de esplendor de la carrera espacial, la misma en la que los trasplantes hacían su debut en escena, se había aplacado la nostalgia por épocas mejores, aquella mirada-ancla que condena el presente a partir de los logros del pasado. Desde entonces, el ojo y la imaginación dejaron de orientarse hacia un “atrás” para correrse hacia “adelante”, como en una especie de paneo de un futuro rebosante de promesas, beneficios y conquistas, un futuro signado por la estética del videogame y la rúbrica de los efectos especiales de las películas y series de ciencia ficción.
Antes de que Yuri Gagarin lo impregnase con su humanidad, el espacio les perteneció a los animales: moscas de la fruta, perras, chimpancés africanos y tortugas fueron en realidad los primeros terrestres en conocer el verdadero “afuera”. Marte y Venus fueron otros destinos de sondas solitarias, pero siempre fue la Luna el objeto del deseo de por entonces, un sueño palpable, una meta real a la que se podía (y debía) llegar.
Pero en plena curva de ascenso de la voluntad de poder, de un momento a otro el enfrentamiento –que irradió en la imaginación técnica aquel mandato basal de que hay que actualizarse a toda costa– se desinfló. Lo que era un avance escalafonario hacia una meta en el que cada oponente miraba más al otro que a sí mismo se fue disipando paulatinamente hasta perderse como un recuerdo de época. Enroque de por medio, el espacio cambió su lugar de preocupación por el interior del cuerpo: las células, los cromosomas, los genes y el ADN hicieron olvidar a las lunas, los planetas y la estrellas.
Mientras la órbita terrestre se volvía un cementerio de chatarra, un museo itinerante, el término “exploración” desplazó a “conquista” y de pronto todo era una gran “aventura”, una “odisea” con un dueño y señor. ¿Y la Luna? Oficialmente, el 11 de diciembre de 1972 dejó de ser tan importante para la NASA cuando Eugene Cernan de la misión Apolo 17 subió por la escalinata y se convirtió en el último ser humano en pisar el satélite natural terrestre. “El reto estadounidense de hoy ha forjado el destino del hombre del mañana”, fueron sus últimas palabras, tan vacías, tan rápidamente olvidadas.
El 12 de abril de 1981 debutaron los transbordadores espaciales –explotó uno al subir (el Challenger, el 28 de enero de 1986) y otro al bajar (el Columbia, el 1º de febrero de 2003)– y desde entonces el ser humano se limita a observar con telescopios, robots en Marte, sondas en Júpiter y otros artefactos rumbo a Plutón y Mercurio.
Sin embargo, de a poco el ímpetu voyeur está siendo sofocado por un ansia: la de volver. Presentado como una necesidad, el frenesí por retomar el camino olvidado comienza nuevamente a circular bajo el paraguas de aquel mandato científico-tecnológico que aguijonea diciendo “si puede hacerse, se hace”. Pero con una diferencia: ya no son los Estados los únicos promotores de dar el gran salto.
Como ocurrió con el Sputnik, la nueva carrera espacial también tiene un momento cero. Se trata en esta ocasión no de un satélite artificial que surcó los cielos ante los ojos atónitos de los estadounidenses sino de un premio, una incentivación en billetes que apresuró las cosas con resultados aún no del todo conocidos. En 2004, el Ansari X-Prize, un premio para el primer equipo privado capaz de llevar al espacio dos veces en dos semanas a un piloto y dos turistas, movió la estantería de la para entonces estática industria aeroespacial norteamericana. Compitieron modelos de todo tipo y color, pero quien se alzó con el premio de 10 millones de dólares fue una nave de aspecto sesentoso llamada, modestamente, SpacheShipOne. Diseñada por Burt Rutan (el mismo ingeniero que diseñó el avión Voyager que dio la vuelta al mundo sin pisar tierra) y financiada por el cofundador de Microsoft, Paul Allen, la nave fue capaz de volar (y volver) a órbita dos veces en dos semanas, probando no sólo que el que quiere puede sino que los esfuerzos privados no tienen por qué ser menos que los proyectos estatales.
Además de su diseño, la ventaja de la SpaceShipOne (que en breve tendrá sucesora, la SpaceShipTwo –con una cabina para cinco pasajeros– que hasta ya tiene trailer en YouTube) es más que nada financiera: mientras un vuelo en ella cuesta cientos de miles de dólares, los lanzamientos de la NASA salen en promedio de varios cientos de millones.
Los cálculos de Rutan son auspiciosos. Anticipa que dentro de tres años (o un poco más) construirá un modelo capaz de elevarse a 4100 km de la superficie para turistas espaciales por una módica suma de 6000 euros el pasaje (minutos de gravedad cero, asegurados). Mientras tanto pule los últimos detalles para completar la flota de la empresa del británico Richard Branson llamada Virgin Galactic, que espera lanzar su servicio de vuelos suborbitales (de tres horas de duración) a partir de 2009. Se especula con que los primeros 100 viajes ya están reservados a 200 mil dólares el vuelo.
Sin embargo, la SpaceShipOne no está sola. Ni por asomo. Una camada de naves espaciales particulares se pelean por raspar con más fuerza el cielo. Y los nombres de sus dueños son bastante conocidos: Jeff Bezos, Paul Allen, Elon Musk, o sea, millonarios curiosos que crecieron marcados a fuego por el programa Apolo y que ahora buscan sacarse el traje de espectador para actuar.
Jeff Bezos, el fundador de la megalibrería virtual Amazon, encabeza su propia compañía de vuelos suborbitales llamada Blue Origin (www.blueorigin.com) cuyo centro de operaciones se ubica en el oeste del estado de Texas, Estados Unidos. Hasta ahora todo el proyecto era más que top secret. Si bien comenzó en el año 2000, su muy bien guardado chiche consiste en un cohete “cónico” de despegue y aterrizaje vertical y capaz de realizar vuelos suborbitales de 10 minutos de duración hasta una altura de casi 100 km. El primer éxito lo tuvo el 13 de noviembre pasado, cuando el prototipo bautizado “Goddard” (sí, como Robert Goddard, el pionero de la tecnología de cohetes de combustible líquido) subió hasta una altura de 90 m sobre la superficie y bajó sin muchos rasguños en menos de un minuto. Y aunque le fue bastante bien, recién levantó el velo de la proeza en enero de este año. “Mi único trabajo en el lanzamiento consistía en abrir la champaña y se me quedó atascado el corcho en la botella”, escribió en su blog.
Blue Origins ya se aseguró una licencia de vuelo y comenzará sus operaciones en 2010. Se presume que para entonces los vuelos del modelo “New Shepard” (capaz de elevar a tres pasajeros y un piloto a 96 km) estará listo para hacer su debut comercial. El lema de la empresa augura un trabajo serio y mantenido: Gradatim ferociter (algo así como “paso a paso, implacablemente”).
Otro que se encamina lento pero seguro es Robert Bigelow, dueño de la cadena de hoteles de Las Vegas Budget Suites of America, quien creó Bigelow Aerospace. Su propuesta obviamente es ambiciosa, pero real: se enfila a instalar un hotel orbital inflable. Utilizando tecnología originalmente desarrollada por la NASA, su empresa orienta por estos días todos sus esfuerzos al diseño y testeo de un habitáculo modelo bautizado “Génesis I” (del tamaño de una casa de tres pisos) capaz de engancharse a estructuras aún más grandes como la Estación Espacial Internacional. El módulo ya superó las primeras pruebas como cuando en julio del año pasado llegó a órbita abordo de un cohete ruso y permaneció allá arriba flotando durante unas horas.
Ahora bien, el sector privado puede que haya crecido de la nada desde la década del sesenta. Pero los Estados por nada del mundo pretenden que les quiten su negocio. Sin haber desaparecido del todo, los emprendimientos estatales siguen vigentes, en un campo ya no tan bipolar sino mucho más fragmentado. Visto el escenario de esta manera, se advierte que a Estados Unidos le salió a hacerle frente un nuevo y perseverante rival: ni más ni menos que China.
En realidad la incursión del gigante rojo en el área espacial no es tan nueva. El Programa Nacional de Investigación y Desarrollo de Alta Tecnología se inició a mediados de los años ‘80 y el Programa de Vuelos Tripulados, en 1992. Sin embargo, su debut espacial fue en octubre de 2003 cuando China se convirtió en el tercer país en mandar un ser humano –el coronel Yang Liwei, el primer “taikonauta”– al espacio abordo de su propia nave llamada Shenzhou 5. La efervescencia en el país asiático fue tal que produjo una catarata de anuncios y promesas. “China enviará una misión tripulada que alunizará a su debido tiempo, alrededor del 2017”, profetizó el jefe científico chino Ouyang Ziyuan.
Desde entonces, la fecha se fue pateando. Que 2020, 2022... Ahora más bien se habla del año 2025, fecha para la cual tal vez los chinos estén en condiciones de repetir la hazaña de Armstrong. El programa chino se agarra, como el Programa Apolo, de un halo mítico para bautizar sus apuestas. De hecho, se llama “Programa Chang”, en honor de la legendaria diosa china que llegó a la Luna. (La segunda incursión china al espacio fue el 12 de octubre de 2005.)
La reacción norteamericana no se hizo esperar y el mismísimo Bush, pretendiendo emular el mítico discurso de Kennedy, se encargó de disparar sueños y promesas de una nueva conquista espacial. “En las últimas tres décadas, ningún ser humano ha puesto el pie en otro mundo o se ha alejado en el espacio más allá de 386 millas (617,6 kilómetros); es el momento que América dé los pasos siguientes”, dijo con ese tono electoralista, errático y altanero que lo caracteriza.
Su plan es bastante pretencioso: enviar una nueva misión tripulada a la Luna para el 2015. Pocos creen que tal hazaña sea posible. “Estamos inmersos en una nueva carrera espacial y pocos norteamericanos están al tanto de ello”, anunció el congresista republicano Tom DeLay. Más que nada lo asustaron los números en comparación: el programa espacial chino emplea a casi 200 mil trabajadores mientras que la NASA la conforman 20 mil científicos e ingenieros.
Y eso que no abrió un poco más los ojos y advirtió el horizonte: la Agencia Espacial Rusa (Roskosmos) está mejorando sus vehículos Soyuz y una nave no tripulada dará vueltas alrededor de la Luna en 2011; JAXA, la agencia aeroespacial japonesa, está desarrollando una nave que se asentará en el satélite terrestre en 2020 (si es exitosa, en 2030 un japonés izará su bandera en la ingravidez lunar); India está armando una cápsula que haría su salto espacial en 2014. Y la ESA (agencia espacial europea) arremete para una misión tripulada a Marte en 2035.
Obviamente china también mira más allá de la Luna. Y si la justicia poética existe, la bandera roja debería ser la primera en flamear en el planeta rojo.
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