PESIMISMO CIENTíFICO
Con sus legiones de profetas y evangelistas tecnológicos, da toda la impresión de que la ciencia es el reino triunfal del optimismo. Sin embargo, no es tan así. Siempre queda algún resquicio por donde los malos augurios y el pesimismo asoman la cabeza: el avión, el cine e Internet fueron masacrados con opiniones antes de siquiera existir; Henri Poincaré escribió que la radiofonía era imposible; el francés Henri Le Chatelier llegó a poner a los cuantos y la relatividad al mismo nivel del espiritismo y la brujería y para el ingeniero William Preece la iluminación eléctrica no era ni crucial ni maravillosa, sino simplemente “una idea completamente idiota”.
› Por Pablo Capanna
Hace tiempo, cuando volvía tarde de la Facultad, tenía que esperar el colectivo en una esquina desierta, donde solía haber una de esas maquinitas chinas que prometen pescar un osito de peluche por sólo un peso. La máquina estaba eternamente encendida y repetía la misma melodía (también apta para ringtones, salvapantallas o contestadores) con una insistencia que se notaba más cuando la noche era fría o lluviosa.
La insufrible melopea había nacido en una de esas olvidadas películas de safaris y todo el mundo la conocía como “El paseo del elefantito”.
Su autor, que conoció los esplendores del mundo pop, era un señor llamado Bert Kempfert, de quien se dice que no pasó a la historia por su música sino por ser ese empresario que le aseguró a Brian Epstein (el manager de los Beatles) que “esos chicos de Liverpool no tenían futuro”.
No fue el único ni el primero en su género. En un tiempo, ningún editor hubiera apostado por Tolkien. Ni siquiera él sospechaba que su familia se haría millonaria con su obra, que parecía decididamente impublicable. El día que Tolkien se atrevió a presentar su descomunal manuscrito a un editor, la suerte quiso que fuera Rayner Unwin, a quien, cuando tenía diez años, su padre le había pedido una opinión personal sobre El hobbit.
La historia está tan llena de negocios fallidos (a veces por la falta de visión de esos sujetos que se atribuyen la ciencia del marketing) como de extraordinarios aciertos debidos al azar o la intuición. ¿Qué delirante hubiera imaginado que Adrián Paenza sería best seller escribiendo sobre matemática?
En tal caso, dejará de sorprender que muchos grandes innovadores de la ciencia y la tecnología tuvieran visiones bastante erradas de las aplicaciones que se darían de sus descubrimientos.
Cuando Alfred Nobel logró hacer que la nitroglicerina fuera menos volátil, se hizo tan rico fabricando dinamita que sus sentimientos de culpa lo empujaron a instituir los codiciados premios para la ciencia, la literatura y la paz.
Pero la nitroglicerina tenía otras aplicaciones. En medicina se la usaba –y se la usa– como vasodilatador, para controlar la angina de pecho. Sin embargo, cuando a Nobel le tocó sufrir un ataque cardíaco, se negó a recibir la nitroglicerina que hubiera podido salvarlo, y murió de un infarto en San Remo.
Cuando ya eran varios los que andaban detrás de la radio, el gran Henri Poincaré escribió un artículo donde concluía que la radiofonía era imposible. Las ondas de radio no podían tener un alcance mayor a los 300 km, porque viajaban en línea recta y acabarían perdiéndose en el espacio. Con los conocimientos de entonces, Poincaré tenía razón. Pero afortunadamente, tanto él como los inventores (Tesla, Marconi y algunos otros) ignoraban que allá arriba existía una ionosfera que hacía rebotar las ondas. Marconi fue el primero en lograrlo.
Poincaré no era un necio. El propio Heinrich Hertz, que había descubierto las ondas de radio y hasta les había puesto nombre, no creía que las comunicaciones radiales tuvieran futuro, y no se cansó de desalentar cualquier proyecto de “telegrafía sin hilos”. En cambio, un ingeniero llamado William Preece, que asesoraba al poderoso Correo británico, apostó por Marconi y puso en marcha la radiofonía. Pero al parecer su lucidez se limitaba a este tema, porque en 1878 dio una conferencia para demostrar que la iluminación eléctrica era “una idea completamente idiota”.
Henri Le Chatelier (1850-1936) fue un prestigioso científico francés, que hasta tiene un principio químico con su nombre. En su libro Ciencia e Industria (1925), que en Argentina fue publicado por Rey Pastor y prologado por Cortés Pla, se le escaparon algunas frases que llamaríamos “polémicas” para no ser más severos. En un párrafo en que Le Chatelier fustiga el auge de la magia, la superstición y la pseudociencia, se compadece de esa gente que cree en “el espiritismo, la brujería, el número 13, los cuantos y la relatividad”. La frase llegó a poner incómodo al propio traductor, quien se sintió obligado a reconocer en una nota al pie: “los innegables progresos debidos a la mecánica cuántica y a la relatividad”.
Cuando el filósofo Hegel fue habilitado como profesor en la Universidad de Jena, su clase inaugural fue la “Disertación filosófica sobre los orbes planetarios” (1801). En ella aseguraba, con razones casi numerológicas, que los planetas del sistema solar no podían ser más de siete, y que el área comprendida entre Marte y Júpiter debía estar necesariamente vacía. Para su desgracia, unos meses antes el astrónomo Piazzi había descubierto el asteroide Ceres y un año más tarde Olbers encontraba a Pallas, abriendo una lista que no dejaría de crecer. Lo curioso del caso es que Hegel no se equivocaba por usar indebidamente argumentos filosóficos, sino por seguir algunas deducciones de Kepler. Tampoco el descubrimiento de Piazzi era totalmente empírico, ya que aplicaba la Ley de Titius-Bode, una regla ya esbozada por Kepler para ordenar las distancias planetarias. Más tarde resultó que la pretendida “ley” dejaba de cumplirse a partir de la órbita de Neptuno.
En 1903, el prestigioso astrónomo Simon Newcomb (1835-1909) quiso refutar a su colega Langley y escribió un artículo en el cual demostraba matemáticamente que una máquina más pesada que el aire, aunque fuera movida por un motor, jamás podría volar. No estaba solo: el propio Lord Kelvin sostenía opiniones similares. Dos meses después, Orville y Wilbur Wright, que según la leyenda eran fabricantes de bicicletas (aunque enseñaban física) le ganaron con su biplano Flyer a un montón de inventores aficionados que estaban tratando de volar. Nadie se inmutó por la opinión de Newcomb.
La aeronáutica era entonces un niño recién nacido, como ya había dicho Pasteur de los globos aerostáticos y Faraday de la electricidad.
En 1911, unos años después del vuelo de los hermanos Wright, el editor científico del The New York Times (un señor llamado Waldemar Kaempffert, que quizá fuera un antepasado del paseador de elefantitos) se lanzó a especular sobre cómo serían los aviones del futuro. Imaginó que tendrían velocidades increíbles (las que hoy alcanza un Fórmula 1), que su forma sería la de elegantes yates, y que se reabastecerían desde el aire, mediante unas mangueras conectadas a torres surtidoras. El propio Orville Wright escribió en 1917 un elogio del avión, donde puso todos sus buenos deseos.
Tan ingenioso como ingenuo, Orville presentaba al avión como “el promotor de la civilización” e imaginaba que sería un factor decisivo en el logro de la paz mundial. Wright argumentaba que el reconocimiento aéreo haría posible anticipar cualquier movimiento del enemigo y evitaría para siempre la posibilidad de un ataque por sorpresa. Sin embargo, aun con los satélites de hoy no deja de haber imprevistos. Orville creía que el avión ejercería “una poderosa influencia para poner fin a la guerra” y sería más efectivo para la paz que “todos los esfuerzos de la Conferencia de La Haya”.
Sin embargo, antes de que Wright escribiera esto ya se habían usado aviones militares contra Pancho Villa. En 1908 el pesimista H. G. Wells escribió La guerra en el aire y Teddy Roosevelt asistió a una demostración publica de la nueva arma. El coronel Billy Mitchell, que luego sería el promotor del poder aéreo militar, ya estaba abogando por los bombarderos. Un año más tarde la empresa Martin comenzó a producirlos, y el propio Billy Mitchell comandó una formación de 1500 aviones durante la Primera Guerra Mundial.
Los hermanos Lumière, que los diccionarios suelen despachar simplemente como los inventores del cine, eran ambos hombres de ciencia: Louis era químico y Auguste, fisiólogo. Nunca creyeron que el cine tuviera un futuro comercial. Cuando Hollywood estaba conquistando al mundo, Auguste le confesó al director Jean Epstein que “había sido un error permitir que el cinematógrafo se evadiera de los laboratorios antes de haber alcanzado la madurez”. Lumière pensaba que el cine era “un instrumento científico y filosófico”, y no atinaba a imaginar las cosas que podía llegar a soportar el celuloide.
A la hora de evaluar las aplicaciones de sus hallazgos, hubo científicos que fueron decididamente pesimistas. Albert Szent-Györgyi (1893-1986), el descubridor de la vitamina C, confesó en una entrevista que en cierto modo se sentía un criminal de guerra. En efecto, durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes habían hecho grandes reservas de vitaminas, con lo cual les habían salvado la vida a muchos soldados. El húngaro pensaba que, paradójicamente, su descubrimiento había servido para que la guerra en el frente europeo se prolongara, provocando muchas más muertes de las que había evitado.
Vladimir Zworykin murió en 1982 tras haber cumplido un importante papel en el desarrollo del microscopio electrónico, que salvó muchas vidas, y también de la televisión, que contribuyó a malograrlas. En una de sus últimas entrevistas, le preguntaron qué opinaba de la TV y contestó, indignado, que los programas eran tan espantosos que jamás los veía.
Hace unos meses también conocimos las declaraciones del británico Tim Berners-Lee, considerado el padre del lenguaje HTML, el creador de Internet y uno de los grandes estudiosos del tema. El inglés cree que la Red informa mal y crea fuerzas antidemocráticas, y piensa que si no se la controla “pueden pasar cosas terribles”.
Sin duda, los medios de comunicación fueron siempre los que despertaron mayor optimismo. Durante la primera transmisión de las elecciones en Estados Unidos en 1920, el presidente de la NBC creyó ver en la radio una poderosa fuerza para lograr la paz mundial. Se atrevió a pronosticar que la radio “permitiría grandes avances en la educación y la cultura de las masas”. Con ella, la religión avanzaría más que en siglos (¿pensaría en los pastores electrónicos?). No sólo eso: puesto que si todos escuchaban la misma música e idénticos discursos, los pueblos desarrollarían sentimientos amistosos y tolerantes hacia el resto de la humanidad. Creía que la radio salvaría a la democracia, porque “en lugar de los demagogos políticos, surgiría el hombre que habla con la fría voz de la razón”. Habían pasado poco más de diez años cuando el peor de esos demagogos llegó a proclamarse führer en Alemania, y usó la radio para difundir toda su irracionalidad.
Había otros efectos menos terribles pero no menos indeseables. Ya en 1923 un editorial de Printer’s Ink pedía que alguien le pusiera freno a la publicidad en la radio. Reclamaba más sutileza y pocas menciones del producto. Alguien tendría que haberle hecho caso alguna vez.
A lo largo de una vida, he visto surgir y diluirse muchas esperanzas alentadas por lo medios. Recuerdo las primeras TV en blanco y negro, que transmitían la imagen de Perón desde la vidriera de la mueblería del barrio. También cuando apareció el color, con la Junta festejando los goles de Kempes. Cuando llegó la TV por cable, recuerdo que mi primer zapping sirvió apenas para descubrir un artista ecológico que hacía esculturas con bosta de vaca, impermeables y decorativas a la vez.
Luego, cuando apareció la Red, los ingenieros de la Facultad me dieron una demostración práctica con las ocho mil entradas que tenía la palabra “sex”. Eran tiempos más ingenuos: todavía no habían aparecido las páginas racistas y de magia o los blogs de los barrabravas.
Unos años más, aun antes de que se conociera la banda ancha, ya había comenzado la ominosa polución de los Power Points, que sirven para que los comedidos de siempre nos bombardeen con apotegmas de Galeano, la Madre Teresa, Lennon o Bucay. Pronto invadirán los celulares, que tanto han permitido apuntar un misil contra un enemigo como salvar a un andinista perdido. Gracias a ellos, ahora es posible sacar una foto de la pizza antes de comerla o filmar las travesuras del perro. Pero quizá su mayor logro sea que tengamos cada vez más menos intimidad y nos controlemos los unos a los otros como Grandes Hermanos.
Por supuesto, ahora los celulares no sólo vienen con Bach, los Beatles y “El bombón asesino”. También traen “El paseo del elefantito”.
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