NOTA DE TAPA
› Por Federico Kukso
De los tres grandes proyectos que cortaron al medio el siglo XX (y los primeros años del siglo XXI), el Proyecto Genoma Humano es el que estaciona con más fuerza sus anclas en el cuerpo para dar de ahí un salto a la imaginación. Mientras el Proyecto Manhattan (que derivó en la construcción de la bomba atómica) se metió en la intimidad del átomo donde halló el poder destructivo que anida en cada ladrillo de la materia y el Proyecto astronáutico de la NASA (que concluyó en la llegada de Neil Armstrong y compañía a la Luna) orientó la brújula hacia arriba, la carrera que enfrentó a un consorcio público internacional (dirigido por Francis Collins) con una empresa privada norteamericana (Celera Genomics de Craig “el hombre de los genes” Venter) aceleró su arremetida bajo la consigna de que la clave de la libertad se escondía en el genoma.
El golpe colateral causado por las investigaciones de la biología molecular –una biología genocéntrica– comienza recién ahora a sentirse y no se tiene idea de qué sacudones psicológicos pueda llegar a provocar de acá en más. La realidad virtual, los trasplantes de órganos, la ampliación de las capacidades humanas a través de injertos y prótesis y las (bio)tecnologías reproductivas (con sus design babies o niños por encargo) abrieron la puerta y comenzaron un raid de transformaciones de aquellas nociones tan íntimas como personales como son la del cuerpo y la identidad. La ingeniería genética no hizo más que darle un empujón al convertir de un día a otro a todo organismo vivo –ser humano incluido– en objeto susceptible de manipulación. “El ser humano alcanzará la frontera final de su propio destino cuando, en la era del Genoma, disponga de los planos para rediseñar su propia especie”, detonaba Venter, como quien tira una granada y se cubre para evitar los efluvios de la explosión.
Borrador más, borrador menos, lo que se sabe desde 2001 es que las teorías racistas, por ejemplo, no tienen base científica donde hacer pie. Y como tal, han de caer. De hecho, los ingenieros de Celera utilizaron el material genético de un quinteto (tres mujeres y dos hombres) para confeccionar su famoso plano interno de la especie. Entre los participantes había un hispano, un asiático, un afroamericano y un blanco europeo. Y sin embargo, viendo sus genomas secuenciados no se podía señalar cuál le pertenecía a cuál.
La (supuesta e ideal) igualdad ante la ley se correspondía con la igualdad del código genético. “El genoma es un libro de historia y nos muestra que los 6500 millones de nuestra especie, descendientes de 7 mil generaciones, provienen de una pequeña población original de 60 mil personas. Nuestra especie presenta escasa variación genética: el ADN de los seres humanos es idéntico en el 99,9 por ciento”, advertía por entonces con sorpresa el bioquímico Eric Lander (uno de los cabecillas del consorcio público internacional), sabiendo que el 0,1 por ciento restante se volvería de ahí en más una cifra crucial, un porcentaje que ya emigró del frío mundo de las estadísticas para terminar siendo la diferencia a resaltar y explotar.
No resulta extraño pues que se la indague desesperadamente para dar no sólo con la especificidad de lo humano sino con aquella huella o firma que hace a cada individuo único e irrepetible y lo levante por encima del común de sus cohabitantes. La cuestión es clara: el mandato se vació de toda carga religiosa y ya no se asienta en la reproducción desmedida. Ahora, en un grito de individualismo, consiste en ser percibido por un rasgo reconocible, un componente genético especial. Y sabiendo que es allí donde se arriman las futuras ganancias, la industria seguidora de los últimos y brillantes logros de la técnica enfilan sus cañones para no perder la marcha. A diestra y siniestra, afloran nuevas compañías, nuevos rubros que, conjugando el afán de lucro con aquella dosis de sorpresa que disparan los neologismos utilizados para bautizar un campo (mix de algo viejo con algo nuevo), apuestan a conquistar el negocio perfecto.
Ahí, entonces, está la farmacogenética, aquella rama –novata y productiva– que atrae miradas por su persecución desbocada de la droga perfecta (o “medicamentos a la carta”), destinada ya no para la masa anónima de consumidores y pacientes sino para la persona distinguible por un nombre y apellido, un DNI, un código genético único, irrepetible, intransferible.
Sin embargo, mientras la farmacogenética tarda en colarse en el vocabulario de farmacéuticos y encargados de drugstores, otra neodisciplina retumba cada vez con más fuerza en los oídos de los nutricionistas y reclama ser escuchada: la nutrigenómica (o nutrigenética). Estudio de la intrincada interacción entre alimentos y genes, promotora de dietas a la carta para ralentizar el envejecimiento y prevenir y mitigar enfermedades, nació hace poco más de cinco años como ecogenética nutricional con una hipótesis axiomática (y evolutiva): la existencia de conexiones dinámicas entre las predilecciones culinarias, los genes, las dietas de los antepasados y los ambientes que estos anónimos seres humanos de antaño habitaron durante miles de años.
“Nosotros somos lo que comieron nuestros antepasados y también somos lo que tuvieron que regurgitar”, repite una y otra vez el etnobotánico devenido gastrónomo evolucionista Gary Paul Nabhan en su libro Por qué a algunos les gusta el picante: alimentos, genes y diversidad cultural.
La interacción e importancia del cruce entre gen-alimento-cultura sería, para una serie de científicos encabezada por Nabhan, mucho más importante de lo que Darwin se pudo alguna vez imaginar. En primer lugar, porque en cierta forma destacan que los alimentos tendrían la capacidad de inducir mutaciones en las poblaciones corroborando el fuerte feedback existente entre interior y exterior, genes y ambiente: así el genoma no es visto como un plano estático sino como un conjunto dinámico y variable, lo cual contradice en gran medida al padre de la biología que –sin hablar de genes ni genomas, por supuesto– pensaba que los cambios en las poblaciones siempre tardaban períodos muy largos y no unas pocas generaciones.
Lo curioso también está en que, según esta perspectiva (paralela a la medicina evolucionista), ciertas enfermedades o trastornos –“enfermedades de la civilización”– serían ni más ni menos que la consecuencia de la mala adaptación fisiológica y metabólica, un cambio drástico de ambiente y consumo desfasado del cambio genético. Ahí se esconde el interrogante, la pregunta que se hacen miles de personas que sudan y sudan diariamente: ¿por qué uno se puede pasar la vida a dieta y nunca adelgazar?
Sin resoluciones definitivas, los primeros atisbos de respuesta suponen que los nutrientes interactúan directamente con los genes de una manera particular. Mientras en ciertas personas algunos alimentos aceleran la edificación de un escudo protector frente a determinadas enfermedades, en otras pueden llegar a hacer justamente lo contrario. Todo descansaría en la configuración, en la variación, carga o dotación genética, como si se tratase de una mochila o lastre a arrastrar y aguantar.
Puede que su nacimiento haya sido más comercial que científico, y que en su tibio desarrollo haya tomado la velocidad reservada a las modas y las tendencias pasajeras, pero los nutrigenetistas saben que estos años son cruciales para hacer que su ciencia (y negocio) no sea pasajera.
“Hay que reconocer que somos genéticamente diferentes y que reaccionamos de manera diferente a los nutrientes, de ahí la idea de combinar genética con nutrición. Así obtendremos recomendaciones personalizadas y basadas en la ciencia”, indica el bioquímico español José Ordovás, director del Laboratorio de Nutrición y Genómica de la Universidad Tufts, Estados Unidos.
Los más auspiciosos hablan de una revolución nutricional, salto monumental en la salud o cambios cruciales en los hábitos de los consumidores que en lugar de deambular por los supermercados a la deriva, eligiendo azarosamente alimentos según el gusto de su paladar, fundamentarán sus compras en la dieta confeccionada por el nutrigenetista para él (o ella) nada más.
A diferencia de lo que ocurre en inteligencia artificial o en el espinoso campo de la clonación, es el Viejo Continente el que lleva ventaja en nutrigenómica. Antes que Estados Unidos, antes que Japón, la Comunidad Europea cuenta ya con una red bien armada de 22 centros de investigación que intercambian información del tema. Se llama NUGO (por European Nutrigenomics Organization, Organización Europea de Nutrigenómica, www.nugo.org) y cuenta con un colchón de 18 millones de euros para desarrollar productos y ahondar en los estudios nutrigenéticos.
Las primeras víctimas de la nutrigenómica son las dietas únicas, aquellas que desfilan mes a mes en revistas femeninas inflando las esperanzas primero para hacer crecer la decepción después, cuando ninguno de los “secretos mejores guardados” producen la metamorfosis física tan deseada.
Es cierto que hace un tiempo las dietas mágicas y clásicas (de la Luna, Mediterránea, del ajo, de la banana, la dieta Atkins, etc.) están siendo golpeadas por las “dietas del origen”, aquellas que con justa razón aducen que nuestros cuerpos están diseñados para la Edad de Piedra, y por ende deberíamos comer lo que se comía por entonces. La idea es que en los diez mil años que transcurrieron desde la invención de la agricultura, la selección natural tuvo casi nada de tiempo para producir las adaptaciones genéticas óptimas a partir del cambio de la dieta humana.
“Es la única dieta que se ajusta idealmente a nuestra composición genética. Hace 500 generaciones –y durante 2,5 millones de años antes de eso–, todos los humanos sobre la Tierra comían de esta manera. Es la dieta a la cual todos estamos idealmente adaptados, y el plan nutricional para toda la vida que normalizará tu peso y mejorará tu salud. Yo no creé esta dieta; lo hizo la naturaleza. Esta dieta ha sido incorporada a tus genes”, reza en la contratapa del popular libro The Paleo Diet (La dieta paleolítica) de Loren Cordain.
La lista de estos compendios de alimentos es casi inacabable. Está la Neanderthin (Neanderthin: Eat Like a Caveman to Achieve a Lean, Strong, Healthy Body de Ray Audette), la dieta de la evolución (The Evolution Diet: What and How We Were Designed to Eat de Joseph Stephen Breese Morse), la del hombre metabólico (Metabolic Man: Ten Thousand Years from Eden de Charles Heizer Wharton), y la diseñada para atletas (The Paleo Diet for Athletes: A Nutritional Formula for Peak Athletic Performance de Loren Cordain).
Todas confluyen en promover la ingesta de carne (optando por procesos simples o nulos de cocción), vegetales y frutas, y evitar lácteos, granos, papas, azúcar, leguminosas, aditivos químicos y otros alimentos que no existían en el menú del hombre de las cavernas.
El fuerte de la nutrigenómica está en que aúna los primeros estudios que llevan las investigaciones sobre el genoma humano del laboratorio al hogar. Desde acá nomás, en la Universidad Nacional de La Plata a la Universidad Rutgers en Estados Unidos se habla del tema y se abren cátedras para estudiar las relaciones entre la dieta, los genes y enfermedades tan tristemente populares como el cáncer.
Pero aunque el ritmo académico crece día a día y proliferan centros como el CGNA o Centro de Genómica Nutricional Agro-acuícola en Chile (www.cgna.cl), el Centre for Human Nutri-Genomics (www.nutrigenomics.nl) o el Ncmhd: Center of Excellence for Nutritional Genomics (nutrigenomics.ucdavis.edu), el avance nutrigenético es fuertemente privado.
Las compañías inundan el mercado con sus kits y sus slogans que auguran una dieta guiada por los genes, la dieta perfecta: la “dieta del ADN”. Una de las más llamativas es Sciona Inc. (www.sciona.com), de Boulder, Colorado, Estados Unidos, que nació en junio de 2000. A través de su kit “MyCellf” (www.mycellf.com), promete por 99 dólares la elaboración de una lista de alimentos perfecta acorde con los genes del solicitante y consejos personalizados sobre salud cardíaca y ósea. Sólo basta con poner un poco de saliva en un recipiente a partir de un hisopo y enviar el kit a los laboratorios para iniciar un análisis que se focaliza en 19 genes.
Otra empresa es la española Vitagenes (www.vitagenes.com), que bajo el slogan de “invierta en su vida, una sola vez, y mejore la funcionalidad de su ADN” elabora dietas y programas para combatir y frenar el envejecimiento y recomiendan determinadas “pautas de vida” relacionadas con la nutrición y el ejercicio. Tiene tres paquetes a 250 euros cada uno: “Wellness”, “Antiaging” y “Fitness”, que informan al paciente de cuáles son los alimentos más o menos recomendables de acuerdo con su contenido en carbohidratos, lípidos, antioxidantes, complejos vitamínicos o ácido fólico. “Se trata de una inversión para toda la vida: los genes no cambian”, asegura José Luis Mesa, uno de los fundadores de la empresa granadina.
Iniciadas las investigaciones de la nutrigenómica, se orientan ahora a la futura elaboración de biochips de ADN o tarjetas nutrigenéticas a partir de la cual se podrá establecer la dieta más adecuada para cada individuo –cada uno, un universo biológico de enorme complejidad– y así prevenir enfermedades.
“En un futuro no muy lejano, junto a la tarjeta de donante y la de la Seguridad Social llevaremos una acreditación genética con un chip que, al entrar en un restaurante o hacer una compra, nos informará sobre cuáles son los alimentos de la estantería o de la carta que nos convienen más para no engordar o evitar otras enfermedades (diabetes, disfunciones cardiovasculares o incluso cáncer)”, vaticinan en el ensayo El futuro de la nutrigenómica: del laboratorio al comedor los futurólogos del Instituto para el Futuro (www.iftf.org) de Palo Alto, Estados Unidos.
Aunque todo suene a promesa, hay un giro que se está percibiendo cada vez con más fuerza. Lentamente, los análisis genéticos dejan de ser asociados a la enfermedad para ser emparentados popularmente con la salud, el bienestar, la estética y el confort.
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