Sábado, 5 de mayo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Antes de que Martin Heidegger y Lewis Mumford hicieran de la técnica el centro de su pensar, un alemán fanático de Hegel y exiliado en el lejano oeste norteamericano extirpó por un rato la palabra tecnología de las fábricas inglesas y por primera vez reflexionó sobre ella como una fuerza casi autónoma generadora de cultura. Leído por Freud y Marshall MacLuhan, Ernst Kapp (1808-1896) llegó a ver a las máquinas y herramientas como prótesis de los órganos (del mismo modo que lo son una pierna ortopédica o una dentadura postiza) y a considerar a la tecnología como el instrumento para liberar al ser humano de sus más íntimas miserias.
Por Pablo Capanna
El western fue uno de los géneros populares más duraderos. Sus insospechadas proyecciones fueron de la novela y el cine hasta una ópera de Puccini y un ballet de Aaron Copland. Convertirlo en industria fue la hazaña de Hollywood, que logró exprimir hasta la náusea una fórmula tan estrictamente acotada. Al punto que, a esta altura de los tiempos, parecería que la única forma de darle vida es haciendo que ganen los indios o que los vaqueros se asuman como gays.
Ni siquiera el más joven de los lectores desconocerá los lugares comunes del western y su escenografía. Imaginemos, pues, un pueblo de Texas, entre Austin y San Antonio, a mediados del siglo XIX. La calle principal seguramente se llamará Main Street. Habrá una tienda de Hardware (que entonces era apenas la ferretería); un Banco, listo para ser asaltado por los Quantrill; la barbería y la oficina del Sheriff; el estacionamiento equino con sus palenques y bebederos, y el famoso Saloon, de coperas complacientes y previsibles tiroteos.
Entremos a la taberna, que para el caso no será el Saloon sino un sitio un poco más respetable. En una mesa del fondo, cerca de la ventana, observamos a un granjero barbudo que sorbe una cerveza, mientras espera que llegue la Wells Fargo. Parece estar enfrascado en la lectura. Hacemos un zoom y espiamos el libro que está leyendo. Está en alemán: ¿será una Biblia luterana? No. El farmer está leyendo nada más y nada menos que La fenomenología del espíritu de Hegel.
¿Qué hace un granjero alemán leyendo a Hegel en Texas? ¿Qué lugar le cabe a un filósofo idealista en un mundo gobernado por la ley del Colt?
La escena no es histórica, pero podría serlo, si consideramos quién era el colono-filósofo. Ernst Kapp (1808-1896) fue todo un personaje, a quien el sociólogo Herminio Martins, de Oxford, le dedicó un jugoso ensayo. No se privó de titularlo “Hegel, Texas”, haciéndole un guiño a Wim Wenders.
Bastante olvidado hasta tiempos recientes, Ernst Kapp pasó a la historia como el primer filósofo que se interesó por la tecnología en cuanto hacedora de cultura. Kapp fue un pionero a la hora de reflexionar sobre algo que estaba cambiando al mundo pero solía ser soslayado por los intelectuales de su tiempo.
La palabra “tecnología” ya había sido acuñada por otro alemán (Johan Beckmann) en 1777, pero sólo se la usaba en el mundo de la ingeniería y la industria. Fue recién después de Kapp que se comenzó a hablar de “la técnica”, que a veces se llegó a presentar como una fuerza casi autónoma. Fue un concepto que hizo correr mucha tinta en Europa.
Lo curioso es que la primera reflexión sobre la tecnología no nació en Liverpool o en Manchester, por donde pasaba entonces la revolución industrial. Ni siquiera en Londres, donde estaban Marx y Engels. Fue concebida en una colonia fronteriza, en las orillas de la civilización, por un europeo exiliado. Se la puede encontrar en Los fundamentos para una filosofía de la técnica, que Kapp pensó en Texas y publicó en Düsseldorf en 1877, cuando Alemania apenas estaba entrando en la etapa industrial.
Nacido en Baviera, Ernst Kapp era el menor de doce hermanos, uno de los cuales se hizo cargo de su crianza y educación. No era ingeniero (como juran algunos manuales) sino que se había doctorado en Historia con una tesis sobre el poder naval ateniense. Su primera obra fue un manual que seguía las huellas de Hegel y del geógrafo Carl Ritter para resaltar la influencia del medio físico sobre las culturas nacionales: una idea que llegaría hasta Sarmiento.
Cuando ya era profesor en el Gymnasium de Minden, Kapp se comprometió políticamente, en defensa de la democracia y el federalismo, que en la Prusia de entonces eran ideas francamente subversivas. Escribió un ensayo sobre el despotismo que le causó no pocos problemas. Al parecer, tras pasar unos días en la cárcel, decidió emigrar a Texas, donde lo siguieron su mujer y sus cinco hijos. Junto con otros compatriotas emigrados fundó en Sisterdale, condado de Kendall, una de esas colonias de alemanes cultos que en Texas eran llamados Lateiner, porque sabían latín.
Fue de este modo como el doctor Kapp se vio arrojado a la condición de colono en una tierra donde todo estaba por hacerse. Mientras sus colegas seguían discurriendo en las universidades europeas, Kapp tuvo que trabajar con sus propias manos para proveer a su familia de casa y comida. Pasados los cuarenta, se convirtió en granjero y logró, según decía, que los suyos vivieran “como los dioses”, sin depender de nadie. No sólo crió ganado; puso un taller de carpintería, levantó una casa y forjó sus propias herramientas. También fundó Badenthal, eso que hoy llamaríamos un “spa”, donde hacía tratamientos de hidroterapia (según las doctrinas de Raisse, a quien le había dedicado un libro antes de abandonar Alemania) con baños terapéuticos y sesiones de gimnasia. Entre otras cosas, se lo recuerda como el primer cartógrafo que dibujó un mapa de Texas.
Pero Kapp no había renunciado a la política. Presidió la Freier Verein (Sociedad de hombres libres) que en 1854 dio a conocer una avanzada declaración de principios, entre los cuales incluía la abolición de la esclavitud. Esta circunstancia volvió a traerle problemas cuando Texas se alineó con el Sur en la guerra de Secesión y Kapp se vio obligado a cerrar su diario alemán, el San Antonio Zeitung.
En 1867 volvió a Europa para visitar a sus parientes, pero su salud quedó resentida por los avatares de un penoso viaje marítimo y ya no pensó en volver a Texas. Retomó la docencia universitaria, llegó a ver publicada su obra principal y murió en 1896.
Cualquier manual nos dirá que el ojo es una cámara fotográfica. La pregunta filosófica es: ¿hay que pensar al ojo como una cámara o es más correcto decir que la cámara es análoga a un ojo?
Kapp había estudiado a Hegel, pero se diría que estaba más cerca del romanticismo de Schelling, con una visión de la naturaleza que hoy llamaríamos “holística”. Pero como buen hegeliano de izquierda, se inclinaba por el humanismo radical. En esos tiempos, Feuerbach proponía devolverle al hombre todos los atributos que Dios supuestamente le había quitado. Kapp también quiso darle un fundamento antropológico a la técnica, y propuso explicar la acción del hombre sobre la naturaleza no sólo como un producto de la mente, sino también como una prolongación del cuerpo.
Su hipótesis de la “proyección orgánica” ha pasado a la historia como “Teoría Prostética de la Tecnología”. Veía a las máquinas y herramientas como prótesis de los órganos, del mismo modo que lo son una pierna ortopédica o una dentadura postiza.
Franklin y Carlyle habían definido al hombre como “el animal que hace herramientas”. Kapp propuso relacionar las herramientas con la anatomía, mostrando cómo cada una de ellas era la proyección de algún órgano, o una prótesis que extendía su poder más allá de lo biológico. Gracias a la técnica, el hombre se hacía consciente de sus posibilidades, a medida que extendía su dominio sobre la naturaleza. La tecnología debía ser el instrumento para liberar al hombre de sus miserias, y debía servir especialmente a las clases menos favorecidas.
Kapp seguía al fisiólogo Carus y al filósofo von Hartmann, el primero que habló del “inconsciente”. No fue el primero (aunque el más radical) en pensar que las herramientas más simples derivaban de los órganos, especialmente de la mano, que ya Aristóteles había definido como “la herramienta de las herramientas”.
Del puño derivaban la maza y el martillo. De los dedos venían las pinzas, el peine y quizás hasta las tijeras. Del brazo, la lanza. Más tarde, Lewis Mumford quiso hacerles justicia a las técnicas femeninas, que según cabe imaginar nacieron de los cuidados maternos. Mumford rescató como aportes femeninos nada menos que de la agricultura, la ganadería, la alfarería y las artesanías del hilado y el tejido. Toda la revolución neolítica, diríamos.
Por cierto, Kapp llevaba tan lejos su hipótesis que acababa por diluirla en una metáfora más poética que científica. Si las herramientas podían derivarse de los órganos, las máquinas y las tecnologías tenían que ser proyecciones de los aparatos y sistemas corporales.
Si todavía no nos cuesta seguirlo cuando explica los lentes, telescopios y altavoces como extensiones del ojo y el oído, cuando llega a comparar a los huesos con puentes y grúas, los nervios con los cables, la red arterial con la red ferroviaria y al sistema nervioso con el telégrafo y el teléfono, diríamos que se extralimita un poco.
Coronando todo su edificio conceptual, imaginaba que el Estado también era una extensión del cuerpo, algo que ya había dicho Hobbes en el Leviatán, dos siglos antes. El lenguaje y la propia ciencia eran técnicas al servicio de la supremacía humana.
A pesar de todo, Kapp no llegaba a ser tan dogmático como podría creerse. No dejaba de reconocer que ciertas técnicas eran irreductibles a lo biológico y admitía que “la naturaleza jamás ha hecho una máquina de coser o una rueda”, que el vuelo del hombre es distinto al de los pájaros, y que el molino no muele de la misma manera que los dientes.
Pero si consideramos que, un siglo más tarde, los primeros robots industriales fueron diseñados imitando los movimientos de un obrero experto, se diría que Kapp no estaba tan errado cuando decía que “la máquina es la imagen fiel de lo viviente”.
La teoría prostética de Kapp tuvo una larga historia. Al comienzo fue impugnada por Max Eyth, el prestigioso ingeniero que el gobierno alemán había enviado a Egipto en misión “modernizadora”. Curiosamente, el ingeniero era mucho más idealista que el filósofo, porque sostenía que “la técnica es la forma física de la voluntad humana”. Lewis Mumford, que inició la otra gran corriente de la filosofía de la Técnica, también pensaba que el lenguaje, el simbolismo y el juego habían sido más decisivos que las herramientas para el proceso civilizatorio.
Luego, la “proyección orgánica” fue adoptada por los primeros teóricos marxistas, y hasta se la puede encontrar en Freud, que no dejaba de hablar del “aparato psíquico”. En El malestar en la cultura (1930) el padre del psicoanálisis era bastante más pesimista. Freud describía al hombre moderno como “un dios con prótesis”, que tras un aspecto imponente escondía una profunda infelicidad. Es que las prótesis –observaba– “no crecen de su cuerpo y no dejan de darle disgustos”. El contexto histórico en que escribía Freud era el ascenso de los totalitarismos, algo que le hacía sospechar que detrás de ese poderoso autómata que era el hombre civilizado seguía escondiéndose una bestia de presa.
En los locos años sesenta, la herencia de Kapp volvió a ser apropiada, esta vez por Marshall MacLuhan, que si bien jamás lo citó, hizo un uso abusivo de la “proyección orgánica”. El libro que hizo famoso a MacLuhan y lo convirtió en el profesor mejor pagado de la historia se llamó Comprendiendo a los medios: las extensiones del hombre (1964). El canadiense no sólo convertía al libro, la radio o la TV en prótesis del hombre; llegaba al extremo de afirmar que el lenguaje es una tecnología o (algo más extraño aún) que la electricidad es información.
Pero todo eso se acabó con Michel Foucault, que en 1966 promulgó la “muerte del hombre”. Como de Dios ya se había encargado Nietzsche, no quedaba otra que disolver la Humanidad en una categoría filosófica con apenas dos siglos de vida, que pronto se borraría, poéticamente, como un rostro dibujado en la playa. THE END.
Por supuesto, a pesar de un anuncio tan radical, no sabemos que Foucault renunciara a sus derechos humanos, ni tampoco que dejara de cobrar sus derechos de autor, a pesar de que Barthes había anunciado la muerte del autor. En su tiempo, Berkeley también esquivaba los carros, a pesar de que sostenía que la materia era algo ilusorio.
Un turista delirante me aseguró que en un pueblo fantasma del Lejano Oeste tropezó con unos carteles que decían:
WANTED
ALIVE OR DEAD
MICHEL (a) “Panóptico”
REWARD
Seguro que por ahí anduvo la sombra de Ernst Kapp.
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