NOTA DE TAPA
› Por Federico Kukso
Como todo el mundo sabe, cuando se abolió la esclavitud (Inglaterra lo hizo en 1833, Francia y Holanda en 1848, la Argentina en 1853, Estados Unidos en 1868 y Mauritania recién en 1980), en realidad la esclavitud siguió existiendo. Ni constituciones ni actas ni gestos de buena voluntad como el dictado de la libertad de vientres evaporaron para siempre esta práctica consustancial a la historia de la humanidad que llegó a convertirse en el pilar básico de estructuras económicas, un modo de producción –tan capitalista– resultante de la conquista y la guerra. Egipto, Grecia y Roma no hubieran sido lo que fueron sin sus millones de esclavos arrastrados de los extremos más vapuleados del mundo antiguo. Y, desde ya, pirámides, coliseos y anfiteatros majestuosos nunca hubieran llegado a adornar las actuales postales, simplemente porque, sin esclavos, megaconstrucciones como éstas nunca hubieran abandonado la cabeza de los arquitectos que soñaron con volcar en piedra y mármol el espíritu agigantado de un reino, un imperio o una república.
Así como ocurrió con la corrupción, el ímpetu discriminatorio, el afán de conquistar y saquear lo ajeno y otras bajezas tan inherentes al ser humano como sus 46 cromosomas, la esclavitud mutó. Pero no tanto: esclavos sigue habiendo. Los hay camuflados y los hay también de un nuevo tipo, hasta ahora abiertamente aceptado y sin que nadie alce la voz en su contra. No serán humanos (y tal vez nunca lo sean, hasta que no se replantee de una vez por todas qué se entiende por ser humano), pero a los robots se los puede ir considerando cómodamente los nuevos esclavos de la época posmoderna o como quiera llamarse a esta era –genética, nanotecnológica, robótica– en la que Internet altera a diario la percepción, los tiempos y los espacios, donde los viajes espaciales sorprenden fugazmente para luego sepultarse en los suplementos de los diarios y en la que ideas vertebrales como cuerpo, identidad y pertenencia se sacuden al viento sin mucha objeción o rechazo. No basta con que desempeñen las tareas de un esclavo. Su condena se reactualiza y reafirma desde su propio nombre (del checo “robota”: “trabajo aburrido o pesado”) asignado en 1921 por el dramaturgo Karel Capek para su obra teatral R.U.R. Rossum’s Universal Robots.
Los robots, curiosamente, conjugan el asombro efímero con el tedio propio de “siempre lo mismo”. De hecho, no pasa un día en el que desde Japón no se orqueste algún que otro anuncio grandilocuente de una nueva máquina o de un ser artificial –“el mejor”, “el más novedoso y avanzado”– capaz de hipnotizar a los presentes, atraer miradas (con sus correspondientes clicks en la web) y despertar antojos esclavizadores. La lista es interminable. Ya hay un robot bailarín (llamado “Miuro”), un deportista (“Sarcoman”), un robot-medicamento (“Pillcam”), tenista (“Swing Shot”), equilibrista (“nBot”), patinador (“Plen”), catador (“Vinobot”), recepcionista (“Actroid DER2”), mascota (“Aibo”), un robot que asiste a los ancianos (“Paro”) y más, muchos más.
Pareciera que la construcción permanente de nuevos artefactos fuera guiada por una aspiración bien enraizada en la psique humana: la de crear –con toda la carga poiética y religiosa que acarrea este verbo– algo, un “eso” que haga las labores más pesadas sin quejarse y más importante aún, sin generar cargo de conciencia en el que descansa panchamente.
Como fantasía salvadora, el robot –un neoGolem lleno de apetitos y curiosidad– encajaba perfectamente en un mundo mecanicista (el del cuerpo-máquina y del universo-reloj, manipulable, eficaz, perfecto) que devenía informacional al entronizar como reina a la computadora y como rey al genoma (el “código” o “mapa” que se decodifica o descifra). Pero algo cambió. Y ocurrió el 11 de mayo de 1997: tras seis partidos desesperantes, Deep Blue –una supercomputadora, un racimo de silicio hecho de cables, luces y chips– venció al ajedrez al campeón del mundo por entonces vigente, el ruso Garry Kasparov, un revoltijo carbónico de genes, células, músculos y huesos. Si bien desde entonces se recuerda la fecha como el fin de la hegemonía del ser humano sobre la máquina en este “juego-ciencia” y la victoria del poder del cálculo sobre el poder de deducción-intuición, también se la evoca como el momento exacto de un despertar: desde entonces a las máquinas (antes tildadas de “bobas” y “toscas”) se las mira con otros ojos. Se las contempla, pues, con respeto y con una buena cuota de miedo.
Aunque todavía no hay un número redondo y cerrado, según la Comisión Económica para Europa de las Naciones Unidas a fines de 2003 se encontraban activos unos 607 mil “ayudantes domésticos automáticos”. De esa cifra, 570 mil eran robots cortadores de pasto y 37 mil, aspiradoras robot. La industria automotriz es la que usa más mecanismos automáticos, con un robot por cada 10 trabajadores. El informe –llamado “World Robotics Survey” (o Encuesta Robótica Mundial)– también augura que para fines de este año estarán en uso unos cuatro millones de robots domésticos (un rubro que aumentó más del 200%) y que los números de robots de entretenimiento (como el “Rsmedia”, un juguete robot que siguió al “Robosapien” y al “Roboraptor”) seguirán creciendo, superando las 692 mil actuales unidades.
De a poco la “nación Robot” se va ensamblando. Y lo hace con una heterogeneidad sorprendente. A grandes rasgos, la parafernalia robótica se puede dividir en androides (robots con forma humana que imitan el comportamiento humano, como el azulado y casi pitufesco “Tron X” o Asimo de Honda, el verdadero embajador robótico), los zoomórficos (que imitan a insectos y animales, como “BigDog”, el robot cuadrúpedo más avanzado de la Tierra), los móviles (como los gemelos marcianos Spirit y Opportunity) y los más extraños, los polimórficos, que sin copiar a ningún ser vivo rearman sus extremidades según el terreno (el ejemplo más cabal de esto es el “Trotamundos” de la NASA, un robot tetraédrico, diseñado para explorar planetas y lunas y que cambia de forma). Los une, aun así, un mismo rasgo y fin existencial: deben sí o sí ser útiles (fuertes, veloces, resistentes, brillantes).
Pero los que se llevan todos los aplausos (y los espasmos de asombro) son los denominados “robots sociales”, aquellos destinados a interactuar con su interlocutor humano y que sorprenden por su piel sintética y sus ojos inquietos. Está la casi viva, “ReplieeQ2”, que imita la respiración y la voz humana y fue creada por un personaje descollante en la robótica, Hiroshi Ishiguro, del Laboratorio de Robótica de la Universidad de Osaka (Japón). Está el expresivo “Kismet” (parecido al robot de la película Cortocircuito, que puede demostrar alegría, tristeza, sorpresa, disgusto, calma o enfado) y un bizarro androide albino japonés llamado “CB2” que tiene la habilidad física de un niño de 2 años de edad y unos 200 sensores táctiles distribuidos por su cuerpo. Y finalmente (entre los cientos que hay, claro está), el androide “Jules”, un robot “conversacional” creado por el ex Disney David Hanson y que califica como el ser artificial que de momento más se asemeja a un ser humano gracias a un material de textura epidérmica llamada Frubber (sólo con tipear “Jules” y “Hanson robotics” en Youtube.com o ingresando a www.hansonro botics.com se puede acceder a sus increíbles videos donde se lo muestra exultante y charlando cómodamente).
Lo que se dice en robótica es que se está casi a punto de atravesar un período de transición que el ingeniero japonés Masahiro Mori bautizó en 1970 como “the uncanny valley” (el valle de lo extraño, de la desazón, la sorpresa o la inquietud). A grandes rasgos, este principio se aplica a un momento en el que todavía hasta los más perfectos robots generan en el ser humano una respuesta emocional repulsiva, o sea, continúan siendo considerados extraños, fríos, mecánicos provocando una sensación de alarma y rechazo (como la provocada por personajes ficticios como los zombies).
“Estamos presenciando algo que podríamos llamar ‘la fuga’ de los robots. Hasta ahora, la presencia de los robots se limitaba a las fábricas, la industria y los laboratorios. Pero durante los próximos diez años, los robots se desmarcarán cada vez más de estos entornos y empezarán a desempeñar papeles más importantes en nuestra sociedad, tanto en aplicaciones industriales, como militares y también, sobre todo, en aplicaciones domésticas y de ocio”, advierte el ingeniero inglés Dylan Evans del Centro de Biomimética y Tecnología Natural de la Universidad de Bath. “Si queremos que los robots posean tanta capacidad de adaptación e inteligencia como los humanos, tal vez deberemos darles emociones artificiales. Si la evolución ha favorecido el desarrollo de las emociones en los humanos y el resto de animales, lo ha hecho por un motivo, y tal vez los ingenieros debamos hacer lo mismo con los robots.”
La fuga, sin embargo, en algunos comenzó a provocar una comezón que roza el pavor. Entre los que ya se preocupan están el gurú informático Billy Joy, cofundador de Sun Microsystems (quien proclama: “el futuro no nos necesita”) y Marshal Brain, editor del pragmático (y recomendable) sitio www.howstuffworks.com que en una serie de ensayos titulados “Robotic Nation” expone su teoría casi apocalíptica según la cual para 2055 la mitad de puestos de trabajos del mundo estarán en manos de robots. Para arribar a esa conclusión, su explicación hace pie en la velocidad de los avances tecnológicos y la hipercitada Ley de Moore (según la cual el poder de cómputo se duplica cada 18 o 24 meses). “Cuando un robot necesite reparación, otro robot lo colocará sobre una plataforma de carga. Un elevador de carga robótico llevará la plataforma hasta un camión. El camión lo conducirá hasta un taller de reparaciones. El taller reparará el robot con sistemas altamente automatizados que no requerirán intervención o supervisión por parte de personas. Los seres humanos no van a reparar los robots, ellos lo harán solos”, profetiza. Y entonces, el ser humano será obsoleto.
El futuro que Brain pronostica quizá sea un poco oscuro, pero su análisis acierta en un punto: la velocidad resultante de la sinergia entre nanotecnología, robótica y computación es tal que lo mejor será ir preparándose (Brain aconseja ver lo que ocurrió con Internet, que en sólo 15 años cambió la faz del planeta). En Corea y Japón, epicentros de la revolución en ciernes y donde presumen que para 2018 los robots sustituirán a los cirujanos en operaciones rutinarias que no requieran una gran especialización, la tienen bien clara. Incluso ya abrieron el paraguas y se aprestan a promulgar las primeras leyes robóticas (sí, igual que en Yo, robot de Asimov) en las que se encuadrarán los principios que regularán en el futuro la relación entre los hombres y sus contrapartes robóticos. “El gobierno establecerá una serie de principios éticos relativos al papel y a las funciones que desempeñan en la actualidad los robots, teniendo en cuenta que en el futuro irán adquiriendo tareas que impliquen una inteligencia mayor”, explicó el ministro coreano de Comercio, Industria y Energía. Ni lentos ni perezosos, en Europa les siguen los pasos y la Red Europea de Investigación Robótica (Euron) ya organizó un comité de científicos y académicos para que se pongan de acuerdo alrededor de un “código de ética” robótico cuyo primer borrador lo dice prácticamente todo: “En el siglo XXI los humanos tendrán que convivir con la primera inteligencia artificial extraterrestre en la historia de la humanidad: los robots. Será un encuentro que provocará problemas de tipo ético, social y económico”.
La evolución robótica está en marcha. Si las máquinas alguna vez despiertan (o lo que es lo mismo: si desarrollan conciencia de sí), la convivencia impondrá un desafío de identidad. Y el ego humano se verá otra vez golpeado. Habrá que acostumbrarse: al fin y al cabo, ellos ya están entre nosotros.
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