TOXICOLOGIA: EL MERCURIO, DE ALIADO A ENEMIGO DE LA SALUD
› Por Enrique Garabetyan
Desde hace milenios el mercurio acompaña el derrotero humano. Bajo el sinónimo de azogue o plata líquida, ya era bien conocido por muchos pueblos antiguos. Siglos más tarde sería adorado por los alquimistas, que lo ubicaban como una de las materias primas necesarias para llegar al deseado oro. Y siempre ocupó un destacado lugar en el botiquín médico de todas las épocas, pese a que su función específica como fármaco fue variando de receta en receta y de década en década. Así, sus derivados supieron ser antisépticos, laxantes, antidepresivos, antiparasitarios, fungicidas y conservantes. Y hasta era la pasta-base del remedio preferido contra la sífilis en la Europa del siglo XVIII.
Sin embargo hoy, en los albores del XXI, su suerte está variando drásticamente: es que tras casi tres mil años de prestar servicio con variados fines y disímiles resultados el grito de la hora pide que el mercurio sea pasado a retiro definitivo y alejado de todo consultorio, incluyendo al del dentista. Y cuanto antes mejor.
Es difícil saber cuál fue la primera cultura antigua que recurrió al mercurio como medicina. Hay indicios de que ya era aprovechado en China, India y en Egipto, al menos unos 1500 años antes de Cristo. Y en diversas culturas –incluyendo la tibetana– se creía firmemente que cierto consumo cotidiano de mercurio intervenía en aspectos médicos muy específicos –como acelerar el soldado de un hueso fracturado o estimular una sólida dentadura– e incluso muy generales, como prolongar la vida y contribuir a mantener un estado saludable.
En la farmacopea occidental también era un elemento buscado e intensamente aprovechado: en Grecia se lo utilizaba en la composición de diferentes ungüentos y los romanos lo preferían como ingrediente central para muchos cosméticos.
En los últimos 150 años, el mercurio encontró otro empleo consistente: ser constituyente central del material dental usado por los odontólogos para rellenar el espacio dejado por la caries. Y, por supuesto, la controversia sobre si las amalgamas constituyen, o no, una amenaza para la salud del dueño de la caries también tiene muchas décadas. Aunque la enorme mayoría de los dentistas sigue pronunciándose por usarla, como bien lo prueba la boca de cientos de millones de personas en todo el mundo.
Desde el Renacimiento y hasta la llegada de los antibióticos –descubiertos de casualidad por Alexander Fleming en la pasada década del ‘30– el mercurio era un ingrediente frecuente, aunque poco eficaz, de variados tratamientos contra la sífilis. Y llegó a ser tan usado que, durante el siglo XVIII, hasta dio pie a un repetido refrán que apelaba a un simpático juego de dioses: “Una noche en brazos de Venus lleva a una vida en Mercurio”.
No es la única cita literaria originada por el plateado metal líquido. Lewis Carroll, autor de Alicia en el País de las Maravillas, popularizó un personaje llamado “Hatter” (El sombrerero), que tenía características de loco. Su inspiración es pasto de conjeturas pero el hecho es que, en aquel tiempo, el nitrato de Hg (mercurio) era usado para trabajar el cuero en la manufactura de sombreros. Y los trabajadores de esta ala industrial resultaban intoxicados crónicos y muchos exhibían severos síntomas neurológicos causados por la exposición al mercurio. De allí salió otra frase de uso común: “mad as a hatter” (loco como un sombrerero).
Sin embargo, pese a estas evidencias, su situación toxicológica y sus usos indiscriminados comenzaron a ser públicamente cuestionados recién a principios de los ’60, tras las intoxicaciones masivas registradas en la bahía de Minamata, Japón. Allí funcionaba una factoría química que arrojaba sus desechos, con restos de metilmercurio (sin tratamiento alguno, por supuesto) a las aguas cercanas. Así se acumularon enormes concentraciones de este elemento en los tejidos de los peces que, merced a los pescadores, pronto pasaba a la cadena de la alimentación humana. Tras 12 años de serios y masivos problemas de salud pública, y de las usuales desmentidas empresarias, el gobierno japonés terminó reconociendo la culpa de Chisso Corporation, la compañía productora.
En el año 2001 un informe oficial recontó 2265 víctimas, de las cuales 1784 habían muerto y más de 10.000 familias recibieron indemnizaciones monetarias por aquella intoxicación. Y una nueva patología agregaba su nombre propio a la larga lista de la toxicología: la enfermedad de Chi-sso-Minamata.
Un detalle local interesante es que otra afección relacionada con el exceso y la hipersensibilidad a este elemento es la acrodinia, sintomatología que se genera por exposición a compuestos derivados y suele presentarse en chicos y jóvenes. Lo curioso es que uno de los estudiosos de esta afección fue el pediatra Juan Garrahan, cuyo nombre lleva hoy el Hospital de Niños de Buenos Aires.
1714 es, posiblemente, una fecha que no resuene en la memoria de nadie. Sin embargo es significativa, al menos en la simbología galena. Es el año en el que el físico alemán Daniel Fahrenheit creó un termómetro, el primero basado en mercurio, y, como es fácil imaginar, le pintó la escala de temperatura que hoy lleva su nombre: los grados Fahrenheit.
Sin embargo, recién hacia 1860 su uso médico se volvió habitual. Es que los primeros modelos tenían más de 25 centímetros de largo y necesitaban de unos buenos 5 minutos para poder indicar la temperatura con certeza. Gracias a innovaciones de otros médicos creativos como Clifford Allbutt y Karl Wunderlich, se volvió una herramienta popular. Allbutt diseñó una versión de bolsillo, de 12 centímetros, y Wunderlich afirmaba –incorrectamente, por supuesto– que cada enfermedad tenía asociado un patrón de fiebre característico que podía identificarla.
Hoy este bastión icónico está en vías de desaparición. Una alianza de ONG (como Salud Sin Daño) y de médicos y enfermeros con conciencia ecológica, se están sumando a una sólida campaña de concientización global sobre los riesgos de contaminación provocados por accidentes con mercurio.
Estos grupos ya han logrado que un número importante de hospitales en el mundo –incluyendo alrededor de una docena de Argentina– decidan abandonar esta vieja tecnología para elegir termómetros electrónicos, que no recurren al precioso metal líquido como materia prima para medir la temperatura corporal.
Sin embargo, aunque en nombre de su toxicidad los termómetros terminen juntando polvo para siempre en el arcón de los viejos remedios, otra forma de mercurio seguirá estando íntimamente ligada a la medicina.
Ocurre que el símbolo de la profesión es el caduceo, una vara alegórica, coronada por dos alas y dos serpientes entrelazadas. En la mitología romana el símbolo estaba asociado con el dios Mercurio. Y, además, también era un caduceo la vara de Asclepio, el dios griego de la medicina. En otras palabras, aunque no se lo esgrima, la representación del mercurio seguirá siendo emblema de la profesión médica.
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