Sábado, 23 de junio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Robert B. Laughlin
Un buen consejo para tener una vida feliz es no exagerar con las nuevas eras. Tengo edad suficiente para recordar varias. Por ejemplo, la Era de Acuario, que de hecho había terminado hacía rato cuando los astrólogos afirmaron que estaba comenzando: el 23 de enero de 1997, a las 17.35 hora de Greenwich. La prometedora llegada de una nueva era es un rasgo común en las sociedades modernas, y en parte eso se debe a que la mayoría de los seres humanos somos optimistas y creemos que el futuro será mejor que el presente. Por eso, somos un blanco fácil para los discursos de los inescrupulosos de siempre. La Era de Acuario, por caso, no trajo consigo la sabiduría, la paz y el amor como esperábamos, sino un conjunto de angustias laborales y complicaciones familiares sazonadas con enfermedades como el sida, trabajos denigrantes para grandes corporaciones, la nada de Beckett y la guerra biológica. Como las casas y los autos nuevos una vez que se desgastan y devalúan un poco, las nuevas eras empiezan a parecer sospechosamente similares a aquellas a las cuales vinieron a reemplazar.
El atractivo de las nuevas eras es como el impulso que nos mueve a buscar la verdad absoluta, actividad a la que todos nos dedicamos de cuando en cuando. Por ejemplo, en este mismo instante cedí a la tentación y me puse a buscar la expresión en Internet. Además de las menciones en los típicos sitios web católicos, encontré referencias a la verdad absoluta y el Nirvana, la verdad absoluta y los nazis en América del Sur, la verdad absoluta y los seres del espacio exterior, la verdad absoluta y el Corán, la verdad absoluta sobre Cary Grant, la revista online de la verdad absoluta, la verdad absoluta y las bandas de rock rusas, la verdad absoluta y los videos porno, y la verdad absoluta del universo deshumanizado del utilitarismo capitalista. La mejor sátira de esta búsqueda es la Guía del viajero intergaláctico, de Douglas Adams, en la que una computadora llamada Pensamiento Profundo anuncia que ha encontrado la respuesta a la gran pregunta de la vida, el universo y todo después de más de siete millones de años de trabajo. La respuesta, según Pensamiento Profundo, es cuarenta y dos. Cuando los científicos se reúnen en respuesta a semejante anuncio, advierten que, si bien la respuesta es inequívoca, la pregunta no está del todo clara, de modo que solicitan a Pensamiento Profundo que construya una computadora aún más grande, Tierra, para formular el interrogante. Se procede a la construcción de Tierra, que piensa en el asunto durante tres mil millones de años. Lamentablemente, cinco minutos antes de anunciar la solución, la computadora es destruida por los Vogones.
Es fácil satirizar el concepto de verdad absoluta porque nos resulta central y, al mismo tiempo, bastante inútil en la práctica. Las personas obsesionadas con la verdad absoluta son personas que prefieren no tener nada que ver con el dinero, arquetipo presentado con mucha eficacia en Cándido. El significado mismo de la expresión se confunde. A veces, se refiere a un precepto moral, como una especie de Regla de Oro que se aplica cuando fallan las reglas pragmáticas del sentido común y por lo tanto define la esencia moral de las personas. En ese sentido, el concepto es útil, pero se enfrenta a la crítica de que, como es un programa que está en la mente de los individuos, depende de las verdades últimas de la física y la química.
Otras veces, significa algo que ocurre con frecuencia y tiene algún significado, como que haya lugares para estacionar sólo cuando uno no los necesita. Y en otros casos, denota las leyes profundas de la naturaleza de las que fluye todo lo demás. Confundir esas leyes con reglas para vivir da lugar a respuestas absurdas como la de “cuarenta y dos” que mencioné más arriba. Por ende, está en nuestra naturaleza orientarnos en la vida cotidiana recurriendo a la verdad absoluta y, al mismo tiempo, tener interpretaciones confusas y contradictorias de ese concepto.
Una de las contribuciones más interesantes de la ciencia al pensamiento es el descubrimiento de que en los niveles primitivos de la naturaleza ocurre algo parecido. Podría decirse que es razonable que sea así, o podríamos dar un paso más y probar que es así, dada la simplicidad de ciertos sistemas. Si bien es difícil descartar categóricamente la intervención divina, sabemos que en estos niveles no es necesario recurrir a ella, pues todas las conductas milagrosas que se observan pueden explicarse en términos de fenómenos de organización que se derivan de leyes subyacentes. También sabemos que, aunque las leyes simples y absolutas –las de la hidrodinámica, por ejemplo– pueden depender de leyes más profundas, al mismo tiempo son independientes de éstas, en el sentido de que seguirían siendo verdaderas incluso si cambiaran esas leyes de las que derivan.
Pensar en estas cuestiones nos lleva a preguntarnos cuál es la ley última, si los detalles de los que surge todo lo demás o las leyes trascendentes y emergentes que se generan a partir de ellos. La pregunta es semántica y, por lo tanto, no hay una única respuesta correcta, pero es una versión más primitiva del dilema moral que surge de subordinar las leyes de la vida a las de la física y la química. Muestra en forma alegórica que se puede manejar unas sin saber nada de las otras, y la barrera epistemológica no es mística sino física.
El conflicto entre estas dos concepciones de la verdad última –las leyes de las partes o las leyes del conjunto– es muy antiguo y no puede resolverse con una reflexión de cinco minutos o una conversación informal. Podría decirse que representa la tensión entre dos polos de pensamiento que guía nuestra forma de entender el mundo como la tensión entre tónica y dominante guía la sonata clásica. En una época histórica puede prevalecer uno de los polos, pero su predominio es sólo temporario, pues la esencia del asunto es el conflicto en sí mismo.
Aunque esta cuestión de las eras no me convence demasiado, es posible afirmar que la ciencia ha pasado de la Era del Reduccionismo a la Era del Emergentismo, es decir, una época en la que la búsqueda de las causas últimas de los fenómenos se ha desplazado del comportamiento de las partes al comportamiento del conjunto. Es difícil ubicar el momento exacto en que se produjo el cambio, pues se trata de una transición gradual y algo oculta tras la persistencia de ciertos mitos, pero no hay duda de que el paradigma dominante hoy es el organizativo. Por eso es que a los estudiantes de ingeniería eléctrica ya no se les pide que aprendan las leyes de la electricidad, que son muy elegantes e iluminadoras, pero absolutamente inatinentes para la programación informática. También es por eso que podemos leer artículos sobre células madre en los periódicos, y las funciones enzimáticas están confinadas a aparecer en letra chica en los envases de jabón. Y también es ésa la razón por la que no se filman películas sobre la vida de Marie Curie o de Ernest Rutherford y sí se producen éxitos de taquilla como Jurassic Park o Twister. A los protagonistas de este tipo de películas no les importan las causas que operan a nivel microscópico sino los fenómenos de organización caprichosos y arbitrarios que van a buscarlos directamente a ellos.
Por irónico que parezca, el ocaso del reduccionismo encuentra su origen en el éxito mismo del paradigma. Con el tiempo, los estudios cuantitativos minuciosos de las partículas microscópicas revelaron que, al menos en el nivel primitivo, los principios de organización colectiva no son sólo un aspecto curioso sino que constituyen el todo: la verdadera fuente de las leyes de la física, incluidas las fundamentales que conocemos. La precisión que hemos logrado en las mediciones nos permite decir con seguridad que la búsqueda de una única verdad última ha llegado a su fin y, al mismo tiempo, ha fracasado, pues la naturaleza se nos revela ahora como una enorme torre de verdades, cada una de las cuales se deriva de una anterior y la trasciende a medida que va aumentando la escala de las mediciones. Como Colón o Marco Polo, salimos a explorar un territorio y descubrimos un nuevo mundo.
La transición hacia la Edad de la Emergencia da por tierra con el mito del poder absoluto de la matemática. Por desgracia, ese mito está todavía muy arraigado en nuestra cultura y esto puede comprobarse todos los días leyendo el periódico o publicaciones de divulgación en los que se alienta la búsqueda de verdades absolutas como la única actividad científica válida, a pesar de la evidencia empírica abrumadora que permite concluir que sucede exactamente lo contrario.
El mito del reduccionismo puede refutarse demostrando que las reglas son correctas y luego pidiendo a personas muy inteligentes que hagan predicciones a partir de ellas. La imposibilidad que tendrán de hacerlo es similar a las dificultades con que se encuentra el Mago de Oz para ayudar a Dorothy a regresar a Kansas. En principio, puede hacerlo, pero tiene que resolver algunos pequeños detalles molestos. Mientras tanto, hay que contentarse con testimonios vacíos y llamados a no prestar atención al hombre que está detrás de la cortina. El verdadero problema es que Oz y Kansas son dos universos diferentes, e ir de uno a otro no tiene sentido. El mito de que el comportamiento del conjunto se sigue de la ley es, en realidad, exactamente al revés: la ley se sigue del comportamiento colectivo, y los fenómenos que surgen de allí, como la lógica y la matemática, también. La mente humana puede anticiparse y dominar lo que sucede en el mundo físico no porque seamos genios sino porque la naturaleza facilita nuestro conocimiento de ella organizándose y generando leyes para esa organización.
Una diferencia importante entre esta época y la inmediatamente anterior es que hoy somos conscientes de que existen leyes buenas y leyes malas. Las leyes buenas –las que gobiernan la rigidez o la hidrodinámica cuántica, por ejemplo– crean un poder de predicción matemática mediante la protección, es decir, la insensibilidad de ciertas cantidades medidas a las imperfecciones de la muestra o los errores computacionales. Si viviéramos en un mundo feliz gobernado sólo por leyes buenas, sería cierto que la matemática siempre permite hacer predicciones correctas, y para el dominio de la naturaleza sólo se requeriría contar con máquinas con la capacidad suficiente.
En ese caso, la protección subsanaría cualquier error. En el mundo en que vivimos, sin embargo, abundan las leyes oscuras que destruyen las predicciones exacerbando los errores y volviendo las cantidades medidas terriblemente sensibles a factores externos que no pueden controlarse. En la Era del Emergentismo, es fundamental estar alerta para detectar esas leyes y deshacerse de ellas, pues pueden hacernos caer en trampas mortales. Una de esas trampas consiste en cruzar, sin darse cuenta, la barrera de la relevancia y generar varios razonamientos lógicos que comiencen con las mismas premisas pero lleven a conclusiones muy distintas. Cuando eso ocurre, el debate se politiza, en tanto se generan “explicaciones” alternativas para los fenómenos que no pueden distinguirse por la vía experimental. Otra trampa es la caza del pavo embustero, esa ley que es en realidad un espejismo, que nunca está del todo clara pero nos hace creer que estamos a punto de alcanzarla y, entonces, por más que mejoremos mucho la tecnología que utilizamos para hacer mediciones, nunca logramos capturarla. Las ambigüedades generadas por las leyes oscuras también conducen al fraude, pues permiten definir algunos fenómenos como cuantitativos y científicos cuando éstos son tan sensibles al capricho del observador que en verdad no son sino opiniones.
En Grecia, el panteón se configuró mediante una serie de negociaciones políticas: cuando una tribu o grupo derrotaba a otros en una guerra, ejercía su autoridad subordinando los dioses de los pueblos derrotados a los propios, pues borrarlos era una tarea demasiado complicada. Los mitos griegos, por tanto, son alegorías de sucesos históricos reales que se produjeron en los albores de la civilización del Egeo. Si bien en ese caso el “experimento” era la guerra y la “verdad” que revelaba, la realidad política, los elementos psicológicos de la invención de leyes mitológicas son los mismos que los que utilizamos hoy en día para las leyes físicas. Podríamos pensar que ambas son producto de una conducta humana patológica.
Yo prefiero creer, en cambio, que la política y las sociedades humanas surgen de la naturaleza y constituyen versiones más elaboradas de fenómenos físicos primitivos. Para decirlo de otro modo, la política es una forma alegórica de la naturaleza, y no al revés. Sin embargo, en cualquiera de los dos sentidos, la similitud nos recuerda que, una vez que la ciencia adquiere una dimensión política, se torna indistinguible de la religión oficial. En un sistema en el que la verdad es producto del consenso, es esperable que, por una cuestión de conveniencia, se incluyan en el panteón dioses falsos de vez en cuando y la cosmogonía adquiera un cierto carácter ficcional, tal como ocurría en la antigua Grecia, y por los mismos motivos.
Los mitos griegos de la creación pueden verse como sátiras de algunas cuestiones de la vida moderna, en especial de las teorías cosmológicas. Las cosas que explotan, como la dinamita o el Big Bang, son inestables. Las teorías según las cuales el mundo se originó con una explosión (los picosegundos del Big Bang) cruzan la barrera de la relevancia y son no falsables por naturaleza, más allá de la “evidencia” que se menciona una y otra vez en la bibliografía, como la abundancia isotópica en la superficie de las estrellas y la anisotropía de la radiación cósmica de fondo. También podríamos inferir las propiedades de los átomos de los daños causados por un huracán. Detrás del Big Bang hay conceptos que son de verdad infalsables, como los pequeños universos en ciernes con distintas propiedades que debieron gestarse antes de la era inflacionaria pero que hoy son básicamente indetectables pues se encuentran más allá del horizonte de luz. Y además está el principio antrópico, según el cual el universo que vemos tiene las propiedades que tiene porque el hombre vive en él. Es divertido pensar en lo que podría haber escrito Voltaire con este tipo de ideas. En la película Contacto, la heroína interpretada por Jodie Foster sugiere en un momento que Dios podría haber sido creado por los seres humanos para aliviar sus sentimientos de soledad y vulnerabilidad en un universo tan vasto. Habría estado más cerca de acertar si se hubiese referido a las teorías infalsables sobre el origen del universo. La dinámica política de esas teorías y la de las teorías de los antiguos griegos es exactamente la misma.
La naturaleza política de las teorías cosmológicas explica cómo pudieron ensamblarse tan bien con la teoría de cuerdas, un cuerpo de conceptos matemáticos con el que, de hecho, tienen muy poco en común. La teoría de cuerdas es el estudio de una clase imaginaria de materia proveniente de objetos extendidos, las cuerdas, en lugar de partículas puntuales, como las de todas las clases de materia conocida (incluida la materia nuclear caliente), según se ha demostrado experimentalmente. La teoría de cuerdas es divertida como ejercicio del pensamiento porque muchas de las relaciones internas que establece son sorprendentemente simples y bellas. Sin embargo, carece de toda utilidad, excepto la de mantener vivo el mito de la teoría última. No hay evidencia experimental de que existan las cuerdas en la naturaleza, ni la matemática especial de la teoría permite calcular o predecir con más facilidad el comportamiento experimental.
En realidad, la teoría de cuerdas es un ejemplo clásico de caza del pavo embustero: un hermoso cuerpo de ideas que estarán siempre fuera del alcance de la mano. En lugar de alentar la esperanza de un futuro mejor como producto del desarrollo tecnológico, es la consecuencia trágica de un sistema de creencias obsoleto, en el que no hay lugar para la emergencia y no existen las leyes oscuras.
La transición a la Edad de la Emergencia también está caracterizada por la amenaza creciente de antiteorías, es decir, cuerpos de ideas que detienen la búsqueda y, por tanto, impiden el descubrimiento. Hoy en día, las antiteorías constituyen una amenaza aun más peligrosa, pues su formulación es mucho más económica y su destrucción mucho más cara que en el pasado, lo que se debe en parte al incremento de la demanda. La idea de un mundo habitado por una proliferación de leyes –ángeles y demonios– es mucho menos atractiva que la de un mundo gobernado por una ley suprema benevolente, como la evolución, que vuelve innecesario comprender toda otra cuestión. La antiteoría suprema de esta época es la idea de que ya no queda ningún fenómeno fundamental por descubrir, de modo que vivimos en un mundo que no es sino un enjambre de detalles que no pertenecen a ningún ámbito en particular, y que por lo tanto pueden abordarse por medio de tácticas comerciales tales como gestión de recursos, publicidad competitiva, supervivencia del más apto y otras. Un corolario de esa antiteoría es que no existe la verdad absoluta, sino sólo productos (hamburguesas, camisas, lo que sea) que se descartan cuando ya no son útiles. Las antiteorías son ideologías peligrosas no porque detengan la búsqueda de respuestas, sino porque con ellas nos confiamos demasiado y terminamos pasando por alto los peligros que entonces nuestros enemigos utilizan en beneficio propio.
En la Edad de la Emergencia, los efectos nefastos de las ideologías son peores que los que causaban en otras épocas. Eso se debe a que las leyes de sucesión son sutiles y, en consecuencia, su formulación correcta es muy costosa, y todos tenemos motivos económicos de peso para verlas con un matiz que nos beneficie, incluso cuando ese matiz las vuelve incorrectas. Se necesita un gran autocontrol para sublimar esos deseos, en especial cuando lo que está en juego es cómo ganarse la vida. Los simples mortales no podemos hacerlo todo el tiempo. Resultado: en la base de conocimiento de la ciencia contemporánea hay una cantidad de ideas falsas mucho mayor que la que había en la Era del Reduccionismo, lo que nos obliga a tener una mirada mucho más escéptica que en épocas pasadas y a valorar menos el consenso.
La idea de que la lucha por comprender el mundo de los fenómenos naturales ha llegado a su fin no es incorrecta: es incorrecta y ridícula. Estamos rodeados de misterios y milagros físicos, y el trabajo de los científicos, continuo e inacabable, es develarlos. Llevo años diciendo más o menos lo mismo en todo el mundo con los mismos resultados. La primera vez que mis palabras encontraron una buena acogida no fue en Estados Unidos sino en el Japón. En ese momento creí que eso se debía a que el Japón era un país budista, pero luego me di cuenta de que no era ésa la razón. Repetí el experimento en Amsterdam y el resultado fue el mismo hasta en el número de manos levantadas y en las preguntas específicas formuladas. Holanda es el país menos budista que podamos imaginar. Luego lo puse en práctica en Gotemburgo, Montreal y Seúl, y la respuesta del público fue siempre la misma. Lo sorprendente no era que hubiera interés por la física en rincones del mundo tan distantes entre sí, sino que la reacción fuese tan pareja. Parece haber en el mundo una gran cantidad de personas reflexivas de los ámbitos más diversos –los negocios, la medicina, la política, la ingeniería, la agricultura y muchos otros–, a quienes la ciencia les apasiona pues saben intuitivamente que aún falta mucho, pero mucho, por descubrir y aprender. En el pasaje hacia la Edad de la Emergencia también estamos aprendiendo a aceptar el sentido común, dejar atrás la práctica de trivializar los maravillosos fenómenos de organización de la naturaleza y aceptar que la organización es importante en sí misma (a veces, lo más importante). Las leyes de la mecánica cuántica, las leyes de la química, las leyes del metabolismo y las leyes de los conejos que huyen de los zorros en el patio de mi universidad se desprenden unas de otras, pero las últimas son las que, al fin y al cabo, cuentan para los conejos.
Nuestra época no verá el fin de los grandes descubrimientos sino el fin del reduccionismo. Serán tiempos en los que la razón y los hechos den por tierra con la falsa ideología del dominio por parte del hombre de todas las cosas por medio de las leyes microscópicas. Eso no quiere decir que las leyes microscópicas sean incorrectas o no tengan utilidad alguna, sino que, en muchas circunstancias, sus descendientes, las leyes organizativas del mundo, las vuelven irrelevantes.
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