Sábado, 23 de junio de 2007 | Hoy
ASTROGEOLOGIA: LOS COLORES DE LA LUNA
“¡Hey, es naranja, es naranja,
encontré suelo naranja!”
Harrison “Jack” Schmitt, astronauta
y geólogo del Apolo 17 (1972)
Por Mariano Ribas
Cuando Gene Cernan escuchó las vibrantes palabras de su compañero de aventuras, allí en el gran valle lunar de Taurus-Littrow, quedó estupefacto. “Pensé que Jack ya había pasado mucho tiempo en la Luna, y que ya era hora de llevarlo a casa”, recuerda hoy, con una sonrisa, quien fuera el último ser humano en pisar el duro suelo selenita, polvoriento y grisáceo. Abrumadoramente grisáceo. Y de ahí, justamente, la sorpresa. Luego de una veloz corrida, dando toscos saltitos, Cernan llegó hasta el Cráter Shorty. Allí lo esperaba Schmitt, junto a una pequeña fosa recién excavada, señalándole, orgulloso, su colorido hallazgo. Tal cual: suelo naranja. Ya de regreso a la Tierra, los análisis químicos de las muestras revelaron que ese material lunar contenía montones de esferitas microscópicas anaranjadas, justamente, salpicadas de titanio, zinc, y una notable presencia de óxido de hierro. Tierra naranja en un mundo gris. La curiosa anécdota de los astronautas del Apolo 17 puede resultar sorprendente. Al fin de cuentas, alcanza con salir a mirar la Luna a ojo desnudo, para darse cuenta de que los colores no son su especialidad. Y sin embargo, los tiene: de manera tímida, sutil, y austera, la Luna es un mundo colorido.
En las noches de Luna llena, nuestro satélite parece un brillante disco en blanco y negro. Nada de colores. Las zonas más claras son las tierras más antiguas y accidentadas, completamente bombardeadas de cráteres, provocados por antiquísimos impactos (de hace 3 a 4 mil millones de años) de meteoritos, asteroides y cometas. Por el contrario, las manchas oscuras son regiones más jóvenes y mucho más suaves. Y tradicionalmente se las llama “mares”, un nombre que viene de la antigüedad, justamente porque los observadores de antaño creían que eran grandes superficies de agua.
Los mares son enormes llanuras de roca volcánica y nacieron cuando inmensos flujos de lava brotaron del interior de la Luna, rellenando cráteres colosales (de cientos de kilómetros de diámetro). Y de ahí sus formas bastante redondeadas. Por su relativa “suavidad”, los mares fueron los lugares elegidos para el descenso de seis misiones Apolo (11, 12, 14, 15, 16 y 17), que, entre 1969 y 1972, llevaron doce astronautas a la superficie lunar.
Doce hombres que caminaron por suelos duros, polvorientos, y apenas salvados de la chatura total por alguna colina y alguno que otro cráter (mucho más escasos en los mares lunares que en las “tierras altas”). Suelos que los astronautas generalmente describieron como “grises, o ligeramente amarillento-amarronados” (salvo excepciones puntuales, claro, como las de Cernan y Schmitt). En realidad, parece que la Luna tiene algo más que grises y marrones. Hay otros colores, mucho menos patentes, y que necesitan de alguna ayudita para explotar antes nuestros ojos.
Y en parte, esa ayudita la dan los telescopios, esas preciosas máquinas ópticas que, además de acercarnos lo que está muy lejos, y resolver detalles finos, colectan mucha más luz de los astros –y en este caso puntual, de la Luna– que la que pueden tomar nuestras pequeñas pupilas. Y justamente, ahí está el quid de la cuestión: para el ojo humano, la detección de colores depende mucho del brillo del objeto y de la saturación intrínseca de su color. Si ambos son bajos, no vemos colores o los vemos en forma muy marginal. Con un telescopio, la Luna empieza a mostrar matices que van más allá del puro “blanco y negro”. En los mares aparecen los muy tímidos marrones-amarillentos que vieron los astronautas in situ. E incluso cosas más vistosas: en 1992, el estadounidense Charles Wood, un veterano astrónomo lunar, detectó un parche de color amarillo muy suave, pero bastante patente, junto al gran cráter Aristarco (uno de los más famosos de la Luna). Y sus estudios espectroscópicos sugieren fuertemente que ese color se debe a la presencia de depósitos de azufre. Con la ayuda de un telescopio, “la Mancha de Wood”, tal como se la conoce, tiene el color más fácilmente perceptible de toda la Luna (o al menos, de toda su cara visible desde la Tierra). Pero hay otros colores: en el famoso Mar de la Tranquilidad (donde bajó el Apolo 11 en 1969), por ejemplo, astrónomos amateurs han “adivinado” un ligerísimo tono azulado en el gris predominante.
Después de miles de millones de años de grisácea existencia, los débiles colores de la Luna fueron rescatados, saturados y hasta exagerados por la tecnología astronómica y digital. En los años ’90, la sonda lunar Clementine (NASA), que realizó un profundo estudio geológico, químico y mineralógico de nuestro satélite, también se hizo un tiempito para escrutar –cámaras y filtros mediante– los colores de la Luna.
Al procesar las ultraprecisas imágenes de Clementine (y en menor medida, de la nave Galileo, que en viaje a Júpiter hizo una fugaz pasada por la Luna), se obtuvieron resultados sumamente interesantes. Y que coinciden, a grandes rasgos, con fotos de la Luna obtenidas por astrónomos profesionales y aficionados, con telescopios, cámaras digitales y programas de procesamiento de imágenes, tan habituales hoy en día, como el famoso Adobe Photoshop. Y los resultados son imágenes tan impactantes como la que aquí estamos viendo.
Para ver los colores de la Luna hay que llevar al máximo su grado de saturación. Y ahí sí aparece, por ejemplo, el azul del Mar de la Tranquilidad (Mare Tranquilitatis), el naranja y azul del Océano de las Tormentas (Oceanus Procellarum), el marrón amarillento de la zona central del Mar de la Serenidad (Mare Serenitatis), o alguno que otro parche violáceo o rosado. Más allá de mostrarnos una Luna mucho más atractiva, estos colores hablan en nombre de los materiales de su superficie: los azules corresponden a zonas de roca volcánica (lava enfriada) ricas en titanio, a diferencia de las zonas naranjas o violáceas, donde el durísimo metal es mucho más escaso. Los tonos amarronados y amarillentos, por su parte, delatan una mayor presencia de lavas ricas en hierro. Muy a grandes rasgos, las observaciones de la nave Clementine revelaron que, a escala global, el color predominante de la Luna, es, justamente, el marrón.
Los colores de la Luna. Quién lo hubiera dicho. Sorpresas de estos tiempos que corren para la astronomía, una ciencia tan sorprendente, que, de golpe, puede revelarnos a nuestro viejo y fiel satélite como un mundo enteramente nuevo.
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