Sábado, 21 de julio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Eric R. Kandel
Tal como se difundió desde Viena en las primeras décadas del siglo XX, el psicoanálisis era una revolucionaria manera de pensar acerca de la mente y sus perturbaciones. El entusiasmo que suscitó la teoría de los procesos mentales inconscientes alcanzó su apogeo a mediados de siglo, cuando el psicoanálisis llegó a los Estados Unidos de la mano de los emigrados de Alemania y de Austria.
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, bajo la influencia del psicoanálisis, la psiquiatría dejó de ser una disciplina médica experimental estrechamente vinculada con la neurología para transformarse en una especialidad no empírica, cuyo eje de interés era el arte de la psicoterapia. En la década de 1950, la psiquiatría académica olvidó sus raíces en la biología y la medicina experimental y paulatinamente se convirtió en una disciplina terapéutica apoyada en las teorías psicoanalíticas. Como tal, hacía gala de una extraña indiferencia con respecto a las pruebas empíricas o al cerebro como órgano de la actividad mental. Por su parte, durante esos mismos años la medicina dejó de ser un arte terapéutico para transformarse en una ciencia terapéutica fundamentada en un enfoque reduccionista, proveniente al principio de la bioquímica y luego de la biología molecular.
El psicoanálisis había creado un método novedoso para estudiar la vida mental de los pacientes, que se fundamentaba en la asociación libre y en la interpretación. Freud enseñó a los psiquiatras a escuchar atentamente a los pacientes y a hacerlo de una manera inédita. Ponía el acento en la sensibilidad ante el significado manifiesto y el latente de lo que el paciente expresaba. También ideó un esquema provisorio para interpretar lo que, en caso contrario, podían parecer manifestaciones inconexas e incoherentes.
Tan novedoso y convincente era ese enfoque que durante muchos años no sólo Freud, sino también otros psicoanalistas inteligentes y creativos, pudieron sostener que las entrevistas entre el paciente y el analista eran el mejor contexto para indagar científicamente la mente, en especial los procesos inconscientes. De hecho, en los primeros años, los psicoanalistas aportaron muchas observaciones útiles y originales que contribuyeron a la comprensión de la mente, limitándose a escuchar atentamente a los pacientes y poniendo a prueba las ideas surgidas del psicoanálisis –como la de la sexualidad infantil– durante la observación del desarrollo normal de los niños.
Entre otros aportes originales, podemos citar el descubrimiento de distintos tipos de procesos mentales inconscientes y preconscientes, la complejidad de las motivaciones, la transferencia (desplazamiento de las relaciones pretéritas del paciente sobre su vida presente) y la resistencia (la tendencia inconsciente a oponerse a los esfuerzos del terapeuta para producir cambios en su conducta).
No obstante, sesenta años después de haber dado sus pasos iniciales, el psicoanálisis había agotado ya buena parte de su impulso indagador. En 1960 era evidente, que muy pocos conocimientos nuevos podían adquirirse observando a pacientes individualmente y escuchándolos con atención. Aunque históricamente el psicoanálisis tuvo aspiraciones científicas –siempre se propuso desarrollar una ciencia empírica de la mente que pudiera verificarse–, rara vez fue científico en sus métodos. A lo largo de los años, no pudo someter sus hipótesis a una experimentación que pudiera reproducirse. De hecho, siempre fue más fructífero para generar ideas que para verificarlas. Como consecuencia, no avanzó al mismo ritmo que otras especialidades de la psicología y la medicina. En lugar de concentrar los esfuerzos en temas que pudieran comprobarse empíricamente, amplió sus miras y abarcó perturbaciones mentales y físicas que excedían su capacidad óptima en cuanto tratamiento.
En un comienzo, el psicoanálisis se utilizó para tratar lo que entonces se denominaban neurosis: las fobias, las obsesiones, la histeria y la ansiedad. No obstante, con el tiempo se extendió y abarcó casi todas las enfermedades mentales, incluso la esquizofrenia y la depresión. A fines de la década de 1940, influidos tal vez por el éxito obtenido en el tratamiento de soldados que habían sufrido perturbaciones psiquiátricas en el frente, muchos psiquiatras llegaron a creer que las intuiciones del psicoanálisis podían ser útiles para tratar enfermedades mentales que no respondían fácilmente a los fármacos.
Pensaban que enfermedades como la hipertensión, el asma, las úlceras gástricas y la colitis ulcerosa eran psicosomáticas, es decir, que se originaban en conflictos inconscientes. Así, alrededor de 1960, para muchos psiquiatras el psicoanálisis se había transformado en el modelo predominante utilizado para comprender todas las enfermedades mentales y algunas físicas. En la superficie, ese ámbito terapéutico ampliado parecía afianzar el poder explicativo y la agudeza clínica del psicoanálisis, pero, en realidad, debilitaba la eficacia de la psiquiatría y estorbaba el intento de transformarla en una disciplina empírica mancomunada con la biología. En 1894, cuando Freud estudió por primera vez el papel de los procesos mentales inconscientes, también se empeñó en desarrollar una psicología empírica. Intentó elaborar un modelo neural del comportamiento pero, debido a inmadurez de la ciencia del cerebro en ese entonces, abandonó el modelo biológico sustituyéndolo por otro que descansaba en el relato verbal de experiencias subjetivas. En la época en que yo llegué a Harvard para mi formación en psiquiatría, se habían hecho ya algunas incursiones importantes desde la biología para comprender los procesos mentales superiores. Pese a esos avances, cierto número de psicoanalistas adoptaron una posición más radical aun: según ellos, la biología no era aplicable al psicoanálisis. Esa indiferencia –por no decir desdén– por la biología fue uno de los dos problemas que se me presentaron durante la residencia. El problema más grave era la falta de interés de los psicoanalistas por llevar a cabo estudios objetivos e, incluso, por tener en cuenta el sesgo del investigador. En otras ramas de la medicina se intentaba controlar ese sesgo llevando a cabo experimentos ciegos, en los que el investigador no sabe qué pacientes reciben el tratamiento estudiado y cuáles no. Por el contrario, los datos que se recopilan en las sesiones psicoanalíticas son casi siempre de índole privada. Se privilegian los comentarios, las asociaciones, los silencios, las posturas, los movimientos y otros comportamientos del paciente. Desde luego, la protección de la intimidad del paciente es fundamental para la confianza que debe ganarse el psicoanalista, y ése, precisamente, es el meollo de la cuestión. En casi todos los casos, el único registro de las sesiones es el relato subjetivo del psicoanalista sobre lo que cree que sucedió. En palabras del psicoanalista e investigador Hartvig Dahl, semejante interpretación no se acepta en calidad de prueba en casi ningún ámbito científico. Sin embargo, a los psicoanalistas no suele preocuparles el hecho de que los relatos sobre las sesiones de terapia sean necesariamente subjetivos.
Cuando inicié la residencia en psiquiatría, sentí que el psicoanálisis podía enriquecerse enormemente uniendo fuerzas con la biología. También pensé que si la biología del siglo XX se veía llamada a responder algunos de los interrogantes más refractarios acerca de la mente humana, las respuestas serían más ricas y significativas si el psicoanálisis hacía su aporte. Creía entonces, y creo con mayor convicción ahora, que la biología puede esbozar los fundamentos físicos de varios procesos mentales que constituyen el corazón mismo del psicoanálisis: los procesos mentales inconscientes, el determinismo psíquico (el hecho de que ninguna acción o conducta, ningún acto fallido, es totalmente aleatorio ni arbitrario), el papel del inconsciente en la psicopatología (es decir, la vinculación de los sucesos psicológicos en el inconsciente, incluso los que son dispares entre sí) y el efecto terapéutico del propio psicoanálisis. Lo que me seducía por demás en razón de mi interés por la memoria era la posibilidad de que la psicoterapia –que, presumiblemente, obra en parte creando un ámbito en el que la gente aprende a cambiar– produjera modificaciones estructurales en el cerebro y que estuviéramos ya en condiciones de evaluar directamente esas modificaciones.
Afortunadamente, no todos los psicoanalistas pensaban que la investigación empírica carecía de importancia para la disciplina. En los cuarenta años transcurridos desde que terminé mi formación clínica, dos tendencias distintas adquirieron mayor impulso y comienzan ahora a ejercer una influencia significativa sobre el pensamiento psicoanalítico. Una de ellas es el reclamo por una psicoterapia que se fundamente en pruebas empíricas. La otra, y más difícil, es el intento por lograr que el psicoanálisis y la naciente biología de la mente naveguen por un mismo cauce.
Tal vez Aaron Beck, psicoanalista de la Universidad de Pennsylvania, sea quien más hizo por promover una psicoterapia fundamentada en pruebas empíricas. Bajo la influencia de la psicología cognitiva moderna, Beck descubrió que el estilo cognitivo predominante en un paciente –su manera de percibir, representar y pensar el mundo– es un elemento crucial en varias perturbaciones, como la depresión, la ansiedad y los estados obsesivo-compulsivos. Poniendo el acento en el estilo cognitivo y en el funcionamiento del yo, Beck continuaba una línea de pensamiento iniciada por Heinz Hartmann, Ernst Kris y Rudolph Lowenstein.
Ese acento en el papel que desempeñan los procesos conscientes de pensamiento en las perturbaciones mentales era totalmente novedoso. Tradicionalmente, el psicoanálisis sostenía que los problemas mentales son producto de conflictos inconscientes. Por ejemplo, a fines de la década de 1950, cuando Beck inició sus investigaciones, se consideraba la depresión como “ira introyectada”. Freud había dicho que los pacientes deprimidos sienten hostilidad e ira contra alguien que aman. Como no pueden tolerar esos sentimientos adversos a una persona que para ellos es importante, necesaria y valiosa, los reprimen y los dirigen inconscientemente contra sí mismos. La ira y el odio dirigidos contra sí mismos son la causa de la baja autoestima y el autodesprecio.
Beck puso a prueba la idea de Freud comparando los sueños de los pacientes depresivos con los de pacientes que no sufrían depresión. Comprobó que los depresivos no demostraban más hostilidad que los otros, sino menos. En el curso de esos estudios, escuchando atentamente a los pacientes descubrió que, en lugar de expresar hostilidad, los deprimidos manifiestan sistemáticamente una actitud negativa en su manera de pensar acerca de la vida. Invariablemente casi, abrigan expectativas altas y poco realistas con respecto a sí mismos, reaccionan con dramatismo ante cualquier decepción, se menosprecian siempre que pueden y son pesimistas con respecto al futuro. Beck se dio cuenta de que esa manera distorsionada de pensar no es un mero síntoma, un reflejo de conflictos profundos de la psiquis, sino un agente decisivo para el desarrollo y la permanencia de la depresión. Hizo entonces una sugerencia radical: que identificando y abordando las creencias, las ideas y las actitudes negativas se podría ayudar a los pacientes a sustituirlas por creencias positivas y saludables, y que, además, era posible hacerlo independientemente de los factores de personalidad y de los conflictos inconscientes subyacentes.
Para verificar clínicamente su hipótesis, Beck confrontó a los pacientes con pruebas concretas de las experiencias, las acciones y las cosas que habían logrado en su vida y que contradecían, ponían en duda y rectificaban sus opiniones negativas. Comprobó que a menudo mejoraban rápidamente y que también se sentían y actuaban mejor al cabo de unas pocas sesiones. Ese resultado alentador lo incitó a desarrollar un tratamiento psicológico sistemático de corto plazo para la depresión que no gira alrededor de los conflictos inconscientes del paciente, sino de su estilo cognitivo consciente y de su manera distorsionada de pensar.
Con sus colaboradores, inició entonces una serie de ensayos clínicos controlados para evaluar la eficacia de esa terapia, comparándola con grupos testigo a los que se administraban placebos y medicamentos antidepresivos. Verificó que, por lo general, la terapia conductista cognitiva era tan eficaz como los medicamentos antidepresivos en los casos de depresión leve y moderada, y que en algunos estudios parecía superior para evitar recaídas. En ensayos clínicos controlados realizados más tarde, la terapia conductista cognitiva se extendió con éxito a los estados de ansiedad, especialmente a los ataques de pánico, el estrés postraumático, las fobias sociales, las alteraciones en la alimentación y los cuadros obsesivo-compulsivos.
Beck prosiguió ideando una forma novedosa de psicoterapia y poniéndola a prueba empíricamente. También construyó escalas e inventarios para evaluar los síntomas y el alcance de la depresión y otras perturbaciones, procedimientos que dieron nuevo rigor científico a la investigación en psicoterapia. Además, redactó con su equipo manuales para indicar cómo tenían que llevarse a cabo los tratamientos. Así, aportó a la terapia psicoanalítica de la mente una actitud crítica, un afán por los datos empíricos y un deseo concreto de determinar si una terapia funciona o no.
Necesitamos un enfoque biológico de la psicoterapia. Hasta no hace mucho tiempo, había pocas maneras convincentes de verificar las ideas psicodinámicas o de evaluar la eficacia de un enfoque terapéutico en comparación con otro. La combinación de una psicoterapia breve eficaz y las imágenes funcionales del cerebro puede ser exactamente lo que faltaba: un método para mostrar la dinámica mental y el funcionamiento del cerebro vivo. De hecho, si los cambios producidos por la psicoterapia se mantienen, es razonable concluir que distintas formas de psicoterapia producen distintos cambios estructurales en el cerebro, como ocurre con otras formas de aprendizaje.
Por lo general, las imágenes cerebrales de pacientes depresivos muestran un descenso de la actividad en la zona dorsal del córtex prefrontal y un aumento de actividad en su zona ventral. Una vez más, la psicoterapia y los fármacos consiguen revertir esa anormalidad.
Si hubiera sido posible obtener imágenes del cerebro en 1895, cuando Freud escribió su Proyecto de psicología para neurólogos, es probable que hubiera orientado el psicoanálisis por otros rumbos, manteniendo la estrecha relación con la biología que esbozó en ese ensayo.
Como hemos visto, hay cuatro formas por lo menos de psicoterapia breve y las imágenes funcionales del cerebro pueden ser un instrumento científico para estudiarlas. Podrían revelarnos, por ejemplo, que todas las psicoterapias eficaces operan mediante los mismos mecanismos anatómicos y moleculares. Otro resultado alternativo y más probable es que demuestren que las psicoterapias logran su cometido a través de distintos mecanismos cerebrales. Con todo, las psicoterapias, como los medicamentos, pueden tener efectos adversos. Hacer ensayos empíricos con ellas podría contribuir a maximizar la eficacia y la seguridad de esos tratamientos, como ocurre con los fármacos. También podría permitirnos predecir el resultado de determinados tipos de psicoterapia y orientar a los pacientes para que emprendan la más conveniente en cada caso.
El uso conjunto de la psicoterapia breve y las imágenes cerebrales puede ser, por fin, la contribución del psicoanálisis a la nueva ciencia de la mente. A medida que la psicoterapia se someta a verificaciones más rigurosas respecto de su eficacia y se realicen más estudios sobre sus efectos, podremos estudiar el funcionamiento de la memoria y la mente. Por ejemplo, podremos analizar diversos estilos de pensamiento y ver cómo afectan a nuestra manera de sentir el mundo y a nuestra manera de comportarnos en él. Un enfoque reduccionista del psicoanálisis nos permitirá, además, comprender con mayor profundidad la conducta humana.
En principio, los enfoques biológicos de la teoría psicoanalítica permitirían estudiar los tres tipos de procesos inconscientes. Una manera de hacerlo es comparar las imágenes de la actividad generada en el cerebro por estados perceptuales inconscientes y conscientes a fin de identificar las regiones que intervienen en cada caso. En su mayor parte, los procesos cognitivos se fundamentan en inferencias inconscientes, en procesos que se desenvuelven sin que tengamos conciencia de ellos.
Vemos el mundo sin esfuerzo como un todo unificado –en primer plano el paisaje, y en el fondo el horizonte– porque la percepción visual, reunión de los diversos elementos que constituyen la imagen visual, es un proceso del que no tenemos conciencia. Como consecuencia, tal como pensaba Freud, casi todos los especialistas en el cerebro creen que no somos conscientes de la mayoría de los procesos cognitivos, sino solamente de su resultado. Un principio similar parece regir nuestra sensación consciente de libre albedrío. El hecho de utilizar la biología juntamente con ideas psicoanalíticas insuflará nuevas fuerzas a la psiquiatría dentro de la medicina y logrará que el pensamiento psicoanalítico con fundamento empírico haga su aporte a todas las fuerzas que están dando forma a la nueva ciencia de la mente. La meta es unir el reduccionismo radical, motor de la biología básica, con el empeño humanista por comprender la mente humana, motor de la psiquiatría y el psicoanálisis. Al fin y al cabo, es la misma meta de la ciencia del cerebro: vincular los estudios físicos y biológicos de la naturaleza y sus habitantes con una comprensión de la trama más íntima de la mente y la experiencia humanas.
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