NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
El calentamiento global de la atmósfera, que hasta hace poco tiempo sólo preocupaba a los meteorólogos, ha comenzado a ocupar la primera plana de los diarios después de una secuencia poco usual de catástrofes ambientales, como el tsunami asiático, el huracán Katrina y las bruscas fluctuaciones climáticas que recientemente se han venido registrando.
Hasta ahora, las grandes potencias industriales hicieron poco más que organizar conciertos de rock o estampar remeras con slogans para controlar la contaminación atmosférica. Pero el tema se ha popularizado tanto que en cualquier mesa de café se diserta sobre gases de invernadero, aerosoles, biocombustibles, Bush y Fidel.
Es que desde el momento en que China ha logrado desbancar a los Estados Unidos como principal contaminador del planeta, el tema ha tomado dimensión política, y ha permitido que el discurso de los expertos se torne por momentos apocalíptico.
Sin duda, de todos los contaminantes que hemos sabido arrojar a la atmósfera en los últimos dos siglos, los menos publicitados son ciertas radiaciones electromagnéticas a las que algunos hacen responsables de las perturbaciones climáticas. La fuente más sospechosa de esas radiaciones se encuentra en Alaska y forma parte de un proyecto militar estadounidense. Se la conoce con la sigla HAARP, esto es, Proyecto Avanzado para la Investigación Auroral por Alta Frecuencia.
Como “Harp” significa “arpa”, los ambientalistas más duros no han vacilado en llamarlo “el arpa del diablo”. El físico Nick Begich y la periodista Jeanne Manning han preferido aclarar que “a esta arpa no la tocan los ángeles”. Ese es el título que le pusieron en 1995 a su documentada investigación sobre el HAARP. El libro no sólo motivó en Estados Unidos todos los debates permitidos para un tema que toca de cerca lo militar; tuvo varias reediciones y fue traducido al francés.
Más recientemente, en 1998, el Parlamento europeo y en 2002 la Duma (el Parlamento ruso) crearon sendas comisiones para estudiar el tema e interpelaron al gobierno estadounidense sobre la naturaleza y fines del proyecto. Por supuesto, y como era inevitable, el HAARP no dejó de convocar también a sensacionalistas, esotéricos, apocalípticos y paranoicos conspirativos, como si fuera una nueva Area 51. Con todo, y teniendo en cuenta que las opiniones de los científicos son dispares, se diría que la situación está lejos de ser clara.
El sistema HAARP opera desde Gakona (Alaska). No cuenta con demasiada infraestructura, a no ser por 180 antenas alineadas en array, con una potencia de 1 gigawatt, que emiten hacia la ionósfera radiaciones de hasta 10 MHz.
El proyecto pertenece a la Fuerza Aérea y a la Marina de los Estados Unidos, pero cuenta con el aval científico de la Universidad de Alaska y catorce universidades más. La obra la construyó Raytheon, una empresa dedicada a la industria bélica. Su tecnología se basa en 12 patentes que pertenecen a ARCO, subsidiaria de una importante petrolera.
Según la versión oficial sus fines son estrictamente científicos, y las autoridades aseguran que sus instalaciones se abren cada tanto para ser visitadas por los turistas. El gobierno declara que el HAARP tiene por fin desarrollar comunicaciones con submarinos, radares de gran alcance y sistemas para detectar misiles de vuelo bajo. También puede hacer una suerte de tomografía del subsuelo en busca de petróleo, para lo cual el Congreso le ha asignado un jugoso presupuesto.
El complejo envía hacia la ionósfera un haz de alta frecuencia, que rebota en forma de ondas de frecuencia muy baja. De tal modo, su alcance cubre prácticamente todo el planeta. Recordemos que la ionósfera es la capa más externa de la atmósfera (entre 80 y 640 km de altura), más allá de la cual sólo se encuentran los cinturones de radiación de Van Allen. Se dice que las emisiones de HAARP podrían interferir con los vientos troposféricos y con los electrojets aurorales, un fenómeno que en circunstancias naturales suele afectar a las comunicaciones y hasta la conducta humana. De hecho, HAARP no es el único de estos “calentadores ionosféricos”. Hay uno similar en Trömso (Noruega), otro en Nizni Nóvgorod (Rusia) y uno en Arecibo (Puerto Rico).
Tanta preocupación militar por una investigación de ciencia básica no deja de despertar sospechas, teniendo en cuenta que conocemos conspicuos antecedentes. Algunos piensan que estos “calentadores” formarían parte del sistema de defensa estratégica (el Star Wars de Reagan) y potencialmente serían armas de destrucción masiva mucho más reales que las de Saddam. Se les atribuye la capacidad de concentrar un haz de alta energía en puntos específicos, provocando sequías, inundaciones, huracanes y hasta terremotos.
El libro de Begich y Manning lleva por subtítulo “Avances en la tecnología Tesla”. El serbio Nikola Tesla (1856-1943) fue el gran rival de Edison, responsable de muchas de las tecnologías que hoy usamos, aunque más se lo recuerda por la obsesión con que trató de transmitir energía eléctrica mediante ondas. En 1940 Tesla había anunciado que contaba con un dispositivo capaz de derribar los aviones enemigos con un haz de partículas y que era capaz de desencadenar fuerzas que podían llegar a “partir la Tierra en dos”. Cuando murió, por las dudas el FBI secuestró todos sus apuntes, que probablemente sirvieron para desarrollar el laser de partículas que rusos y norteamericanos pusieron a punto durante la Guerra Fría.
Si bien desde entonces se le han venido atribuyendo a Tesla toda clase de fantasías, lo cierto es que no faltaron quienes se encargaran de profundizar sus investigaciones. Uno de ellos es el físico texano Bernard Eastlund, titular de la mayoría de las patentes que usa el HAARP. Una de ellas, que estuvo un tiempo clasificada como secreto militar, describe un “método y dispositivo para alterar una región de la atmósfera, ionósfera y/o magnetósfera terrestre”.
De hecho, éste no es ni el primero ni el último de los proyectos vinculados con la “guerra geofísica”, que ha puesto en marcha el poder militar estadounidense, desde el Argus (1958) y el Starfish (1962), que investigaban los cinturones de Van Allen. Durante la guerra de Vietnam se trabajó en los proyectos Skyfire y Stormfury, diseñados para poner el clima en contra del Vietcong.
Otro proyecto, llamado SPS (1968-1978), aspiraba a concentrar la energía solar colectada por una red de satélites geoestacionarios, enviándola en forma de microondas sobre las tropas enemigas. Más recientemente, en la campaña Tormenta del Desierto, durante la primera Guerra del Golfo, las fuerzas de Bush padre usaron un arma de radiación (EMP Weapon) que cortó las comunicaciones entre las tropas iraquíes, provocando su desbande total.
El sistema HAARP, que desde 2002 ya estaría funcionando a pleno, ha despertado preocupación en muy diversos sectores, tanto del sector científico como en del político, sin contar los alarmistas profesionales, freaks o adeptos a las teorías conspirativas.
Los ambientalistas de Alaska, que han fundado un “movimiento No HAARP”, entienden que están contra algo más peligroso que las papeleras del Uruguay. Recurriendo a una metáfora un tanto folklórica, sostienen que patear la ionósfera para ver qué pasa es como andar pinchando a un oso dormido. La doctora Elizabeth Rauscher, física, explica que se trata de “bombear tremendas energías en un sistema molecular de muy delicada configuración –la ionósfera– exponiéndola a reacciones catalíticas y efectos no lineales. Al focalizar las radiaciones con una suerte de ‘acupuntura’ atmosférica, la rotación de la Tierra podría causar no ya un agujero en la capa de ozono sino una verdadera incisión. Pero el hecho es que la ionósfera todavía nos pertenece a todos”.
De la misma opinión es la doctora Rosalie Bertell, que otrora perteneció a la administración Reagan y ahora asesora al Parlamento europeo; entiende que los calentadores ionosféricos modifican el campo magnético del planeta.
Dos eurodiputadas, la sueca Maj Britt Theorin y la belga Magda Haalvoet, armaron una comisión parlamentaria para estudiar los efectos del HAARP. De la misma manera, un grupo de físicos rusos elaboró un detallado informe a pedido de Putin, que anda bastante sensibilizado por el escudo antimisilístico norteamericano.
Estas circunstancias han llevado a recordar las advertencias sobre nuevas tecnologías manipuladoras que Zbigniew Brzezinski (funcionario del gobierno de Carter) había hecho ya en 1970. Pero aun antes que él, J. F. MacDonald, un geofísico que asesoraba a Johnson, había reconocido que desde los años ’50 el Pentágono estaba estudiando tecnologías destinadas a la “guerra geofísica”.
Se ha conocido incluso un informe de la Cruz Roja Internacional que alertaba sobre los posibles efectos que las intromisiones en el magnetismo terrestre podían tener sobre el psiquismo, provocando trastornos mentales y hasta “el desarrollo de facultades paranormales”.
Muchos físicos, sin embargo, tienden a desmitificar al proyecto, considerando que sus efectos serían apenas comparables con los que lograríamos introduciendo un calentador eléctrico en un río caudaloso. Las emisiones de las antenas de HAARP serían centenares de veces más débiles que las que producen las variaciones naturales de la atmósfera, y no se registra un agujero de ozono del tamaño que se les atribuye.
Uno de los puntos más delicados de todo el proyecto sería su eventual interferencia con las llamadas Ondas Schumann. Estas radiaciones, descubiertas en los años cincuenta por el físico alemán O. W. Schumann, se generan entre la superficie de Tierra y el borde interior de la ionósfera. Coinciden con la frecuencia del hipotálamo, una constante biológica de 7.8 Hz que comparten todos los mamíferos; su ausencia se vincula con el JetLag y los edificios “enfermos”. La NASA les ha dedicado muchos estudios y ha introducido generadores de Ondas Schumann en las lanzaderas espaciales. Sin embargo, otros dicen que aun a pesar de las advertencias de la Cruz Roja, les emisiones del HAARP no pasarían de 2,8 Hz.
Si hasta aquí nos hemos mantenido en un contexto científico, no podemos dejar de mencionar las especulaciones y delirios conspirativos que en éste como en otros casos son alentados por la desinformación y la falta de un debate serio.
Surfeando la Web, nos encontramos con HAARP en una página esotérica, donde sin más se afirma que esto es lo mismo que se hizo en la Atlántida (hasta ahora lo habitual era echarle la culpa a la energía nuclear) y no se deja de mencionar el mítico Experimento Filadelfia.
A un médium que suele comunicarse con el fantasma de Lafayette Ronald Hubbard, el fundador de la Cienciología le ha revelado que todo eso procede del mal uso de la física cuántica: otro clásico...
Más allá, una página fundamentalista no vacila en poner al HAARP entre los signos del inminente apocalipsis. Sin inmutarse, exhibe una foto trucada donde aparece la silueta de un pentáculo mágico en el ojo de un huracán tropical. Aplicando una vez más el método copy & paste (que desde la Muerte del Autor permite que cada cual arme su propio pastiche) recicla información seria y de la otra, sin olvidarse de Tesla. Como cereza del postre, revela que el arpa aparece nada menos que 46 veces en la Biblia, y eso sin mencionar los salterios...
Bastante pintoresco también resulta ver cómo es tratado el tema en algunas páginas que se definen como “bolivarianas”. Algún escriba tropical, oculto tras un inverosímil seudónimo, también hace su copy & paste. No se olvida de Tesla ni de la Atlántida, pero le atribuye al HAARP las inundaciones de Venezuela y termina endilgándole todo a Bush, en una lista un tanto excesiva que incluye el Holocausto, Hiroshima y el 11-S, el incendio del Reichstag y hasta la gripe española...
Podrá discutirse si el HAARP es o no peligroso, pero existe algo mucho peor a lo cual parece que nos hemos acostumbrado. Se trata de una vasta red planetaria de antenas, cuyas ondas atraviesan la ionósfera y rebotan hasta en los lugares más recónditos del globo. Sus pestíferas radiaciones reblandecen el cerebro de los mamíferos superiores, provocando una encefalopatía espongiforme peor que en las vacas. Suelen inducirlos a quedarse horas pasmados ante un hato de prójimos en cautiverio como si miraran un criadero de pollos, o a extasiarse ante algunos ejemplares que se enroscan afanosamente en un barrote vertical.
Es la televisión, claro...
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