Sábado, 17 de noviembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Esteban Magnani y Luis Magnani
A la hora de determinar responsabilidades y culpas por el comportamiento humano se pone al descubierto la borrosa frontera entre los fenómenos del comportamiento y los fisiológicos. ¿Hasta qué punto una reacción se puede explicar como consecuencia de elementos químicos que se manifiestan en el interior del cuerpo humano? ¿Hasta qué punto se puede considerar que el ser humano es algo más que la interacción de sus moléculas? Estas preguntas de larga data han generado y seguirán generando polémicas: el nudo irresoluble, al menos hasta ahora, está planteado en la pregunta acerca de qué es la conciencia, un fenómeno original y resultado probable de variables que aún se desconocen. Pero es justamente en la intrincada frontera entre cuerpo y mente donde se mueve un fenómeno que permite comenzar a abordar esta relación: las adicciones.
Hablar de la estigmatización de las adicciones y los adictos es de alguna manera caer en la redundancia (y el moralismo). El diccionario define la adicción como el hábito de quien se deja dominar por el uso de drogas tóxicas o por la afición desmedida a ciertos juegos. Las ideas acerca de qué es “tóxico” y qué es “desmedido” abrieron la puerta a sucesivas ampliaciones del concepto a lo largo del siglo XX. Tanto es así que, en la actualidad, se extiende a los comportamientos dañinos (incluso los que tienen valoración social) cuando antes se reservaba al consumo de sustancias. Más aún, en los últimos años se comenzó a debatir la cara fisiológica de lo que, a priori, parecen comportamientos adictivos. Es el caso de quienes, lejos de dealers y callejones oscuros, se vuelven adictos a las sustancias que genera el propio cuerpo, es decir, adictos a sí mismos.
Según algunos investigadores, lo que suele aparecer como adicción a una actividad por cuestiones explicables sólo en términos de comportamiento también puede explicarse por fenómenos neurológicos poco visibles. Es lo que ocurre, por ejemplo, a los enamorados que muestran incapacidad para poner su atención en algo que no sea el objeto de su amor. Una visión química y poco romántica de la cuestión señala que, durante los primeros tiempos del amor, se libera un cóctel de neurotransmisores: la adrenalina, sobre todo en el primer momento de ansiedad y nervios por la nueva situación; la serotonina, relacionada con los estados de ánimo; la dopamina, asociada con los movimientos musculares, que puede producir euforia, falta de sueño, pérdida del apetito, es decir, los síntomas usuales del enamoramiento. El nivel de excitación, de intensidad, generado por estos neurotransmisores, hace que el individuo ansíe su repetición cualquiera sea el costo, incluso si su amor ya no es correspondido. Desde esta perspectiva, al menos, el sufrimiento del enamorado no correspondido no tiene que ver con dolores en el alma sino con un terrenal síndrome de abstinencia que, justo es decir, sólo los amantes muy afortunados desconocen.
Los casos de enamoramiento extremo pueden llegar a ser considerados patológicos, dentro de ciertos parámetros, y no son los únicos. Existen otras formas de generar adicción a sustancias endógenas (del propio cuerpo) que son, incluso, valoradas socialmente. Tal es el caso de la compulsión al deporte o al trabajo. Justamente, los adictos al trabajo pueden considerarse dependientes de la mencionada adrenalina, un neurotransmisor generado por el propio cuerpo para poner en alerta el cuerpo del individuo que enfrenta una situación peligrosa. Su causa y efecto son lo que normalmente se suele llamar estrés. Hasta tal punto está extendida esta adicción que en los Estados Unidos existe la asociación de Adictos Anónimos a la Adrenalina.
Si el estrés, aun el generado por el trabajo, es rechazado a conciencia y visto como un problema, no ocurre lo mismo con comportamientos que también implican un cierto nivel de adicción. En los casos extremos, es lo que pasa con los deportistas. Un caso típico es el del corredor, contento y orgulloso de sus logros cada vez más notorios y medidos en kilómetros. Su triunfalismo lo lleva al runner’s high, tal cual ha sido bautizado en inglés el estado de euforia del corredor. Esta adicción es reconocible desde 1979, año en el que el doctor William Morgan y su equipo repararon en que el deseo de repetir esa euforia podía resultar compulsivo aun cuando se produjesen lesiones por exceso de ejercicio. A partir de entonces se determinó que quienes abusan de la actividad física pueden reconocerse por tres características: tienen una excesiva dependencia de la misma, continúan haciéndola aunque estén lesionados y exhiben el síndrome de abstinencia cuando deben dejarla. Este adicto no es fácilmente detectable salvo que una lesión o un problema serio interrumpa su rutina y se manifieste la abstinencia.
¿Qué es lo que ocurre a nivel fisiológico en el deportista compulsivo? Se puede decir que son adictos a la endorfina (o endomorfina, es decir, morfina producida naturalmente en el cuerpo) y la encefalina. La endorfina es un neurotransmisor que produce el organismo ante ciertas situaciones, por ejemplo el dolor, para reducirlo. Es decir que actúa como un analgésico endógeno. Algo parecido ocurre, a niveles extremos, con el adicto a la morfina o algunos de sus derivados, que siente la ausencia absoluta de dolor (¿el nirvana?) aunque luego no puede soportar ni el que le genera respirar. Justamente fueron los efectos del opio, de donde se extrae la morfina, los que permitieron descubrir las endorfinas. En 1975 se habían identificado receptores específicos para la morfina, una sustancia exógena (generada fuera del organismo) de efectos poderosos. El descubrimiento hizo suponer la existencia de un equivalente endógeno, lo que disparó su búsqueda. Más tarde se encontró que aparecen en la génesis de varias emociones y que su función principal es la disminución del dolor y el estrés. Para estimular su creación, los expertos recomiendan hacer ejercicio, tomar café, tener sexo, reír. Las mismas investigaciones consiguieron aislar la encefalina, un compuesto similar a la endorfina, generado por el organismo, que también reduce el dolor y que reacciona con los mismos receptores neuronales aunque la molécula es más pequeña.
Esta puede ser una de las explicaciones para que el ejercicio produzca un estado de bienestar que puede inducir a los entusiastas a llegar a la adicción. Pero para otros expertos, no todo es tan lineal. Ellos creen, por el contrario, que las endorfinas gozan de mucha publicidad (como la que se ve habitualmente en las calles, sobre todo en vísperas de maratones) y que, aunque es cierto que se liberan con el ejercicio, para que el dolor no impida el movimiento, no se conocen experimentos serios que comprueben su relación con el deporte compulsivo.
Acorde con esta última línea de pensamiento, investigadores de la Universidad de Urbana-Champaign, de Illinois, Estados Unidos, hicieron la siguiente prueba. Llamaron a 46 estudiantes mujeres que no hacían gimnasia más de una vez por semana, las dividieron en 2 grupos y las sometieron a un test de aptitud en bicicletas fijas. Sin importar el resultado alcanzado, a las mujeres de un grupo se les dijo que sus marcas eran excelentes y a las del otro que estaban por debajo del promedio. Días más tarde, los investigadores las llamaron para realizar una nueva ejercitación. A cada una se le recordó el resultado anterior y luego, cada 20 minutos de una sesión de gimnasia, se les preguntó cómo se sentían. Las mujeres del grupo “excelente” respondieron más positivamente que las otras. La conclusión fue que la confianza puede ser un factor importante del bienestar que se siente luego de ejercitar y que, neurotransmisores mediante o no, era independiente de la intensidad del ejercicio. Para esta vertiente científica la percepción de mejoras en la habilidad, competitividad y control de la disciplina practicada surge como una causa importante de la respuesta psicológica positiva posejercicio. Cabe preguntarse si en la autovaloración de cada una de estas estudiantes no estaba en juego algún neurotransmisor; y así ad infinitum.
Otro neurotransmisor asociado al bienestar es la serotonina, ya mencionada en el cóctel del enamorado. Esta sustancia es sintetizada en el sistema nervioso central, se la suele llamar “hormona del humor” y se encuentra en numerosos hongos y plantas; incluso el LSD actúa sobre los mismos receptores.
La serotonina tiene una función inhibitoria. Influye sobre el sueño y se relaciona con los estados de ánimo, las emociones y los estados depresivos. Los bajos niveles de serotonina se han asociado a los estados agresivos, depresión, ansiedad y también a las migrañas, ya que si los niveles de serotonina bajan, los vasos sanguíneos se dilatan. El comportamiento humano depende, entre otras cosas, de la cantidad de luz que el cuerpo recibe por día. De ahí que, tal como indica cierto saber popular, en aquellos países con estaciones cuyas horas de sol son escasas aumentan la depresión y la falta de estímulo sexual. Por eso hay quienes buscan más o menos inconscientemente la exposición al astro rey para revertir el proceso, aumentar la sensación de bienestar y una mayor estimulación sexual. La serotonina suele ser llamada, también, la “hormona del placer”. De hecho, después del clímax sexual aumenta considerablemente su presencia en el cerebro y es una causa de la “pequeña muerte”, como se llama a ese estado de satisfacción y tranquilidad plena. La serotonina es reabsorbida por la hipófisis, lo que desencadena reacciones tales como la secreción de hormonas, la secreción de estrógenos (mujer) y la espermatogénesis y secreción de testosterona (hombre).
Las sustancias que liberan la anorexia y el combinado de drogas llamados “éxtasis” comparten los mismo senderos cerebrales. Esto es lo que han descubierto Valérie Compan, del Centro Nacional de Investigación Científica, en Montpellier, Francia, y otros investigadores que utilizaron ratones para llegar a esta conclusión. Compan cree que el comportamiento de la anorexia es similar al de una adicción y que quienes la sufren tienen “atrapado” el centro de control involucrado.
Todo empezó cuando advirtió que el éxtasis induce la supresión del apetito y decidió investigar otras similitudes. Para ello se concentró en el nucleus accumbens, un centro de gratificación del cerebro que contiene una alta densidad de receptores de serotonina que, al producir placer, juegan su rol en el comportamiento adictivo. En su experimento, Compan estimuló estos receptores en los ratones y encontró que se reducía la necesidad de comer. Además, se liberaba un péptido conocido como CART. Y justamente el CART ha sido detectado luego del uso de drogas psicoestimulantes y en elevadas dosis en un experimento con mujeres que sufrían de anorexia. De allí dedujo que la anorexia y el éxtasis podían tener en común más de lo que se cree y que pasar hambre puede ser adictivo también en términos fisiológicos.
El tema no está zanjado, pero probablemente sea un paso más hacia la comprensión de la compleja relación entre los fenómenos de la conciencia, como el comportamiento, y el soporte químico que les dan sustento. A menos, claro, que se quiera creer que el Principito tenía razón y que lo esencial seguirá siendo invisible a los ojos.
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