Sábado, 5 de enero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Pablo Capanna
Si bien para los argentinos la sola mención del 2001 trae pésimos recuerdos, hay que pensar que alguna vez ese año estuvo en el futuro y cargó con todas las esperanzas que encerraba el mítico 2000.
También fue el título de una gran película de Stanley Kubrick: 2001. Odisea del espacio. Para muchos es casi un paradigma, y si alguien lo duda basta ver cómo todos desde entonces copiaron su escenografía, limitándose a añadirle apenas algunos truquitos tecnológicos.
Es probable que todos la hayan visto. Si no, podemos confiar en los canales de cable, que cada tanto la pasan tres veces por día, y luego la archivan durante años. En los videoclubes, está entre los “clásicos”, pero es mucho más que una película vieja.
2001 se basaba en un cuento de Arthur Clarke escrito unos veinte años antes, pero nos sacudía desde el comienzo con una escena que parecía impugnar a Darwin y a la Biblia por igual. Nuestros remotos antepasados, que se veían mucho más simiescos que cualquier australopiteco conocido, se topaban con un misterioso monolito negro. Las radiaciones que emitía los volvían súbitamente inteligentes, aunque su primera invención era un palo, para partirles la cabeza a sus adversarios. De ahí, el film saltaba a un futuro imaginario donde se suponía que seguirían estando la URSS y Panam.
Aunque al público no le importara saberlo, la fórmula no era original: mucho de teosofía, un toque de Robert Ardrey, un guiño a Nietzsche y un refrito de ciencia ficción bastante antigua.
Eran las ideas que había puesto en circulación Planète, una exitosa revista francesa que había crecido a la zaga de un best-seller, El retorno de los brujos (1960).
La película de Kubrick se estrenó en 1968, un año atípico. En mayo los estudiantes habían hecho arder París con la primera revolución posmoderna y la guerra en Vietnam ya no tenía retorno. El film de Kubrick no salía de la nada; explotaba estéticamente algunas ideas que flotaban en el ambiente, a un lado y otro de la Cortina de Hierro.
Ese mismo año, el hotelero suizo Erich von Däniken logró publicar, no sin dificultad, un libro que luego sería el eje de un enorme negocio y el inicio de una moda irresistible. Recuerdos del futuro pasó por el mundo como un ciclón, creció hasta mover fortunas y agotó sus fuerzas sólo para pasarle la posta a la New Age.
En perspectiva histórica, el fenómeno aparece como la avanzada de un movimiento que trivializó e instaló las creencias “ocultas” en el favor popular, gracias a un formidable marketing que supo encontrar el momento más propicio.
Podría haber sido una moda como el cubo de Rubik, el aro hawaiano o la manía por los dinosaurios. Pero tenía algo más, que se ha encargado de investigar el antropólogo francés Viktor Stoczkowski. Su libro (Hombres, dioses y extraterrestres, 1999) excede el tema estrictamente histórico, para plantear algunas provocativas tesis sobre ciencia, seudociencia e ideología.
El mito (“teoría”, para sus adeptos) de los astronautas del pasado es un conspicuo fenómeno cultural que creció vigorosamente a mediados del siglo pasado de la mano de las obras de von Däniken y sus epígonos. A diferencia de modas más efímeras como El código Da Vinci, logró mantenerse vigente durante varias décadas, y sería ingenuo pensar que se haya extinguido. Simplemente ha sido metabolizado junto con el mito ovni y otros efectos no deseados de la ciencia ficción, para ingresar en el imaginario colectivo. Muchos creen que es una teoría científica.
Stoczkowski resume su evolución en una clásica curva de campana, en la cual se limita a graficar los títulos originales publicados cada año, sin incluir las reediciones, traducciones y piraterías, que son legión.
La moda arranca en 1954, con el libro de un tal G.H. Williamson. En 1960, cuando ya aparecen cuatro libros más, recibe el empujón decisivo de Planète. En 1963 hay cuatro nuevas obras, y para 1968, cuando hace su irrupción Von Däniken, ya se publican once. En 1974 alcanza un pico de 25 novedades, que fueron decreciendo desde entonces (18 en 1975 y cinco en 1980) y se mantiene con las reediciones.
Recuerdos del futuro, el primer libro de Von Däniken, apareció en alemán y en seguida fue traducido a varios idiomas. Llegó a ser popular en la India, Turquía e Irán, para no hablar de la Argentina. En 1973 cuando la televisión norteamericana adelantó escenas del documental, en dos días se vendieron 250.000 libros. Hubo 44 reediciones en Estados Unidos, seguidas por otros 20 textos que el suizo escribió entre 1968 y 1997. No hay estadísticas confiables sobre las ventas, que los editores ocultaban al fisco, pero el propio Von Däniken admitía en 1997 que llevaba vendidos 54.000.000 de ejemplares. El éxito del suizo fue compartido por el italiano Peter Kolosimo y el francés Robert Charroux (1909-1978). Se cree que Charroux, un empleado de correos que había comenzado escribiendo cuentos policiales y novelas “del corazón”, fue plagiado por Von Däniken. De hecho, un tercio de las tesis del suizo ya estaban en los libros publicados por Charroux entre 1963 y 1967, pero éste alcanzó a escribir veinte más.
Es probable que la clave de este éxito fuera la promoción que hizo Planète de la “teoría de los astronautas prehistóricos” unos años antes de que Von Däniken la sistematizara y comenzara a facturar. Planète fue fundada en 1961 por el novelista Louis Pauwels y Jacques Bergier, un experto en la ciencia ficción que se presentaba como “físico”.
Llegó a tener un éxito increíble para cualquier revista cultural: en su mejor momento alcanzó a vender cien mil ejemplares. Fue una de las primeras “revistas de biblioteca”, con una notable calidad gráfica, firmas prestigiosas, muy buen nivel periodístico y un formato muy imitado. Se editó en varios países, incluyendo la Argentina, y en pocos años llegó a montar un negocio que incluía turismo y educación. Produjo colecciones de libros de historia, religión y literatura. Organizó multitudinarias conferencias, paseos a la India o la NASA y costosos paquetes turísticos en las playas mediterráneas. Cuando ya estaba planeando fundar una universidad, en 1972 el público se cansó.
Planète puso en circulación todos los temas que luego explotarían Charroux y Von Däniken. Lo más curioso es que muchos de ellos los había tomado Bergier de fuentes rusas.
En esos años, los soviéticos auspiciaban esa literatura, en el marco de una campaña antirreligiosa dirigida al frente interno. Como se sabía muy poco de lo que pasaba en la URSS, en Occidente se le dio una importancia que no merecían. En esos años, el astrónomo Shklovskii explicaba en Komsomolskaia Pravda que los satélites de Marte eran artificiales, el físico Agrest sostenía en Literatúrnaia Gazeta que en el Líbano prehistórico habían ocurrido explosiones nucleares, y el periodista Alexander Kazantzev hablaba de una nave espacial que se había estrellado en Siberia en 1908.
La “teoría” de los visitantes extraterrestres se apoyaba en una galería de “pruebas arqueológicas”: las ruinas de Tiahuanaco y las pistas de Nazca, la isla de Pascua, las pinturas prehistóricas de Tassili, Sodoma y Gomorra, el “astronauta” de una pintura maya. También se hablaba de objetos de aluminio en la China prehistórica, de naves espaciales en la India védica, de pilas eléctricas y lentes ópticas en el Irán medieval. Todo venía a demostrar que la Tierra había sido visitada por extraterrestres en el pasado más remoto y que el hombre había sido creado por ellos; en algunas versiones, lo habían creado por error.
Nada de esto era nuevo, salvo que ahora se explicaba por una tecnología superior, en lugar de la magia. Ya estaba casi todo en los libros de Madame Blavatski, de fines del siglo XIX. La idea de los perversos demiurgos que habían engendrado al hombre era mucho más antigua: estaba en los textos de los gnósticos, escritos allá por el siglo II.
A todos estos temas Von Däniken no vaciló en añadirles algunos probados fraudes, como las famosas “piedras de Ica”, falsos grabados preincaicos donde aparecían dinosaurios, telescopios y trasplantes de órganos.
La teoría se construía como una pirámide inversa. Partiendo de dos o tres tesis aceptadas sin vacilación, se acumulaban infinitas “pruebas” de origen inverificable. Si algo podía explicarse de otro modo, era apenas una excepción a la teoría. Curiosamente (o no tanto) Planète y Von Däniken despreciaban abiertamente a quienes creían en los ovnis. Eran otro target.
Por supuesto, no todos sucumbieron a la moda, pero la palabra de arqueólogos, historiadores, escépticos y racionalistas no alcanzó a contenerla: es sabido que los libros de astrología se venden más que los de astronomía, por más amenos que sean éstos. El público veía a los refutadores como aguafiestas, sobre todo desde que los editores comenzaron a hablar de “dioses” en los títulos. Era algo que ni siquiera se le había ocurrido a Von Däniken.
Los expertos explicaron que Tiahuanaco había sido construida en tiempos del Imperio Romano; que la nave espacial del “astronauta” de Palenque era una mazorca estilizada y su casco era un quetzal; que los megalitos de la isla de Pascua ya estaban en una historieta de Oesterheld; que las pistas de Nazca habían sido trazadas con fines rituales.
Algunos fundaron una anti Planète llamada Janus, pero no hicieron más que imitar su formato. El escritor John Sladek recurrió al humor y en Los nuevos apócrifos (1973) anunció que los asirios ya conocían el timbre, como lo demostraban los pezones de una diosa.
El mundo académico se movilizó. Entre 1973 y 1980 la “teoría” fue objeto de trabajos colectivos y exhaustivos análisis de especialistas (Peter White, Henry Broch, Jean-Pierre Adam) y periodistas como Ronald Story. Ninguno de ellos logró conmover al lector. Quienes compraban esos libros eran precisamente aquellos que ya estaban contra Von Däniken.
Para medir la magnitud del impacto cultural que tuvo el fenómeno, basta ver el prestigio de las firmas que movilizó. El historiador de las religiones Mircea Eliade y el filósofo Edgar Morin se vieron en el compromiso de juzgar el fenómeno sin irritar demasiado a los lectores. Eliade (que tenía un pasado esotérico) lo vio con optimismo y quiso explicarlo por el hartazgo que había provocado el pesimismo existencialista. Pero de hecho, el público que veía las películas más negras de Bergman y Antonioni era a veces el mismo que compraba los libros de Von Däniken. En esos años, hasta daban algún toque de progresismo.
Edgar Morin, que en algún momento terminó por escribir en Planète, bosquejó una explicación sociológica. Destacó el poder del marketing, la atractiva presentación y la fácil lectura. Identificó a un lector que aquí se hubiera llamado “mediopelo”, a mitad de camino entre la universidad y la televisión.
La situación volvió a repetirse hace muy poco tiempo con El código Da Vinci, un negocio armado sobre la ignorancia histórica y bastante paranoia conspirativa. Muchos se preguntaron si valía la pena el esfuerzo que ponían los historiadores y hasta los guías de turismo por refutarlo, ante gente que estaba dispuesta a creer ciegamente en algo que su propio autor presentaba como una novela.
El caso Von Däniken, siendo uno de los más duraderos, se volvió ejemplar porque logró hacerles perder la calma a los propios escépticos. Algunos esgrimieron un informe donde se acusaba al suizo de mitomanía y exhumaron causas penales por estafa. Aunque hubiera mucho de cierto en todo eso, atribuirlo todo a la irracionalidad, la ignorancia o la locura es una explicación bastante simplista. Ni los autores ni los lectores de la “teoría” eran ignorantes, irracionales ni locos. Más de un gerente de ventas con pocos escrúpulos envidiaría su astucia.
Stoczkowski aporta un factor más inquietante cuando señala la abundancia de contenidos racistas y antisemitas que hay en muchos de esos textos, especialmente los de Charroux, que se siguen reeditando hasta hoy. Para el antropólogo, estamos ante un suerte de “racionalidad restringida”, que razona lógicamente a partir de premisas que solo satisfacen el deseo, y suele ser inmune aun a las refutaciones más contundentes.
Chesterton decía que los locos no son aquellos que han perdido la razón. Son esos que tienen uso de razón, pero como han perdido el criterio de realidad se sienten capaces de construir delirios sistemáticos. O de consumirlos, como en este caso.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.