Sábado, 19 de enero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Mariano Ribas
Es muy probable que la vida sea un fenómeno habitual en el universo. Desde hace varias décadas, los astrónomos saben que los ladrillos moleculares esenciales para construir eventuales ensamblajes biológicos salpican a las grandes nebulosas que flotan en el medio interestelar. Por otra parte, ya es moneda corriente encontrar, una y otra vez, discos de gas y polvo alrededor de estrellas jóvenes, materiales que son la promesa de mundos por venir. Más aún: desde mediados de los años ’90, ya se han descubierto casi 300 planetas extrasolares, y la cifra crece semana a semana. A todas luces, el universo cuenta con los materiales y con los escenarios necesarios para el surgimiento de la vida. La base está. Y sin embargo, y hasta nuevo aviso, toda cosa viva conocida hasta hoy está aquí. La vida en la Tierra apareció hace casi 4000 millones de años, y no le fue nada mal con la vida. Pero... ¿y a los mundos más cercanos? Hasta hace veinte o treinta años, el panorama biológico en el Sistema Solar lucía sumamente desalentador. Sin embargo, ahora, aquel pesimismo dio paso a un nuevo panorama: entrañables planetas y lunas se nos presentan como escenarios más o menos viables para la vida. Vida pasada, presente, o futura en los mundos vecinos.
Al igual que otros astrónomos de los siglos XVIII y XIX, William Herschel, descubridor de Urano en 1781, creían que Marte, Venus, o Júpiter y hasta la Luna eran lugares posibles para la vida. Y ni hablar de la época de Percival Lowell y sus archifamosos “canales” marcianos. Sin embargo, todo ese optimismo extraterrestre fue menguando durante el siglo XX, y se cayó a pedazos cuando las sondas espaciales de los años ’60 y ’70 comenzaron a sobrevolar planetas y lunas, y sólo encontraron superficies de desolación, calores infernales, y fríos que dejaban en pañales a la Antártida. Y nada vivo a la vista, por supuesto. Cuando a fines de los ‘80, todos los planetas (y muchos de sus satélites) habían sido explorados, aunque fuera someramente, las cosas ya parecían bastante claras: salvo la Tierra, el resto de la comparsa solar no se mostraba en absoluto amistosa con la vida. Sí, es cierto, había alguna que otra difusa esperanza en tierras marcianas (como veremos un poco más adelante). Y nada más. Pero las cosas fueron cambiando.
A la hora de examinar las chances de vida en los mundos vecinos a la Tierra, hay que buscar, al menos, tres requisitos esenciales: materia orgánica; un “solvente”, con el agua líquida a la cabeza; y suficiente energía solar para permitir combinaciones moleculares complejas. La materia orgánica –que se basa en el carbono, un átomo de gran versatilidad para combinarse con otros– es muy abundante en el Sistema Solar. Aquí y allá. El problema está en los otros dos requisitos: salvo la Tierra, no hay ningún otro planeta (o luna) con agua líquida a la vista (y ojo con esto). Y la luz solar que les llega, o bien es excesiva, o es tan poca que da pena. A primera vista, los mundos vecinos parecen infiernos enceguecedores, o sitios condenados al congelamiento y a la sórdida penumbra. Y sin agua líquida. ¿Final del juego para la vida?
No tan rápido. Durante las últimas dos décadas, la astronomía –ciencia rica en sorpresas– ha hundido su mirada más allá de lo aparente, revelando posibles escenarios biológicos, antes impensados. Lugares que pudieron ser muy distintos de lo que son, otros que lo serán, y otros que, ahora mismo, pueden estar escondiendo grandes sorpresas. Vamos a conocerlos...
El infierno existe, y se llama Venus. El planeta más cercano a la Tierra es probablemente el sitio más horrible del Sistema Solar. Su atmósfera es una pesadísima coraza de dióxido de carbono, que genera un monstruoso efecto invernadero. El calor solar, atrapado, dispara la temperatura superficial hasta casi 500ºC. La presión atmosférica es literalmente aplastante, y por si fuera poco, flotan por todas partes pesadas nubes de ácido sulfúrico.
Sin embargo, Venus no siempre fue así: en los primeros tiempos del Sistema Solar, hace unos 4000 millones de años, nuestra estrella no era tan caliente y luminosa como ahora. Por lo tanto, en aquel entonces, Venus no debió estar tan castigado por el Sol. Y, además, no tenía la atmósfera que supo ganarse mucho más tarde (a fuerza de violenta actividad volcánica). Era más templado. En esas condiciones, con abundante agua líquida y materia orgánica (en buena medida, aportadas por el impacto de cometas y asteroides), quizás, Venus fue un lugar propicio para la aparición de la vida.
Pero el paraíso venusino no duró mucho: cuando el Sol fue entrando en su adolescencia, fue aumentando a ritmo sostenido su emisión de radiación, calentando al planeta, y rompiendo las moléculas de agua, separando al hidrógeno, que se escapó hacia el espacio. Al mismo tiempo, a lo largo de millones de años, la intensa actividad volcánica de Venus arrojaba sin cesar enormes cantidades de dióxido de carbono hacia la atmósfera, hasta llegar al infierno actual. A diferencia de lo que sucedió en la Tierra, la vida en Venus pudo haber sido un episodio temprano, breve, y ya completamente olvidado.
Y algo parecido pudo haber ocurrido en Marte. Por méritos propios y ajenos, el planeta rojo es el clásico por excelencia de toda fantasía extraterrestre. Actualmente, Marte es un mundo seco a rabiar, muy frío, y con una superficie hiperoxidada, donde la letal radiación ultravioleta del Sol pega de lleno, ante la indiferencia de una escuálida atmósfera que nada puede hacer para mejorar las cosas. Esos suelos polvorientos y anaranjados son totalmente hostiles a cualquier intento biológico. De hecho, allí, cualquier molécula medianamente compleja sería destruida.
Pero el planeta hermano de la Tierra tuvo un pasado mucho mejor. Durante más de cuatro décadas de exploración marciana, con naves no tripuladas (en órbita, o de paso), e incluso con aparatos en la mismísima superficie del planeta (como los actuales e imbatibles Spirit y Opportunity), los astrónomos y geólogos planetarios han cosechado distintas evidencias que hablan de un pasado totalmente diferente. Todo indica que hasta hace unos 3 mil millones de años, Marte tenía una atmósfera gruesa, era más cálido, y, fundamentalmente, muy húmedo. Tenía caudalosos ríos, profundos lagos, y quizás, hasta un enorme océano que cubría buena parte de su hemisferio Norte. El planeta rojo habría sido mucho más azul. Era un buen lugar para la vida, sin dudas. Luego, todo cambió: fue perdiendo su atmósfera, se enfrió y, finalmente, se convirtió en el triste desierto helado que es ahora.
A pesar de todo, Marte quizá no está muerto. A la luz de las poderosas evidencias recolectadas entre 1997 y 2006, parece que el planeta esconde acuíferos a cientos de metros de profundidad. Y algo más: en los últimos años, la sonda europea Mars Express, y los súper telescopios terrestres Keck I y II, y Gemini Sur, detectaron metano en la atmósfera de Marte.
Y para más de un experto, ese metano –que no debería estar allí, salvo que “algo” lo reponga regularmente– sería la huella de posibles bacterias “metanígenas”. ¿Marcianos viviendo bajo la superficie, protegidos de la luz ultravioleta del Sol, y cerca del agua? Puede ser. Pero sólo puede ser. No hay evidencias y todavía no se puede decir mucho más de los marcianos.
Los grandes planetas gaseosos son de todo menos hospitalarios para la vida. Parece poco probable, si no imposible, que la vida pudiera surgir y perdurar en esos ambientes, con temperaturas bajísimas, sin agua líquida, y bajo terribles presiones. Pero los satélites de esos planetas son otra historia.
Especialmente uno: Europa, una de las grandes lunas de Júpiter. Mide 3200 kilómetros de diámetro, y está envuelta por una corteza de agua congelada, atravesada por fisuras de cientos de kilómetros de largo, capas superpuestas, y poquísimos cráteres. Geológicamente hablando, la superficie de Europa es extremadamente joven. Se renueva una y otra vez con agua que sale líquida de su interior, o semicongelada, y se congela en el exterior: todo indica que debajo de esa corteza, hay un océano global de agua líquida, oculto bajo el hielo, está sostenido por el calor interno del satélite, generado por los continuos “tire y afloje” que sufre Europa por la gravedad de Júpiter y sus otros grandes compañeros (Io, Calisto y Ganímedes).
Más aún: ese océano está “sucio” de sales y probablemente también de materiales orgánicos (tal como se deduce de algunos estudios espectrales realizados en los años ‘90 por la sonda espacial Galileo, de la NASA). Pasado en limpio: para muchos, Europa es el mejor lugar para la vida fuera de la Tierra, en todo el Sistema Solar.
Varios cuerpos más atrás, pero aún con cierta chance de esconder océanos de agua líquida, marchan las dos mayores lunas de Júpiter: Ganímedes y Calisto. Al igual que en el caso de Europa, la existencia de esos nichos potencialmente biológicos se apoya en evidencias directas (fotos y análisis espectrográficos de sus superficies) y no tanto, como la sugerente detección de variaciones magnéticas. Y bien, a esta altura ya parecería poco razonable seguir buscando plataformas biológicas aún más lejos del Sol. Y sin embargo, es posible.
Así como Venus, y mejor aún Marte, pudieron ser mundos aptos para la vida hace 3 o 4 mil millones de años, el Sistema Solar también tiene una esperanza biológica en el futuro muy remoto: Titán, la súper luna de Saturno. Con más de 5000 kilómetros de diámetro, es más grande que el planeta Mercurio. Sin embargo, lo más prodigioso de Titán es su gruesa atmósfera, que está hecha esencialmente de nitrógeno, aunque con apreciables cantidades de metano (CH4). En realidad, es el único satélite del Sistema Solar con una verdadera atmósfera.
Y de lo más interesante: la radiación solar rompe continuamente las moléculas de metano, y esos átomos sueltos de carbono e hidrógeno se recombinan en moléculas de hidrocarburos más y más complejas que, además de teñir a la atmósfera de color anaranjado, llegado cierto punto, forman partículas que caen sobre Titán, constituyendo un espeso “lodo orgánico” que cubriría buena parte del suelo. Es más: tal como revelan estudios recientes, tanto de telescopios como de la sonda Cassini (en órbita alrededor de Saturno desde 2004), parece que allí hay lluvias, lagos, y hasta mares de metano.
Metano que, según las variaciones de temperatura, siempre frígidas, podría evaporarse, condensarse y hacerse líquido, y congelarse en la superficie. En Titán, por lo tanto, podríamos hablar de un “ciclo metanológico”, del mismo modo que aquí tenemos ciclos hidrológicos. Además, dicho sea de paso, en la superficie hay mucha agua, pero, lógicamente, está archicongelada.
Claro, el problema es que en la gran luna de Saturno la temperatura superficial ya se pasa de baja: ronda los 180ºC (como midió la histórica sonda europea Huygens, que bajó allí en 2005). Y con esos valores, ningún intento biológico –por más materia orgánica que haya– es viable. Y es una pena, porque muchos expertos dicen que las actuales condiciones de la atmósfera de Titán –con su revoltijo de grandes cadenas moleculares orgánicas cayendo hacia la superficie– serían bastantes similares a la de la Tierra primitiva. Salvo por el frío extremo, claro. ¿Pero qué pasaría si, por alguna razón, Titán se calentara?
Por ahora es imposible. Pero eso puede cambiar: dentro de 6 mil millones de años, el Sol comenzará su agonía final, convirtiéndose en una estrella gigante roja. Se hinchará tanto que sus bordes rozarán la órbita terrestre. Y entonces, antes de que nuestra estrella se apague para siempre, Titán se convertirá en un lugar aceptablemente templado durante, al menos, unas decenas de millones de años.
Sus hielos superficiales se derretirán, el agua líquida fluirá libremente, y podrá combinarse con los materiales orgánicos, creando un espeso caldo tibio. ¿Materia prima para la vida? Sin dudas. Y qué paradoja: en aquel lejano entonces, cuando la vida en la Tierra, y el planeta mismo, sean apenas un recuerdo, Titán quizás dé a luz nuevos y rudimentarios microorganismos.
Los sueños de vida en el Sistema Solar siguen creciendo de la mano de nuevos hallazgos, especulaciones y teorías. Hace un par de años, por ejemplo, se descubrieron géyseres en Encelado, una pequeña luna helada de Saturno. Son chorros de agua que brotan furiosamente hacia el espacio, e inmediatamente se evaporan. Y si esos chorros brotan, es porque Encelado debe tener agua líquida escondida en su interior.
Incluso, hasta hay quienes consideran biológicamente aptos a los cometas de “período corto” (especialmente aquellos que se acercan al Sol a intervalos de algunos años, hasta unas pocas décadas). Y pensándolo bien, no es ninguna locura: al fin de cuentas, los cometas son “bolas de nieve sucias”, mazacotes de agua congelada, roca, y mucha materia orgánica. Y quien sabe qué cosas pueden ocurrir y transformarse en sus entrañas, cada vez que la luz y el calor solar les pega de lleno.
Venus, Marte, Europa, Ganímedes, Calisto, y Titán. Y, por qué no, Encelado y hasta los pequeños cometas. Mundos vecinos que nos tientan con su rica diversidad de eventuales escenarios para la vida. Ayer, hoy, o mañana.
Escenarios hasta hace no mucho tiempo impensados, y que aún exceden nuestras posibilidades reales de explorarlos. Sólo el tiempo dirá. A primera vista, el potencial biológico del Sistema Solar luce prometedor.
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