Sábado, 5 de abril de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Pablo Capanna
Una leyenda de la corte del Rey Arturo nos habla de la Dama de Shalott, que se muere de tristeza encerrada en su torre, esperando en vano que vuelva su amado Sir Lancelot. En sus últimos días, hasta Marilyn Monroe llegó a identificarse con ella.
Tennyson le dedicó un poema, pero no dejó de añadirle un toque sugestivo. Su Dama vive bajo un hechizo. Sabe que está condenada a morir si sale del castillo, pero no necesita hacerlo porque en su cuarto tiene un espejo mágico que a cualquier hora del día y de la noche le permite observar quién viene por el camino. Hoy lo llamaríamos cámara de seguridad.
Durante años, la Dama de Shalott ve cómo desfilan por su espejo mercaderes y hombres de armas, juglares, penitentes, obispos y nobles con sus séquitos. Pasa los días bordando todas esas figuras en un tapiz interminable, tan variopinto como el mundo. Sin embargo, un día se harta de esperar. Desafía la maldición y sale del castillo, pero en cuanto lo hace es alcanzada por su destino.
Cada vez que se los evoca, los mitos suelen enriquecerse con nuevos y hasta opuestos sentidos. Al recrear la Dama de Shalott, es obvio que Tennyson pensaba en Penélope, de manera que acabó por hacer de Lancelot un avatar de Ulises. En ambos casos se trataba de metáforas de la espera y de la esperanza.
En el imaginario occidental, tan inevitable como evocar el mito griego era que el espejo mágico terminara por llevarnos a la caverna de Platón. Como la Dama de Shalott, los cautivos que había imaginado Platón ignoraban el mundo exterior. Creían que toda la realidad se agotaba en las sombras que se proyectaban en el muro de su cueva, pero un día alguien regresaba del mundo exterior y los desengañaba.
Más tarde, San Pablo se hizo eco de Platón y de los filósofos griegos, cuando escribió: “Ahora vemos como en un espejo, en enigma. Después, veremos cara a cara”. Era una figura que dos mil años después aún le daría título a una película de Ingmar Bergman y a una novela de Philip K. Dick.
Hace unos diez años (algo así como el Paleolítico hablando de tecnología) volví a encontrarme con la Dama de Shalott donde menos pensaba: en las páginas del Scientific American. Leí un artículo que hablaba de la “video-inmersión”, una técnica que pronto nos permitiría conversar con la imagen corpórea de nuestros interlocutores. El autor proponía llamarla avatar, el mismo nombre con que se conocía a los dioses hindúes cuando tomaban forma humana.
Imaginé una Dama posmoderna, en una caverna platónica constelada de cámaras, charlando con el holograma de Lancelot como lo haría Leia con Obi Wan Kenobi. Quizás el paladín usaría un casco HMD, de realidad virtual. En lugar de la lanzadera del telar, la dama empuñaría un control remoto, y un colorido tapiz iría brotando de su impresora textil hecha en China.
En aquel artículo, sólo se hablaba de las fascinantes posibilidades que se abrían para la ciencia. La “video-inmersión” permitiría presenciar excavaciones arqueológicas, hacer cirugía a distancia o discutir con los colegas más remotos como si estuviéramos en el bar de la universidad.
No dejé de recordar que, en tren de optimismo, se habían dicho cosas muy parecidas cuando aparecieron el cine, la radio, la televisión o Internet, sin que nadie imaginara sus efectos indeseables. Todavía nos falta dar algunos pasos para que esa escena se haga habitual.
Pero ya hay avatares que interactúan con otros avatares, aunque por el momento siguen confinados del otro lado de la pantalla. Es lo que ocurre en esos universos virtuales compartidos que hoy se conocen como MUDs (Dominios de Usuarios Múltiples).
El más popular de todos es Second Life, que hasta cuenta con una Argentina ilusoria, para que nadie extrañe la realidad. Curiosamente, se suele hablar de él en las páginas de economía del diario.
¿Cómo fue que nuestro mundo, ese en que vivimos, fue haciéndose cada vez menos “real” y más “virtual”? ¿Cómo fue que pasamos de espectadores a usuarios, y de ahí pasamos a ser habitantes de mundos ilusorios? Es casi ocioso tratar de determinar en qué momento se produjeron esos saltos: más bien diríamos que fue el efecto acumulativo de sucesivas innovaciones tecnológicas.
Desde los tiempos de Platón, todos creíamos ser capaces de distinguir lo “real” de lo “virtual”. Estábamos seguros de que entre el paisaje en el cual nos sumergimos con todos los sentidos y la simulación de ese paisaje en una tela o una pantalla había una diferencia abismal.
Pero cuando el medio comienza a acercarse a la perfección, amenaza con reemplazar la realidad. Lo sabía MacLuhan cuando acuñó la fórmula “el medio es el mensaje”. A esta altura, hasta los políticos han aprendido a hablar de la “construcción mediática de la realidad”. Por supuesto, ésta es la que más les importa porque sirve para conservar el poder, a pesar de que la mayoría de la gente viva en la otra.
Las sombras chinescas de Platón eran formas apenas adivinadas. El reflejo especular de San Pablo era algo más fiel, pero no por eso dejaba de mentir. El cine era un poco más engañoso, y en sus comienzos solía confundir a los espectadores. La holografía, que le da volumen a la imagen, fue mucho más lejos. La “realidad virtual” ya logra engañar a varios sentidos a la vez.
En el límite, se dice, cuando una simulación perfecta llegue a ser indiscernible del original, ya habremos pasado del simulacro a la emulación. Las nuevas tecnologías de animación con que cuenta el cine ya permiten crear escenarios intangibles y a la vez prescindir de actores, extras, iluminadores y otros molestos “recursos humanos”.
Como la Dama de Shalott, no necesitamos asomarnos a la ventana, porque nuestro espejo electrónico ofrece simulacros mejores que la realidad. Hace varias décadas, pensando apenas en la TV y los medios, J. G. Ballard escribió que nuestro mundo es “una sopa de ficciones donde flotan algunos trozos de realidad”.
Estas cuestiones no son algo que se agote en la tecnología. El viejo Freud, pensando en la termodinámica, había postulado un Principio de Realidad que le ponía límite al deseo. En el de hoy, el predominio de otro Principio, el del Placer, ha ido haciendo retroceder al realismo. Con él caen los criterios modernos que imponían distinguir realidad de ficción. Basta con que algo “le haga bien” a uno para que sea legítimo, aunque sea un delirio.
La psicóloga Sherry Turkle (La vida en pantalla, 1995) es una de las personas que más se han dedicado a estudiar la erosión de las fronteras entre lo real y lo virtual, especialmente entre las personas que interactúan en los “dominios múltiples” de Internet.
Turkle, que no había dejado de leer a ninguno de los maestros de la Teoría francesa, descubrió que todo lo que decían Lacan, Foucault o Deleuze no era más que un anticipo de las relaciones que hoy se tejen en la Red. Confiesa que fue uno de sus alumnos quien le explicó que esos libros eran incomprensibles porque en realidad eran hipertextos.
Para entenderlos, había que imaginar que uno estaba haciendo zapping entre capítulos, borradores, notas al pie, bibliografía e índice de lo que podría ser un libro convencional.
Según Turkle, si la primera generación que accedió a las computadoras todavía se preocupaba por entender el funcionamiento de sus “máquinas”, las más recientes crecieron empapadas de la “lógica de la superficie”, al punto que cada vez les importa menos distinguir lo virtual de lo real.
La tan mentada “disolución” del sujeto es algo tan común en los MUDs como su multiplicación; tanto puede darse una pérdida de la identidad como una proliferación de identidades.
Alan Turing, a quien se reconoce como el patriarca de la informática, propuso a mediados del siglo pasado un famoso test que serviría para discernir la inteligencia humana de sus simulacros. Si las convincentes respuestas de un programa lograban engañar a un interlocutor humano hasta persuadirlo de que estaba interactuando con otra persona, se habría superado la barrera de la inteligencia artificial.
En los foros y chateos no sólo mentir es una de las reglas tácitas, sino que cada vez se hace más difícil saber con quién se está interactuando. El anonimato permite que un hombre se haga pasar por mujer y viceversa, o que alguien simule una edad o una experiencia que no tiene. Hasta podemos ser engañados por un bot, un programa “robot” que logra hacernos creer que es humano porque da las mismas respuestas que daría el usuario promedio.
De hecho, a cada rato nos sometemos al test de Turing, cuando nos enojamos con un contestador automático y su lista de opciones, cuando presentamos nuestras quejas a un robot o seguimos las directivas de un programa experto para saber qué le pasa a nuestra computadora.
Para el adicto promedio (que según Turkle pasa unas cuatro horas diarias conectado al MUD), la realidad “física” es apenas una ventana más en la pantalla. Hasta se puede asegurar que la ventana que se abre sobre la realidad cotidiana “no es normalmente la mejor”. Uno puede estar trabajando con números o palabras, mientras uno de sus avatares pasea por un MUD, otro está en un segundo dominio, peleando en una guerra galáctica y un tercero tiene un encuentro sexual.
Claro que todo sigue siendo virtual, y el sexo virtual todavía afecta más al cerebro que a la epidermis. Hace falta una gran imaginación para entender, por ejemplo, el concepto de “violación virtual”. Turkle llega a decir que existe violación cuando un avatar somete a otro sin su consentimiento, partiendo del principio según el cual en el mundo virtual las palabras (es decir, las órdenes que se le dan a la máquina) equivalen a hechos.
En rol de terapeuta, Turkle tiende a recomendar la adopción de avatares. Piensa que a algunos les permite liberarse de inhibiciones, de manera que aquello que se atreven a hacer en el mundo virtual sirve para reforzar su autoestima.
Se apoya en la experiencia de los pacientes que logran mejorar su condición entregándose a un programa terapéutico detrás del cual no existe ningún profesional. La suspensión voluntaria del principio de realidad consiste en aceptar ciegamente las reglas del juego.
Adversario de Newton, con quien apenas coincidía en las matemáticas, el filósofo Leibniz había imaginado un mundo poblado tan sólo por almas, que llamó mónadas. Dijo que “no tenían ventanas” porque no hacía falta que hubiera nada fuera de ellas, puesto que cada una reflejaba en sí el entero universo, como si formaran una inmensa Internet.
Las mónadas de hoy andan por la vida como aturdidas, boyando a la deriva por un mundo de imágenes y textos, pendientes por ahora de una pantalla y mañana de un simulacro perfecto. No están vueltas sobre sí mismas; dan la espalda a la realidad.
Las primeras paradojas del mundo virtual se dieron cuando muchos usuarios comenzaron a abandonar los MUDs, a medida que éstos lograban emular eficazmente el mundo real. En los “otros” mundos pronto se desarrolló el negocio inmobiliario, de manera que pronto se poblaron de primeras marcas, bancos, shoppings, pizzerías y gimnasios.
Recientemente, hasta la burocracia ha comenzado a colonizar Second Life. Ahora, aparte de encontrarnos con los consabidos McDonald’s y Hard Rock Cafés, podemos toparnos con Tribunales de Faltas, Catastros y subsecretarías. En la Argentina virtual ya hay oficinas estatales, entidades de bien público y galerías de arte con instalaciones y todo. Allá, cuando hay que votar, gana la oposición, porque en ese mundo no tendrá que lidiar con caudillos, corrupción estructural, exclusión y demás engorros de la vida real.
No está de más rescatar dos observaciones que Turkle hace casi al pasar. La primera es que todo nació con un famoso juego de roles llamado Calabozos y Dragones (Dungeons & Dragons), de manera que la “D” de MUD puede ser tanto domain (dominio) como dungeon (calabozo). Es como admitir que la ilusión de libertad total puede darse estando en una celda.
La otra es que la palabra “usuario” se usa tanto para los que viven pegados a la pantalla, como para los adictos que dependen de sus drogas.
Pero la más seria de las dudas nace del hecho de que todos estos complejos y ramificados universos dependen de “máquinas” que requieren energía para funcionar. ¿Qué pasa si algún día se corta la corriente? No quisiera imaginarme una horda de zombis vagando sin rumbo, con síndrome de abstinencia global...
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