UNA NUEVA Y RARA ESPECIE SE SUMA A LA FAUNA ASTRONOMICA
A mitad de camino entre estrella y planeta surgen en el horizonte, en la frontera de la astronomía, en el borde del cosmos y sus inmensidades, las estrellas enanas. La enana más conocida por estos tiempos, la estrella Y, es la vedette. Estrellas hay muchas pero como ésta pocas.
› Por Mariano Ribas
Ni estrella, ni planeta: a 40 años luz del Sistema Solar existe una solitaria y pálida bola de gas, tan o más grande que Júpiter. Pero mucho, mucho más masiva aunque sin el cuerpo suficiente como para poder calzarse el traje de estrella. Es una enana marrón, un híbrido astronómico que no ha tenido la suerte de alcanzar las presiones y temperaturas necesarias para encender sus fuegos termonucleares.
Enanas marrones hay muchas, pero ésta es muy especial: no sólo es la más “fría” jamás observada, sino que también su propia rareza parece inaugurar una nueva tipología en la familia estelar. La rara criatura acaba de ser rescatada del anonimato por un grupo internacional de astrónomos. La novedad está dando que hablar en todos los medios especializados del mundo. Y no es para menos.
Las enanas marrones son una novedad bastante reciente para la astronomía: las primeras fueron descubiertas recién a mediados de los ‘90. Sin embargo, más allá de la excitación ante aquellos hallazgos pioneros, eran algo “cantado”. Hacía décadas que los astrónomos sospechaban que debían existir cosas mucho más grandes y pesadas que los planetas gaseosos tipo Júpiter, pero aun así, sin masa suficiente como para llegar a ser enanas rojas, el umbral mínimo de la categoría estelar.
Un umbral que tiene números muy precisos: para desatar las fusiones termonucleares que convierten núcleos de hidrógeno en núcleos de helio, hay que tener, al menos, el 8 por ciento de la masa del Sol. O lo que es lo mismo, unas 80 veces la masa de Júpiter. Sólo en esas condiciones, las presiones internas y las temperaturas permiten que una verdadera estrella se encienda.
Era razonable pensar, entonces, que dentro de las mismas nebulosas donde nacen las estrellas, también pudiesen gestarse bolas de gas más modestas, que no llegasen a tocar el preciado umbral del estrellato. Así lo pensó el gran astrónomo indio Shiv Kuman, a comienzos de la década de 1960. Mediante cálculos varios, Kuman fue trazando el perfil de estas criaturas, por entonces hipotéticas.
Y en 1975, la astrofísica Jill Tarter las bautizó enanas marrones. Finalmente, luego de largas y dificultosas búsquedas, las primeras estrellas fallidas dieron la cara en 1995: Teide 1 y Gliese 229B, que aún hoy sigue siendo la más famosa y la mejor conocida (está a sólo 19 años luz, y gira en torno de la estrella Gliese 229). Hoy, las enanas marrones conocidas ya son cientos. Aunque Y, la más novedosa, es muy especial.
Teniendo en cuenta distintos parámetros observacionales y teóricos, los astrónomos pudieron armar un perfil general de las enanas marrones: bolas de hidrógeno con diámetros de 150 a 200 mil kilómetros, con 15 a 75 veces la masa de Júpiter, y temperaturas superficiales de 800 a 2000°C, a lo sumo.
Un calor que esencialmente proviene de sus propios procesos de formación, y de su lento colapso gravitatorio (pero no de fusiones termonucleares internas). Por eso, con el correr de los millones de años, las enanas marrones se hacen cada vez más frías y oscuras. Y bien, la cuestión es que el hallazgo de estas estrellas que no pudieron ser, obligó a incluir nuevos casilleros en el venerable “Diagrama H-R”, obra cumbre y pilar de la astrofísica moderna.
El célebre diagrama fue creado hace casi un siglo, y en forma independiente, por el astrónomo aficionado Ejnar Hertzsprung y el astrónomo profesional Henry Russell. En pocas palabras, ordena a las estrellas según su brillo, color y temperatura, y las etiqueta con distintas letras. Las más calientes son las azuladas O (con 20 a 40.000°C), luego les siguen las B, A, F, G (el Sol, por ejemplo), K, y las M, que son las estrellas más rojas y frías (unos 2500°C).
En las últimas décadas, el diagrama HR incorporó algunos nuevos “tipos espectrales”, como por ejemplo, la W, para designar a las ultra calientes estrellas “Wolf Rayet”. Y lo que más nos interesa aquí: si bien es cierto que no son verdaderas estrellas, la aparición de las enanas marrones obligó a agregar nuevas letras en la otra punta de la clasificación, más allá las rojizas estrellas tipo M (las más frías, que no sólo son las enanas rojas, sino también las gigantes rojas, estrellas enormes y ancianas).
Así, a grandes rasgos, las enanas marrones más calientes (1200-2000°C) llevan puesta la letra “L”, y las más frías (800-1200°C), la “T”. Pero ahora hubo que agregar otra letra a ese gran tablero estelar (o subestelar).
No es de extrañar que la novedad provenga, justamente, de un plan de búsqueda y estudio de enanas marrones: el Canada-France Brown-Dwarfs Survey (CFBDS), un programa científico principalmente a cargo de astrónomos de ambas naciones (aunque cuenta con la colaboración de investigadores de otros países).
Mientras estudiaban una región de la constelación de Cetus, la Ballena, con el gran Telescopio Franco-Canadiense, instalado en Hawai, estos cazadores de enanas marrones detectaron un débil punto de luz. Los análisis espectrales y posteriores imágenes infrarrojas, obtenidas también con otros telescopios (como el NTT, en el Observatorio europeo de La Silla, en Chile), confirmaron que se trataba de una enana marrón.
Y fue bautizada con el poco amistoso nombre de CFBDS J005910.83–011401.3 (por el nombre del programa, y las coordenadas celestes del objeto). O simplemente, CFBDS 0059. El hallazgo resultó ser verdaderamente revolucionario.
Por empezar, CFBDS 0059, que está a 40 años luz del Sistema Solar, tendría una masa de 15 a 30 veces la de Júpiter. Y, lo más curioso, brilla tan débilmente, que parece tener una temperatura superficial de “sólo” 350C (en comparación, el Sol, que es una estrella con todas las letras, tiene 5600°C).
Más o menos lo mismo que un horno casero a toda potencia. Y eso, de por sí, la convierte en la enana marrón más fría jamás observada. De hecho, si estuviese metida en un hipotético e inmenso cuarto oscuro, no la veríamos. Su resplandor apenas sería visible con visión infrarroja. Teniendo en cuenta su temperatura, todo indica que CFBDS 0059 es también muy vieja, con varios miles de millones de años de “enfriamiento” a cuestas. Tan fría es (o tan poco caliente, según como se la mire), que su espectro luminoso muestra huellas de amoníaco (NH3), algo nunca antes observado en objetos de su clase.
Pero sí en las atmósferas de Júpiter y Saturno, que, es cierto, son más fríos (-130 y -150C). Ese nuevo y raro perfil, inaugura un nuevo tipo espectral: el Y. Esta “estrella” tipo Y parece ser una especie de “eslabón perdido” entre las enanas marrones tradicionales (L y T), y los planetas gigantes. Un lógico y esperable nicho astronómico que aún estaba vacío.
Una vez más, la astronomía nos demuestra que el universo es un eterno cofre de sorpresas. Y que la ciencia es el más poderoso motor para el pensamiento y la imaginación de los hombres. Ahora ya podemos hablar de una nueva especie cósmica. Ni estrellas, ni planetas. Algo distinto, algo en el medio: Y. Algo que ni Hertzsprung ni Russell soñaron jamás.
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