Sábado, 19 de julio de 2008 | Hoy
Las fronteras del conocimiento están donde uno menos se lo espera; no solamente en las profundidades del átomo o en los lejanos rincones del universo: hay sistemas macroscópicos (como los turbulentos) que son, todavía, difíciles de explicar, complicados de abarcar mediante una ley general. Una frontera, aquí nomás, a tiro de una canilla o del humo de un cigarrillo que se eleva rectamente y que de pronto se deshace en numerosos torbellinos.
Por Matias Alinovi
Las escalas menores de todo género narrativo, los relatos dentro del relato, establecidos por el uso, suelen construirse sobre supuestos problemáticos. La divulgación emplea esos recursos con monótona prodigalidad. Por ejemplo, la frase grandilocuente del científico célebre que admite referencias a Dios para dejar establecida una relación jerárquica de relativa igualdad; como si ambos, Dios y la celebridad, se ocuparan en definitiva de los mismos temas. Ya no podemos leer sin bostezar que Dios no juega a los dados, ni que Bertrand Russell se preparaba para enfrentar la ira de Dios ante su incredulidad repitiendo: “no nos has dado evidencia suficiente”.
Reprimamos, sin embargo, un último bostezo para leer que en 1932 Sir Horace Lamb admitió ante la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia ser un hombre ya viejo, que esperaba morir y ser finalmente esclarecido en dos materias: la electrodinámica cuántica y la turbulencia de los fluidos. “Respecto de la primera –habría rematado Sir Horace–, soy francamente optimista.” Una tradición apócrifa conspira, sin embargo, contra el ingenio de Lamb atribuyendo una salida casi idéntica a Heisenberg. En su caso, previsiblemente, la relatividad ocupa el lugar de la electrodinámica cuántica.
Sin mayor esfuerzo entendemos entonces, gracias a los recursos menores del género, que, por lo menos hacia 1932, el problema de la turbulencia de los fluidos no había sido resuelto y que el pronóstico de su esclarecimiento en la Tierra no era el más optimista. No se trataba, ciertamente, de un problema nuevo. Con ese aire inaugural que confieren sus bocetos a todo lo bocetado, Leonardo da Vinci había dibujado flujos turbulentos a principios del siglo XVI, y a finales del XIX Osborne Reynolds los estudiaba inyectando pacientemente chorros de tinta en un conducto de agua quieta. Es convencional decir también que los mejores físicos y matemáticos –W. Heisenberg, R. Feynman, A. Kolmogorov– fracasaron al intentar resolver el problema.
La turbulencia es un fenómeno complejo, aparentemente aleatorio, pero que presenta al mismo tiempo ciertos patrones ordenados, cierta regularidad. Es difícil subestimar su importancia. Sin turbulencia no ocurriría la mezcla explosiva de aire y combustible que hace funcionar los motores, serían distintos los fenómenos del transporte del calor, y hasta se alterarían definitivamente las mareas. Digamos que la vida, tal como la conocemos hoy en la Tierra, no sería posible.
Menos conocida, menos apreciada quizás, es la riqueza intelectual de la discusión del problema, y el lugar central que ocupa en la física moderna. Hace más de cien años que el fenómeno se estudia científicamente. Por esa larga cronología aparentemente infructuosa, se dice también que es el último de los grandes problemas abiertos de la física clásica.
Enciendo un cigarrillo; lo apoyo sobre el brazo del cenicero y veo ascender el humo. El humo asciende formando una columna regular. Es un ascenso ordenado. Pero inopinadamente, en algún punto ignorado del espacio, la regularidad se altera, el humo se bifurca en una suerte de embudo, parece dispersarse aleatoriamente. Sé que lo mismo ocurriría si observara la estela dibujada por el agua, o por el aire, que encuentra a su paso un obstáculo (una piedra en el río, un barco en el mar, el perfil del ala de un avión); la primera parte de la estela es ordenada, la segunda turbulenta.
Todos los fluidos, al moverse, atraviesan esos dos regímenes: el laminar, caracterizado por el orden; el turbulento, caracterizado por el desorden. La pregunta que se plantea el estudio de la turbulencia es: ¿es posible decir algo general sobre el régimen turbulento? ¿Es posible reconocer algún tipo de orden, aunque se sea incapaz de advertirlo a primera vista, como en el caso del régimen laminar? ¿Es posible establecer algún resultado universal sobre el fenómeno, que trascienda las características particulares de cada caso y sirva para todos los regímenes turbulentos?
Lo primero que uno podría preguntarse es bajo qué condiciones ocurre la transición hacia el régimen turbulento. Eso, precisamente, es lo que se preguntó Osborne Reynolds, un matemático irlandés, hacia 1890. Reynolds observaba el desplazamiento de diversos fluidos a través de una canaleta. Sabía, como lo sabemos nosotros de la experiencia diaria, que si inclinaba un poco la canaleta, y el fluido era viscoso, el régimen turbulento no se alcanzaba nunca. Por el contrario, los líquidos poco viscosos, desplazándose a gran velocidad, entraban rápidamente en régimen. Reynolds se dijo que quizá podría, para cada caso particular, encontrar una cantidad, un número característico, en cuyo cálculo entrarían en juego la viscosidad del fluido, su velocidad y alguna dimensión específica del problema (las canaletas angostas eran más propicias a la turbulencia que las anchas), que le daría una suerte de medida de “la turbulencia de la situación”. Para abreviar, digamos que el número que Reynolds propuso es el más importante de la física de fluidos, y que permite -–entre otras cosas-– predecir bajo qué condiciones un flujo particular estará en su régimen laminar y cuándo entrará en su régimen turbulento. El número de Reynolds es la expresión formal de una serie de intuiciones que tenemos de la experiencia cotidiana.
Si Reynolds estableció el criterio, las primeras observaciones cualitativas sobre la turbulencia se deben a Lewis Fry Richardson, un matemático británico que aplicó las matemáticas a cuestiones inaugurales, hasta entonces no tocadas por la disciplina: la guerra y la meteorología. Inspirado en principios pacifistas, Richardson intentó un análisis matemático de la guerra que facilitara la predicción de conflictos internacionales. Estableció una relación entre la probabilidad de que dos países entraran en guerra y el largo de su frontera común, que admitía esta sutileza: la probabilidad de la guerra era más sensible a las discrepancias sobre la longitud de una frontera común que a la longitud misma. En registros históricos encontró fuentes que computaban el largo de la frontera entre España y Portugal en ochocientos kilómetros, y fuentes que hablaban de mil doscientos. Después, mediante argumentos fractálicos, razonó la imposibilidad de medir con precisión cualquier frontera.
Pero sus inquietudes meteorológicas (en su libro Weather Prediction by Numerical Process –1922–, anterior a la más rudimentaria computadora, proponía métodos numéricos para pronosticar el clima de las próximas veinticuatro horas mediante una calculadora) lo llevaron naturalmente a estudiar los regímenes turbulentos.
Richardson observó que esos regímenes estaban caracterizados por remolinos, zonas de gran actividad, a los que llamó vórtices, que se desplazaban a través de zonas calmas. Los vórtices eran de tamaño variable, y parecían destruirse para dar lugar a otros vórtices, menores y más numerosos. Los primeros vórtices, los que se formaban cuando el fluido entraba en el régimen turbulento, eran de un tamaño que, de algún modo, tenía que ver con las dimensiones características del problema (agitando el agua de recipientes mayores se obtenían vórtices mayores). Esos primeros vórtices se rompían para dar lugar a otros, menores, que a su vez daban lugar a otros menores. ¿Hasta cuándo?
Para expresar su observación Richardson parafraseó al gran escritor Jonathan Swift. En una de sus obras Swift (1733) decía que los naturalistas observaban las pulgas para descubrir que sobre sus lomos tenían pulgas que las mordían, y que a esas pulgas las mordían otras, “y así hasta el infinito”. Richardson escribió, en su libro sobre las predicciones meteorológicas, que: “Los grandes vórtices tienen pequeños vórtices / que se alimentan de su velocidad / y los pequeños vórtices otros más pequeños / y así hasta la viscosidad”.
¿Por qué “hasta la viscosidad”? Porque Richardson entendió que la energía cinética que se le entregaba a un fluido (no otra cosa es agitarlo sino entregarle energía cinética, energía de movimiento) para que alcanzara el régimen turbulento, y que se manifestaba en la formación de dos o tres grandes vórtices, se dividía, se repartía –se redistribuía, si se quiere–, entre los vórtices que habían surgido de esos dos o tres vórtices iniciales, que a su vez lo redistribuían entre los vórtices más pequeños que surgían del mismo proceso, hasta que de algún modo la viscosidad del fluido, que es la manifestación macroscópica de la fricción molecular, permitía que la energía cinética inicial se disipara efectivamente en forma de energía interna, es decir, en agitación de las moléculas y, en definitiva, en forma de calor. Richardson entendió que la distribución de la energía cinética atravesaba las escalas, subdividiéndose, y llamó al fenómeno, o a la imagen que se había hecho del fenómeno, “cascada de energía”.
No se le escapó, sin embargo, la impronta fractálica, por llamarla de alguna manera, del problema, o de la imagen del problema. En definitiva, observando el fluido turbulento a escalas progresivamente menores (haciendo zooms progresivos sobre el fluido turbulento) siempre se encontraba una situación equivalente: vórtices subdividiéndose. La descripción cuantitativa del fenómeno de la turbulencia –cualquier ley que en el futuro viniera a describir el fenómeno– debía dar cuenta de esa cualidad.
El matemático ruso Andrei Kolmogorov (K) tomó el estudio de la turbulencia en el estado de descripción cualitativa en que Richardson lo había dejado, y, aventurando una serie de hipótesis interesantes, logró, hacia 1940, obtener un primer resultado general.
Richardson había observado, correctamente, que los primeros remolinos del régimen turbulento eran particulares, específicos de cada caso. Es decir, su tamaño, su orientación (pero también su velocidad, y el tiempo que tardaban en deformarse) dependían del problema considerado; por ejemplo, de la forma del recipiente que contuviera al fluido.
Ahora bien, K postuló que para números de Reynolds muy altos, es decir, para fluidos muy turbulentos, los movimientos turbulentos de las pequeñas escalas eran estadísticamente isotrópicos. ¿Qué quiere decir isotrópicos? Que no permitían discernir ninguna dirección espacial preferencial. Lo que K postulaba era que a través de la cascada de Richardson, la información geométrica y la información direccional del problema se perdían. Si los grandes vórtices eran distintos en distintos problemas, los pequeños eran siempre iguales a sí mismos, porque a través de la cascada habían perdido la memoria del problema específico del que procedían. K postulaba, en definitiva, que las pequeñas escalas tenían un carácter universal; que eran las mismas para todos los fluidos turbulentos con número de Reynolds suficientemente alto.
Digámoslo así: K entendió, filosóficamente, que la turbulencia era el modo en que los vórtices se transferían la energía a partir de una cierta escala; que la turbulencia era la forma de la redistribución de la energía entre las escalas. Y que por eso todos los zooms se parecían, porque el mecanismo de redistribución de la energía atravesaba todas las escalas. En aquellos pasos redistributivos, la energía no se perdía, simplemente se repartía entre los vórtices.
Era la primera afirmación universal sobre el fenómeno de la turbulencia; pero era un postulado. Para confirmarlo, de alguna manera, K debía emplearlo para deducir una ley que luego pudiera corroborarse mediante mediciones en el laboratorio. Es lo que hizo. Con ese postulado (y algunas otras hipótesis que le permitieron simplificar de algún modo el problema) calculó el espectro de energía del problema, es decir, la función que establecía cómo se distribuía la energía en función del tamaño característico de los vórtices. K obtuvo una función exponencial decreciente, que de algún modo confirmaba aquella impresión de Richardson de la cascada de energía: cuanto menor era la escala considerada, mayor era la tasa a la que se distribuía la energía.
Fue una victoria, pero una victoria efímera. El apogeo de una visión de la turbulencia que desde aquel momento empezó a declinar. La teoría de K asumía que la turbulencia era estadísticamente autosemejante a diferentes escalas, es decir, que la estadística era la misma para los distintos vórtices. Pero esa invariancia estadística llevaba a su vez a predecir formas del campo medio de velocidades en el fluido que en la realidad no se observaban. De un modo general, el espectro de K se observaba sólo en casos particulares, lo que resentía su universalidad. Esas discrepancias entre la teoría y las observaciones empíricas condujeron al estudio de los fenómenos de la intermitencia, un nuevo campo que quizá permita corregir la teoría de K y entender qué hay de verdaderamente universal en el fenómeno de la turbulencia.
El problema de la idea de universalidad de la turbulencia consiste en lo siguiente: en realidad, las distintas turbulencias son parecidas en algunos aspectos, pero distintas en otros; un poco como ocurre con los átomos: los mismos elementos esenciales se combinan para formar compuestos distintos entre sí. Con algún escepticismo, uno podría preguntarse si tiene sentido hablar del fenómeno de la turbulencia divorciada del contexto específico en el que se da. Si no tiene sentido, entonces el problema a la K está mal planteado.
Hoy los físicos se preguntan si la visión K del fenómeno de la turbulencia, que permitió un primer resultado general, no impidió todo otro avance. O bien la turbulencia es un problema mal formalizado, o bien es algo peor: un problema mal planteado. Quizá sea un fenómeno demasiado complejo para las herramientas –experimentales, teóricas, numéricas– disponibles.
En conclusión, si el modelo a la K está mal planteado, quizá considerar los fenómenos turbulentos del campo, sus patrones inestables, bajo el paradigma de la redistribución, sea un error. Lo que es seguro es que permitió una victoria efímera, y que hasta ahora es lo único que hay.
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