Las valoraciones de la teoría del equilibrio puntuado han oscilado entre la irrelevancia y la ruptura del paradigma evolutivo. Con la muerte de Stephen Jay Gould en 2002 la teoría pierde, sin duda, a su mayor defensor, pero quizá también al polemista que más acabadamente impidió la discusión desapasionada de una hipótesis paleontológica interesante.
› Por Matias Alinovi
El Nuevo Testamento exige, de algún modo, el sudario. Lo supieron los arduos hacedores de reliquias: con el libro nunca alcanza, y aun para imponer a Dios como principio, la evidencia material puede ser indispensable. Lo es, sin duda, para ejecutar la operación inversa y volverlo una hipótesis superflua en la descripción de un proceso. Pero el carácter esencialmente ambiguo de la evidencia material a veces le permite servir a causas antagónicas; como el sudario.
En noviembre de 1859 Darwin publicó sus meditadas ideas sobre el origen de las especies. Thomas Huxley, con énfasis característico, le juró instantánea fidelidad hasta la hoguera en la defensa de aquellas ideas acreditadamente heréticas. En torno a Huxley se apretaron los defensores de la transformación. En la vereda opuesta, más numerosos y respaldados por todas las tradiciones –aun por la científica, a través de Georges Cuvier–, se acomodaron como malevos a punto de batirse a duelo los adversarios creacionistas. Pronto se libró batalla en el terreno resbaladizo de la opinión pública. Vencer suponía dar con una prueba material contundentemente publicitaria, a favor o en contra, de la evolución orgánica.
Por su carácter circunstancial, disperso, ninguna de las pruebas que Darwin presentaba en su libro alcanzaba la perfecta contundencia argumentativa. Darwin invocaba las distribuciones geográficas o las similitudes anatómicas de las especies que había aprendido a reconocer durante su viaje a bordo del HMS Beagle por los mares del Sur, y aspiraba a que la evidencia cobrara fuerza por efecto acumulativo. Pero los picos dispares de los pinzones de las Galápagos no eran, no podían ser, el argumento definitivo que iba a venir a convencer a los detractores de la evolución; la observación nada quiere decir sobre la pertinencia de los fundamentos científicos de Darwin, sino sólo sobre sus virtudes publicitarias.
Por otra parte, la división de las opiniones entre los naturalistas era anterior y extraña, en buena medida, a la argumentación científica.
La idea de la transformación orgánica era simplemente odiosa para algunos e irresistible para otros. Los conservadores en materia política, los apegados a la tradición religiosa –como Adam Sedgwick o Georges Cuvier–, se oponían a la evolución de las especies por una oposición ontológica al cambio, definitiva. Los radicales en materia social, los que esperaban novedades –como Jean-Baptiste Lamarck y Robert Chambers–, adscribían fatalmente a la doctrina de la evolución porque creían en las virtudes del cambio, y lo alentaban.
Pero, ¿qué prueba material contundente de la realidad de la evolución podían presentar los seguidores de Darwin para decidir a su favor la batalla que se libraba en la opinión pública? Huxley, siempre dispuesto, pensó en los fósiles. Darwin mismo los había invocado como prueba general de la evolución; una entre tantas. Huxley calculó que si los paleontólogos lograban descubrir secuencias de especies fósiles que convergieran en las especies modernas, la opinión pública creería en la verdad de la evolución; vería su verdad como una revelación, asistiría a la materialización de la evidencia. Huxley, junto a un grupo esforzado de evolucionistas, se aplicó a excavar.
Lo notable, lo característico, es que hasta entonces los fósiles habían sido el baluarte argumentativo de los creacionistas, la gran prueba material con que impugnar la evolución. Los fósiles podían servir a causas antagónicas, y de hecho lo hacían. Georges Cuvier, el hombre que había inventado la paleontología, no creía en la evolución sino en la periódica intervención divina en la historia del mundo, y argumentaba que los fósiles constituían el registro material de esa intervención.
¿Qué mostraba el registro fósil? Abruptas discontinuidades. En cualquier parte donde se excavara, las especies fósiles parecían haber prosperado sin mayores cambios durante cientos de miles de años, hasta ser, inopinadamente, reemplazadas por especies nuevas. Eso probaba que las especies no surgían unas de otras, sino que Dios las creaba periódicamente. Así, la huella fósil era la prueba material de la intervención de Dios.
Darwin había empleado dos capítulos de su libro El origen de las especies para responder a Cuvier. Argumentaba que aun con aquellas notables discontinuidades, el perfil global del registro fósil confirmaba la teoría de la evolución porque exhibía una tendencia reconocible hacia la variedad y la complejidad orgánica de las especies. Pero además observaba que del estudio del registro fósil no podía inferirse que existiera una velocidad uniforme de cambio. Algunos organismos prosperaban durante varias eras geológicas. Otros, por el contrario, aparecían y desaparecían rápidamente.
Ninguno reaparecía después de haberse extinguido. Darwin veía en esa falta de uniformidad en el cambio la prueba de que la selección natural no era un proceso dirigido, sino azaroso. ¿Y cómo explicaba la abrupta aparición de especies nuevas? Por el conocimiento imperfecto del registro. Porque sólo había sido explorada una parte exigua del mundo, porque sólo algunos organismos lograban preservarse como fósiles, nuestro conocimiento del registro fósil era incompleto. Darwin confiaba en que ulteriores investigaciones paleontológicas descubrirían las formas intermedias, los eslabones perdidos del árbol de la vida.
Sabemos que a partir de 1930 las ideas de Darwin y las leyes develadas de la genética dieron lugar a una suerte de teoría unificada de la evolución, la síntesis moderna, que estableció la selección natural como el mecanismo principal del cambio evolutivo, y relegó otros mecanismos hasta entonces considerados válidos –como el saltacionismo de Huxley, que creía en la posibilidad del origen repentino de nuevas especies, o la herencia de los caracteres adquiridos, o la ortogénesis, una suerte de fuerza intrínseca a la materia orgánica que conducía el progreso evolutivo.
La síntesis moderna presentó la evolución como un proceso gradual de adaptaciones infinitesimales, sin divisiones radicales de los individuos en especies perdurables. ¿Y cómo explicaba las discontinuidades del registro? Como lo hacía Darwin. Durante generaciones sus epígonos repitieron convencidos que ulteriores investigaciones paleontológicas perfeccionarían indefinidamente el conocimiento del registro fósil hasta materializar su modelo de cambio gradual. Eso nunca ocurrió.
De modo que los teóricos de la síntesis se abocaron con naturalidad creciente a extrapolar datos de sus modelos matemáticos para bosquejar el perfil morfológico ideal de la evolución, mientras relegaban los fósiles a los museos como objetos ambiguos, expuestos para convencer de la realidad de la evolución. La discusión sobre las discontinuidades del registro fósil quedó relegada, hasta que en los ’70 dos paleontólogos norteamericanos, Stephen Jay Gould y Niles Eldredge, la reavivaron al intentar explicarla en términos evolutivos.
En 1972 Eldredge y Gould publicaron el primero de una serie de trabajos que darían lugar a la Teoría del equilibrio puntuado y que despertarían críticas feroces. Lo que pretendían era, simplemente, imaginar un mecanismo de surgimiento de las especies extintas que diera cuenta de la discontinuidad del registro fósil.
Las ideas de Eldredge y Gould eran la aplicación a las especies extintas de las ideas del biólogo alemán Ernst Mayr sobre el surgimiento de las especies modernas. Para definir su concepto biológico de especie en las poblaciones modernas, Mayr utilizaba el criterio del aislamiento reproductivo. Un caballo y un burro pertenecen a especies distintas porque el resultado de su cruza es estéril; aun cuando la morfología indica que proceden de antepasados comunes, están reproductivamente aislados. Siempre que exista ese aislamiento se puede hablar de especies separadas.
Mayr afirmaba también que el proceso más común que da origen a las especies modernas no implicaba la transformación total de una especie antigua en una nueva (la anagénesis) sino que ocurría por cladogénesis, es decir, por una bifurcación en el árbol evolutivo. La formación de una nueva especie ocurría, explicaba Mayr, cuando un grupo minoritario quedaba geográficamente aislado del grupo principal.
El nuevo entorno y la reserva restringida de genes –los ejemplares aislados eran pocos– aceleraban el proceso evolutivo y facilitaban la formación de una especie nueva. Sin embargo, una vez configurada, la nueva especie podía ser tan estable como la primera, y hasta volver a ocupar el lugar que ocupaba la especie ancestral. Mayr llamó al proceso “especiación peripátrica”.
Mayr explicaba también que aunque la especiación peripátrica era la más común en la naturaleza, la frecuencia con que ocurría dentro de una especie era muy baja. A lo largo de la historia de su desarrollo una especie podía producir alguna especie hija –una o dos, digamos– o ninguna. Además, el período de transición entre la especie ancestral y la especie hija era pequeño comparado con el período de existencia de una especie particular, como si existiera una suerte de inercia, una resistencia al cambio, en la población ancestral, que no existía en el grupo reducido, expuesto a condiciones distintas.
Pensemos en un ejemplo. Los caballos existen en una región determinada durante cientos de miles de años. En algún momento, una barrera natural aísla a un grupo reducido de caballos del grupo principal. Aislados, prosperan algunos miles de años, durante los cuales se convierten en burros. Cuando los burros vuelven a encontrarse con los caballos, porque la barrera natural que los aislaba desapareció, encuentran que existe ahora una barrera reproductiva: se ha producido la división de las especies, la especiación peripátrica.
Eldredge y Gould postularon que, en el caso de las especies extinguidas, las cosas habían ocurrido de un modo similar. Que la paleontología podía, debía, inspirarse en la biología. Así, propusieron que las especies fósiles también habían surgido por especiación peripátrica y se preguntaron qué debería mostrar el registro fósil en ese caso. La respuesta era previsible: lo que mostraba.
En cualquier terreno, los paleontólogos deberían encontrar restos fósiles de grandes poblaciones centrales, más o menos estáticos, iguales a sí mismos durante cientos de miles de años (los caballos del ejemplo), y luego, inopinadamente, verían quizás aparecer restos fósiles de una especie nueva (los burros del ejemplo), descendiente de la anterior, que aparecía por migración desde la región periférica en la que había evolucionado.
El esquema explicaba la dificultad para encontrar formas intermedias entre las especies: la evolución de caballo a burro había ocurrido en una zona periférica y en un tiempo relativamente corto. Las formas intermedias existían, sin duda, en la zona periférica en que había ocurrido la evolución, pero encontrarlas era extremadamente improbable, dada la velocidad a la que se producía el evento, la zona geográficamente limitada en la que ocurría, y lo exiguo de la población.
En conclusión, para Eldredge y Gould el registro fósil era una fidedigna representación de lo que predecía la teoría evolutiva, y no un pobre vestigio de lo que realmente había ocurrido. Escribieron: “Si surgen nuevas especies con gran rapidez en poblaciones locales pequeñas y aisladas en las periferias, entonces esperar secuencias de fósiles que cambien de manera gradual y casi imperceptible es una quimera. Una nueva especie no surge por la lenta transformación de todos sus antepasados. Muchas discontinuidades del registro fósil responden a situaciones reales”.
Pero los teóricos de la síntesis creían explicar todo fenómeno evolutivo únicamente en términos de una selección natural que actuaba sobre las variaciones hereditarias que se producían dentro de una población. En su concepción, las especies variaban lentamente, como un todo. Un párrafo como el anterior, que parecía admitir cambios más o menos repentinos en la evolución de las especies, debía ser considerado como herético. Y lo fue.
Además, Stephen Jay Gould era un divulgador famoso, que vendía miles de libros, un escritor de éxito que utilizó su fama y sus libros para difundir sus ideas sobre la evolución, lo que trasladó definitivamente la discusión fuera del ámbito de la argumentación científica. En alguna medida, del modo más curioso, renació la polémica entre conservadores y revolucionarios del siglo XIX. Gould, imparable, escribió artículos quizá no muy pertinentes en el contexto de la defensa de su teoría científica, en lo que consideraba las raíces culturales del gradualismo como hundidas en los valores de la sociedad victoriana.
Escribió que “nuestra preferencia general por el gradualismo era una postura incrustada en la historia moderna de la cultura occidental, y no una observación empírica inferida a partir de nuestro estudio objetivo de la naturaleza”. Además, contó que su padre, de niño, lo había introducido en el marxismo, y que el hecho quizá no debía considerarse como ajeno a su inclinación por el puntualismo. Previsiblemente, esas consideraciones extemporáneas hicieron que se desestimaran sus explicaciones paleontológicas y que se lo acusara de impulsar una agenda política marxista fingiendo discutir una teoría científica. Otra vez, las simpatías se acomodaban más allá de la argumentación lógica.
Richard Dawkins y Daniel Dennett se posicionaron como los críticos más acérrimos del equilibrio puntuado. La crítica mayor, y más consistentemente científica que hicieron a Gould era la de haber tergiversado deliberadamente las ideas de Darwin para presentar las suyas. Explicaban que Gould podría haber presentado su hipótesis del equilibrio puntuado sobre la base de una serie de observaciones geológicas, geográficas y taxonómicas, pero que, inmoderadamente, había preferido bautizar como “gradualismo filogénico” la visión de Darwin para demostrar, por oposición, que el equilibrio puntuado era preferible en varios aspectos. Era una crítica atendible. Siempre hubo algo de impostura en los escritos de Gould.
Según los puntualistas, a partir de Darwin se creía que las especies surgían de la transformación lenta y uniforme de una población ancestral; que esa transformación involucraba a toda la población, y que ocurría sobre una gran extensión. Esas convicciones implicaban que, idealmente, el registro fósil del origen de una nueva especie debía consistir en una larga secuencia continua de formas intermedias, graduales, que unían al ancestro con el descendiente, y que las discontinuidades morfológicas en la secuencia filogénica sólo podían deberse a las imperfecciones del registro geológico.
Ahora bien, Dawkins y Dennett les retrucaron pertinentemente que quizás existieran quienes acordaran con el “gradualismo filogénico”, pero que era incorrecto, y aun de mala fe, atribuir el concepto a Charles Darwin. Hay que decirlo, Darwin había mencionado explícitamente que no existían velocidades regulares de cambio –era el argumento que en su opinión demostraba que la evolución no había sido dirigida– y reconocía que los cambios ocurrían con mayor probabilidad en los grupos menores.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux