FISICA DE LAS PARTICULAS
› Por Matías Alinovi
Hay un cierto malestar a propósito de las noticias que se publicaron durante las últimas semanas sobre el experimento del Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire (CERN). ¿Qué distingue a esas noticias? ¿Qué tienen en común? Una falta de distancia crítica, una cercanía obnubilatoria con el aparato que impide inscribir el experimento en la historia de la física del siglo XX, o preguntarse sobre su pertinencia. Como si el poder del aparato nos eximiera del pensamiento. Pensar es administrar la ignorancia. Si la máquina es de dios, no hay nada que pensar: dios piensa por nosotros. Con dios el pensamiento se clausura.
En momentos así se tiende a ocultar la ardua epopeya de la razón, y que propaga la idea de que la ciencia ve, aguzando los sentidos –construyendo aparatos cada vez más poderosos–, lo que antes no veía, que ve la realidad, que ve, en definitiva, las astucias con las que dios hizo física en el principio de los tiempos. Y lo extraordinario es que la física la hacemos los hombres. “Máquina de dios” es una expresión absurda –salvo quizá como piropo– por muchas razones, pero también por una razón epistemológica: dios no necesita la máquina porque no tiene un modelo de la realidad.
En términos de divulgación, el bosón es inexplicable. ¿En qué sentido? Se puede decir que las cosas fallan por el lado de la metáfora. Si la metáfora acerca una imagen a una idea –el río y la vida, digamos– para iluminar el sentido de la idea, la divulgación de la física de partículas podría ser el reino de la metáfora trunca. Si una imagen, como onda, o partícula, se acerca a un objeto matemático, desde el mundo opaco de la matemática difícilmente se refleje la luz especular del concepto iluminado, que esclarece el sentido. El bosón de Higgs, una monumental construcción matemática, es el límite de la pertinencia divulgativa. ¿Cómo hablar de objetos matemáticos sin matemáticas? Equivale a hablar de las palabras sin palabras.
De todas formas, hay que contar. Contar es resistirse a la banalidad. Y la historia podría empezar con Emmy Noether, matemática alemana de principios del siglo XX, y con su resultado: el más elegante, el más profundo de la intersección entre la física y las matemáticas. Se podrá objetar que la simetría no irrumpe en la física con Noether. Que su poder –y es lo que dice P.W. Anderson, un Higgs oculto, a quien algunos, como Murray Gell–Mann, el inventor de los quarks, reconocen el haber sugerido la idea del bosón antes que nadie– puede haber sido entrevisto por Newton, cuando entendió que la materia obedecía en la Tierra las mismas leyes que en el cielo. Y es verdad, pero lo que nos interesa aquí es que con Emmy Noether los argumentos de simetría irrumpieron en la física como modus operandi.
En 1915 demostró que, asociada a cada simetría continua de un sistema dado, existe una cantidad conservada: si un sistema es invariante ante la traslación temporal, es decir, si al trasladarlo en el tiempo no varía, la energía del sistema es constante. Resultados análogos se obtienen con las traslaciones en el espacio y el momento lineal; o las rotaciones y el momento angular. El teorema no es difícil de estudiar, y si uno se decide tendrá una idea precisa de la impronta característica de la física, a partir de Noether, para encarar una serie de interrogantes. Ante un problema dado, los físicos se preguntan qué cosa se les podrá hacer a qué variables sin que el problema cambie. En términos algo más estrictos, ante qué operaciones de simetría es invariante el sistema que estudian.
Ante las partículas elementales también pueden invocarse argumentos de simetría y reconocer cantidades conservadas: cambiar de signo la carga de una partícula, o reflejar la realidad en un espejo, invirtiendo las mitades izquierda y derecha del universo, son operaciones de simetría. Pero digamos que, en general, las cosas se complican. Que ahora, cuánticamente, debemos admitir violaciones parciales de las leyes de conservación.
Clásicamente, un campo es cualquier magnitud física que presenta cierta variación sobre una región del espacio. El campo es una abstracción históricamente introducida para explicar la acción a distancia de las fuerzas de gravedad, de la eléctrica y la magnética.
Pero los campos cuánticos ya no son lo que eran los clásicos. Dos electrones sienten una fuerza de repulsión. ¿Hay acción a distancia? No, la física de partículas exige que la fuerza que experimentan tenga un mediador. Uno de los electrones emite una partícula –sin masa, que viaja a la velocidad de la luz– y el otro la recibe (emitir, recibir son palabras sin sentido, o de sentido metafórico trunco). La partícula que emiten y reciben es el fotón, mediador de la fuerza electromagnética.
Clásicamente podríamos objetar que al emitir un fotón desde la nada, el electrón viola ostensiblemente el principio de conservación de la energía. Pero en la física cuántica, que legisla el comportamiento de las partículas, la conservación de la energía no rige en intervalos cortos de tiempo sino sólo a largo plazo.
Esa propiedad de la mecánica cuántica es una manifestación del principio de incertidumbre de Heisenberg aplicado a la energía y al tiempo. Lo mejor, quizás, es pensar que el sistema toma prestada una cantidad de energía que permite al primer electrón emitir el fotón, y que la devuelve cuando el segundo electrón lo absorbe. El proceso se conoce como “intercambio virtual” de un fotón. La cuántica es muchas veces un ejercicio de la confusión; quizá la acción a distancia fuera filosóficamente más conflictiva, pero estábamos acostumbrados.
El modelo estándar, que describe las interacciones de las partículas, es una teoría cuántica de campos. Ahí todo se parece a lo que acabamos de describir. Rige la cuántica y rige la localidad, es decir, todas las fuerzas fundamentales están mediadas por partículas equivalentes al fotón. La primera teoría cuántica de campos fue, justamente, la electrodinámica cuántica, la teoría del fotón y el electrón.
En 1928, Paul Dirac escribió una ecuación de ondas problemática con la que esperaba esclarecer el comportamiento del electrón, y que lo obligó a postular la existencia de una partícula nueva, con la misma masa del electrón y carga opuesta. La ecuación le hablaba de la existencia de esa partícula –de esa antipartícula– y Dirac no la quería escuchar. La partícula se llamó positrón, y al año siguiente, en 1932, fue medida en los laboratorios de Carl Anderson, en Inglaterra. Extraordinaria victoria de Dirac: su especulación teórica se confirmaba experimentalmente.
El experimento estableció que la simetría fundamental partícula–antipartícula, propia de la teoría cuántica de campos, era un fenómeno real. De acuerdo con la teoría, entonces, por cada partícula existe otra que se comporta como ella misma moviéndose hacia atrás en el espacio y en el tiempo. El modelo estándar puede considerarse, en gran medida, como una generalización de esos resultados. El electrón y el positrón se complementan con otros pares partícula-antipartícula, y los fotones con otros cuantos, que median otras fuerzas fundamentales.
El mismo año en que se midió el positrón, 1932, se descubrió el neutrón. Protones y neutrones se creyeron, al principio, fundamentales. Después se descubrió que eran entidades compuestas, formadas por quarks. La receta para elaborar un neutrón o un protón, a partir de los quarks es, más o menos, Gell-Mann dixit, mezclar tres quarks. Para que los quarks permanezcan confinados dentro del protón y del neutrón deben existir una fuerza que los una. Esa fuerza está mediada por gluones, equivalentes de los fotones, y es como un resorte que mantiene siempre unidos a los quarks. La fuerza nuclear o fuerte, la fuerza que mantiene unidos a protones y neutrones en el núcleo, es un efecto secundario de esa fuerza que procede de la interacción entre quarks y gluones. Ese es, más o menos, el exitoso modelo estándar, que tiene, sin embargo, un problema.
Entre las partículas mediadoras de las fuerzas fundamentales, algunas tienen masa, como los bosones W+, W- y Z0, mediadores de la fuerza débil, y otras no, como el fotón, mediador de la fuerza electromagnética. Lo único que debemos retener aquí es que toda esta historia de Higgs y del experimento del CERN parte del malestar que induce el hecho de que algunas partículas mediadoras tengan masa y otras no. Esa asimetría molesta.
Tener o no masa está asociado a otras propiedades. No tenerla implica moverse siempre a la velocidad de la luz y tener la posibilidad de rotar –metáfora del spin– sólo en dos direcciones. La fuerza mediada por una partícula sin masa es de largo alcance, como la electromagnética. Tener masa permite surcar el espacio a otras velocidades y ser capaz de rotar, también, en una tercera dirección. La fuerza mediada por una partícula con masa es de corto alcance, como la fuerza débil.
La cuestión es que si ninguna de las partículas mediadoras tuviera masa, si por un instante soñáramos con esa maravillosa posibilidad, las leyes que describen todas las interacciones admitirían una misma estructura matemática, la de las llamadas “teorías de gauge”, o de Yang-Mills. Dicho de otro modo, con la masa nula quedaría matemáticamente manifiesta la similitud entre las distintas fuerzas fundamentales, y seríamos todos felices, porque tendríamos una teoría unificada de las fuerzas fundamentales (sí, salvo una, la de gravitación).
La estructura de esas teorías abusa de un concepto, el de invariancia frente a un determinado tipo de transformaciones matemáticas, las transformaciones “de gauge”. Invariancia en el sentido de Noether: ejecutar una operación sobre el sistema que no altere las soluciones. Una transformación de gauge es una transformación de algún grado de libertad interno del sistema que no modifica ninguna propiedad observable, y que podría pensarse como una suerte de rotación. Una rotación local, que cambia punto a punto; algo muy raro.
Pero alcanzar la extraordinaria reunión de todas las interacciones bajo una misma estructura matemática sólo se consigue al precio de olvidar la masa de algunas partículas masivas. Esas partículas violan la simetría propia de las teorías de gauge, y aunque uno querría que las cosas no fueran así, si las partículas tienen masas medidas en los laboratorios, qué sentido tiene emperrarse con el modelo matemático y forzar lo que no debe forzarse. Así que, por este lado, hasta aquí llegamos, con alguna tristeza.
Ahora bien, paralelamente (metáfora) a las “teorías de gauge” circulaban por la física modelos llamados “de ruptura espontánea de simetría”. P.W. Anderson publicó un artículo en Science, en 1962, en el que inmoderadamente utilizaba el concepto de ruptura espontánea de simetría para explicar, por ejemplo, por qué las ciencias sociales no eran simplemente psicología aplicada, o por qué la física del estado sólido no se limitaba a aplicar los resultados de la física de partículas para resolver todos sus problemas.
El artículo se llamaba “Más es diferente”. La idea general es la siguiente: reducir toda la realidad a leyes fundamentales simples no implica que seamos capaces, a partir de esas leyes, de reconstruir el universo. Hay ejemplos paradigmáticos de la ruptura espontánea de simetría, como el cristal, o el imán, que Anderson trata en el artículo.
La cuestión es que los físicos de partículas utilizaron el concepto de la ruptura de simetría como una analogía. Peter Higgs pensó que podía aplicarlo, en el marco de una “teoría de gauge”, para hacer aparecer la masa de las partículas que había sido suspendida en el primer modelo estándar. Que algunas partículas tuvieran masa y otras no podía deberse a algún tipo de ruptura espontánea de simetría.
Higgs postuló entonces la existencia de un campo escalar (un número para cada punto del espacio), hipotético, que al interactuar con las partículas era el responsable de la aparición de la masa inercial de esas partículas.
En conclusión, después de Higgs, decimos que el modelo estándar es una gran “teoría de gauge” para partículas de masa nula más un mecanismo hipotético, dado por la interacción con el campo de Higgs. El bosón de Higgs es la partícula que media la interacción. Lo que equivale a decir que la masa de una partícula no es más que una apariencia: depende de la intensidad con la que interactúa con el bosón de Higgs.
La literatura de divulgación forjó imágenes para ilustrar la interacción entre el campo de Higgs y las partículas. Uno podría imaginar un cuarto lleno de invitados ansiosamente frívolos –los bosones de Higgs–, aunque uniformemente distribuidos. En cuanto una personalidad cualquiera entra al cuarto –la partícula que va a interactuar con el campo–, los invitados frívolos se aprietan en torno para hablarle. A la personalidad le cuesta cada vez más avanzar, como si inopinadamente adquiriera masa.
Más desagradablemente, el campo puede pensarse como una pileta de miel. La miel se pega a la partícula a medida que avanza. O también como un prado de altos pastos paralelos, que crecen en una misma dirección. Las partículas que avanzan en la dirección del pasto, no deben hacer ninguno esfuerzo; son las partículas sin masa. Las que siguen trayectorias que forman algún ángulo con el pasto, encuentran una resistencia variable.
Lo cierto es que postular campos ad hoc es una vieja tradición de la física. Salvando todas las distancias, hace cien años también existió, efímeramente, una sustancia hipotética por la que debía propagarse la luz, como las ondas en el agua. La comprobación de su no existencia, mediante un famoso experimento crucial, supuso un cambio de paradigma: la muerte del éter fue el nacimiento de la Relatividad.
El experimento del CERN confirmará, o no, la existencia de la partícula de Higgs. La muerte del campo de Higgs puede conducir al nacimiento de un nuevo modelo para las fuerzas fundamentales. En ese sentido debe entenderse el entusiasmo inverso de muchos ante la posibilidad de que el bosón no exista.
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