NATURALISTA: MODELO PARA ARMAR
› Por Michael Ruse
¿Qué podemos decir de la selección natural misma? ¿Es un concepto o una noción científica genuina? A muchos les inquieta la cuestión (Sober, 1984). Es una idea tan simple –Huxley se maldecía por no haberla imaginado él mismo– y, sin embargo, sus efectos parecen tan inmensos. ¿No habrá alguna trampa? ¿Ningún truco de brujería o prestidigitación? Empecemos por preguntarnos si se trata de una fuerza, como Darwin pensaba. ¿Puede ser? Por algún motivo, pensamos acertadamente que no. La selección natural no existe, no en el mismo sentido en que existe un planeta o una molécula.
Supongamos que tenemos una población de organismos, la mitad de los cuales son blancos y la otra mitad, negros. Hay un predador que devora más individuos negros porque se destacan sobre el entorno, de modo que al cabo de unas pocas generaciones la población es casi totalmente blanca. En ese caso, decimos que obró allí una “fuerza” selectiva, pero en realidad lo que hacemos al expresarnos así es abreviar toda la historia: que los individuos negros se destacaban y fueron devorados, y los blancos sobrevivieron. No hay en la selección natural nada más que esto.
En un mundo donde no necesitáramos abreviar y siempre rigiera el principio económico de la navaja de Occam, ni siquiera hablaríamos de la selección. En cambio, vivimos en un mundo donde necesitamos abreviar camino y el criterio de Occam a veces es demasiado radical. Por ejemplo, el huracán Katrina produjo una catástrofe terrible en Nueva Orleáns. Se podría decir que fue una cuestión del viento y la lluvia –si se quiere, que las moléculas se movían con determinada velocidad en cierta dirección– pero el común de la gente dirá aún que una fuerza terrible de la naturaleza azotó la ciudad.
En algún sentido, sería como decir que estoy sentado frente a un escritorio, en lugar de decir que estoy sentado ante un hervidero de moléculas que se mueven vertiginosamente, como acostumbraba hacer el físico Arthur Eddington (1929), y sería como sostener, además, que el escritorio es tan real como las moléculas, cosa que Eddington no solía decir.
Desde luego, hay más: si concebimos la configuración de moléculas como una fuerza, como un huracán, podemos compararlo y contraponerlo a otros fenómenos semejantes. ¿Realmente el Katrina fue tan devastador o lo que ocurrió se debió a una prevención inadecuada? El mismo procedimiento se aplica a la selección natural. ¿Se nos presentan fuerzas similares en el caso de organismos de color rojo y verde, por ejemplo? Nadie podría sostener que la fuerza de Darwin es idéntica a la de Newton por ejemplo, no rige para ella la ley de la inversa del cuadrado de la distancia, pero no veo razón alguna para no darle el nombre de “fuerza”. El hecho de que, en principio, sea o no observable, me parece una exigencia del juicio. Es evidente que la selección no fue para nosotros un fenómeno observable cuando obraba en el período cámbrico y que ahora tampoco es observable en el micronivel. Tal vez el lector prefiera decir que siempre vemos los efectos de la selección. Por mi parte, cuando veo un pájaro que lleva una oruga roja en el pico y veo además que queda otra de color verde en mis retoños de tomate, pienso que he visto la selección natural en acción.
Adviértase, empero, que la selección natural incorpora a la biología una manera especial de pensar, un pensamiento estadístico. De hecho, trabajamos con grupos y hacemos promedios. No decimos que las entidades o los sucesos individuales carecen de causas y, mucho menos, que hay un nivel más allá del cual no podemos discernir las causas como ocurre en la mecánica cuántica, pero hacemos caso omiso de las causas individuales y pensamos en los grupos.
Puede ser que el predador haya localizado determinado individuo de color negro por casualidad después de una esforzada búsqueda, pero pasamos por alto las circunstancias particulares: el meollo de la cuestión es saber qué proporción de individuos negros y blancos consiguió localizar el predador. Afortunadamente, Darwin no tuvo que luchar también en este frente porque en esa época los físicos también comenzaban a utilizar métodos estadísticos en su disciplina. El filósofo pragmático norteamericano Charles Sanders Peirce señaló ese paralelismo.
La polémica darwiniana es, en gran medida, una cuestión de lógica. Darwin propuso aplicar el método estadístico a la biología. Lo mismo se ha hecho en una rama de la ciencia muy diferente, la teoría de los gases. Si bien no podían predecir cuáles serían los movimientos de ninguna molécula de gas en particular a partir de ciertas hipótesis sobre la constitución de esos cuerpos, aplicando la doctrina de las probabilidades, Clausius y Maxwell pudieron, sin embargo, predecir que, a largo plazo, tales y cuales proporciones de las moléculas adquirirían tales y cuales velocidades en determinadas circunstancias; que en cada segundo se producirían tantas colisiones, y de esas proposiciones pudieron inferir ciertas propiedades de los gases, especialmente sus relaciones con el calor.
Análogamente, Darwin no puede decir qué operación de variación y selección natural se producirá en cada caso individual pero demuestra que, a largo plazo, esas operaciones acabarán por adaptar los animales a sus circunstancias (Peirce, 1877: 3). Da la casualidad de que Peirce nunca fue un devoto de la teoría de Darwin, pues en 1893 pensaba que, “para una mente imparcial, su suerte parece menos optimista que hace veinte años” y que, incluso entonces, “de ninguna manera parecía algo probado ni siquiera aproximadamente” (Peirce, 1893; reimpr. 1935: 6, 297). Sin embargo, no tenía objeciones ante el enfoque grupal adoptado por Darwin.
Pero hay otra cuestión espinosa, algunos dirán que la más espinosa con respecto a la selección. Veamos: si la selección natural equivale a la supervivencia de los más aptos, ¿no implica esta formulación una tautología? ¿Quiénes son los más aptos? Pues, ¡los que sobreviven! Por consiguiente, hablar de selección natural es volver a describir con palabras floridas el mismo fenómeno: los que sobreviven son los que sobreviven.
No se trata en absoluto de una noción empírica. Son muchos los que han esgrimido este argumento, y no todos ellos eran enemigos de la ciencia. Durante mucho tiempo, el filósofo de la ciencia austrobritánico Karl Popper (1974) pensaba que el darwinismo no era una teoría genuina sino un “programa de investigación metafísica” porque la selección natural era una tautología.
Sin duda, la objeción no es desechable totalmente, pero no es tan devastadora como pretenden los críticos de la teoría. ¿Por qué? En primer lugar, hay diferencias en las poblaciones y esas diferencias explican los cambios de las proporciones: éstas son aseveraciones empíricas verdaderas, de modo que la selección no es una mera tautología. Si un predador come más individuos negros que blancos porque los blancos cuentan con un camuflaje mejor en un entorno de color pálido, no hay ninguna tautología en decirlo.
Ahora bien, puede ser que la afirmación sea falsa; no es verdadera necesariamente. Parte del problema proviene de una confusión sobre la índole de las teorías que podremos aclarar rápidamente apoyándonos en la exposición que hice antes. Si un científico trabaja con un modelo, en determinado momento nadie habla de hechos: el modelo es teórico. Así, si decimos que los individuos de color verde están favorecidos selectivamente con respecto a los rojos, estamos estipulando condiciones: en nuestro modelo, los individuos verdes deben superar a los rojos.
Luego, viene la faena empírica de corroborar si el modelo realmente se aplica a la naturaleza. ¿Hallamos poblaciones que se aproximen a lo previsto para nuestros individuos verdes y rojos? Si la respuesta es afirmativa, seguimos adelante. Si no lo es, hay que construir otro modelo. Todo esto no es mera teoría y muestra el nivel empírico de los estudios sobre la selección.
Hay otra parte del problema, algo más sutil, que nos hará volver sobre el ejemplo del huracán. Una vez que comenzamos a pensar acerca del huracán como un algo, como una fuerza, podemos lanzarnos a comparar y contraponer, actividades que son el inicio de la ciencia. Sin leyes, sin generalidades, no se puede llegar a nada. (No es necesario que pensemos en fuerzas; podríamos pensar en escritorios también.) Una vez que los evolucionistas piensan que está obrando la selección, también pueden empezar a comparar y contrastar.
Por ejemplo, ¿la situación del predador y los individuos blancos y negros se parece a la del predador y los individuos verdes y rojos? Si no se parece, los evolucionistas entrarán en acción para tratar de descubrir por qué. Tal vez los predadores devoran a los individuos rojos porque se quedan ahí tontamente, esperando que los atrapen. Tal vez los individuos blancos se salvan en mayor número porque son astutos y muy hábiles para esconderse, o algo similar.
Nos hallamos en este caso ante una especie de supuesto inductivo y causal. Cuando las causas son idénticas, esperamos los mismos efectos. Este es el supuesto subyacente cuando pensamos sobre la selección y tal vez explique por qué Popper –que no admitía la inducción– tuvo tantas dificultades con este tema. No obstante, para el resto de todos nosotros, aunque la definición de la selección sea simple, no es tautológica. En la actualidad, aceptamos que la selección natural es el mecanismo de la evolución porque la genética mendeliana cambió las cosas de manera decisiva. Un personaje como Huxley pudo haber avanzado en el tema de la selección natural más de lo que hizo. Pero tenía otros intereses.
En el presente capítulo, me he dedicado más a las realidades que a las hipótesis, a lo que Darwin hizo concretamente en lugar de preocuparme por lo que él u otros pudieron haber hecho. A partir de aquí, adelantemos el reloj y veamos si lo que hizo Darwin allanó el camino para los que siguieron, para que se concretaran algunas posibilidades y la selección natural ocupara el lugar que le corresponde.
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