Sáb 21.03.2009
futuro

La madre de todas las células

La publicitada medida del presidente de los EE.UU., Barack Obama, que libera fondos federales para la investigación con células madre, vuelve a animar el debate sobre la ciencia como racionalidad suprema, libre de valores. ¿Qué son y para qué sirven las células madre?

› Por Matias Alinovi

El episodio lo refiere Plutarco, en los Nueve libros de la historia. Cuando Teseo, el héroe griego, volvió victorioso de Creta después de haber matado al minotauro y liberado a los atenienses del tributo de jóvenes que todos los años debían enviar a la isla, los ciudadanos de Atenas pensaron, previsiblemente, en levantarle un monumento. Alguien propuso que el monumento fuera el barco mismo en el que Teseo había atravesado dos veces el Egeo, la memoria del viaje. Así que en la cima de alguna de las colinas de Atenas procedieron los ciudadanos agradecidos a instalar el barco, a la intemperie de las noches áticas.

Con el tiempo, murieron y nacieron atenienses, pero fue insoslayable tarea munícipe de todas las generaciones restaurar el barco de Teseo. Durante siglos, la madera que inexorablemente se pudría fue reemplazada por madera nueva. Y después se reemplazó la madera de reemplazo. Hasta que un día entre los días se paró frente al barco un ateniense entre los atenienses, y con alguna fatuidad declaró: “Este no es el barco de Teseo”. Otros, que no esperaban más que la aparición del primero, dijeron: “Desde luego que es el barco de Teseo”, y ya no hubo modo de acallar la discusión, ni tampoco motivo. La conclusión de Plutarco es la síntesis magnífica que a veces puede ser la historia: “De allí surgieron dos escuelas filosóficas, divididas por la respuesta distinta que daban al argumento aumentativo”.

Plutarco no explicitaba el argumento aumentativo, consciente quizá de que tampoco hacía falta porque de algún modo ya estaba cabalmente formulado en el relato. Unos atenienses creían en la identidad material; los otros no. Unos creían en la identidad atómica del barco, digamos así; los otros en una intencional: mientras las generaciones preservaran la forma del barco, preservarían la intención de Teseo al construirlo, y de algún modo el barco conservaría su identidad. Lo que oponía a aquellas dos escuelas, en definitiva, era qué propiedades son esenciales, y cuáles no, a la hora de definir la identidad.

Esas discusiones procedían de una práctica concreta. Lo que inadvertidamente hacían aquellas generaciones de atenienses era “carpintería regenerativa”. Regeneraban el barco por trasplante de la madera. Pero cuáles no habrían sido los matices en la división de las escuelas filosóficas, que sin suda habrían proliferado, si los atenienses hubieran imaginado otros mecanismos de restauración. Por ejemplo, que el barco regenerara solo su madera; que de alguna manera pudiera estimularse el crecimiento de la madera del barco para que se acomodara a la forma original. Y cuáles no habrían sido las posibilidades de la ingeniería naval ateniense en ese caso.

REGENERATE Y ANDA

La posibilidad de regenerar tejidos a partir de las células del propio organismo condujo, en los últimos veinte años, al desarrollo de una nueva especialidad de la medicina, la medicina regenerativa. Una especialidad que plantea todos los problemas éticos y filosóficos que ya planteaban los trasplantes de órganos sólidos, y aún más. ¿Qué se propone la medicina regenerativa? Aprovechar, dirigir, manipular, estimular las extraordinarias capacidades potenciales que el cuerpo tendría para regenerar tejidos dañados. Con ese propósito, instrumenta dos materiales propios del cuerpo humano. Por un lado, los factores de crecimiento, es decir, las sustancias que en el organismo estimulan la multiplicación de determinadas células.

Esas sustancias serían capaces, en principio, de convocar a las células a la reparación, como el deber a los atenienses. Por el otro, las llamadas células madre –o troncales, o progenitoras celulares, o estaminales–, es decir, las células inespecíficas del organismo, no especializadas –en el sentido en que las neuronas están especializadas en el funcionamiento del cerebro, o los miocitos en el funcionamiento del corazón– y cuya función sería la de permanecer expectantes a una convocatoria a la reparación, una suerte de atentos reservistas de los ejércitos celulares del organismo. El ejemplo típico es el del corazón y el infarto.

Se cree que después de un infarto, el organismo desencadena unos mecanismos que estimulan la producción de factores de crecimiento, que, a su vez, convocan a las células madre de otros tejidos a diferenciarse –a definirse– y a encontrar su destino como células del corazón. Basta con enunciar el propósito de la medicina regenerativa para entusiasmarse con sus extraordinarias posibilidades: manejar la convocatoria a la autorreparación del cuerpo sin intervenir directamente evitaría todos los problemas inmunológicos propios del trasplante directo, y aun los de cualquier cirugía y los de la administración de medicamentos. Pero nada es tan simple como parece.

LA FUERZA DEL DESTINO

Lo que distingue a las células madre es entonces su potencialidad. Una potencialidad que reconoce grados, y que permite clasificarlas. En el ápice de la potencialidad, está el cigoto, célula madre por excelencia y madre de todas las células, es decir, la célula que resulta de la unión de las dos células sexuales humanas, el óvulo y el espermatozoide. Esa célula es perfectamente potencial en el sentido en que puede convertirse en cualquiera de las células de un embrión, y aun en las que no forman directamente parte del embrión, como las de la placenta. El cigoto da lugar a un organismo completo. Se dice, por eso, que es totipotente (es decir, que tiene la capacidad de devenir cualquier otra célula).

El cigoto comienza a dividirse, primero en nuevas células totipotentes, y luego en células que, progresivamente, van perdiendo la totipotencia, como si desarrollarse fuera perder capacidades potenciales. Al cabo de una semana de divisiones, las células que forman el embrión están distribuidas sobre una circunferencia irregular: en un lugar preciso, interior a la circunferencia, algunas células parecen amontonarse. Ese amontonamiento se llama macizo celular interno, y las células que lo conforman ya no son totipotentes, sino pluripotentes. Son las células que darán lugar al embrión propiamente dicho; mientras que las que se distribuyen sobre la circunferencia conducirán a la formación de la placenta. Ocurrió la primera diferenciación.

Las células pluripotentes son, entonces, capaces de diferenciarse en cualquier célula del organismo, pero no en las de la placenta. A medida que el desarrollo embrionario avanza, se van formando nuevas poblaciones de células madre, pero con una potencialidad de generar tejidos cada vez más restringida. Aparecen las células multipotentes, que sólo pueden generar células de su propia capa o linaje embrionario de origen, y las unipotentes, que sólo pueden dar lugar a un tipo de célula particular.

Pero la potencialidad no se agota en el embrión. Los organismos adultos también poseen un determinado tipo de células madre, aunque con capacidades limitadas respecto de las del embrión. La diferencia es el grado de la especialización: mientras que las células madre del macizo celular interno son capaces de originar todos los tejidos, las del adulto están especializadas, y en general sólo son capaces de dar lugar a células de un determinado tejido.

EL ORIGEN DE LA CONTROVERSIA

Tenemos entonces una gran división entre las células madre embrionarias –-las del macizo celular interno, pluripotenciales– y las adultas –las que se encuentran en los tejidos del organismo adulto, listas a intervenir, pero ya especializadas–. Con relativo éxito, las adultas se utilizan desde hace algunos años en el tratamiento de distintas enfermedades. La mejor fuente de células madre dentro del organismo adulto ha sido, hasta ahora, la médula ósea. Si uno aspira células madre de la médula de cualquier hueso mediante una punción, y las inyecta en el organismo, puede estimular la reparación de un tejido dañado. Las células madre hematopoyéticas de médula ósea, que son las encargadas de la formación de las células de la sangre, son bien conocidas y empleadas desde hace tiempo en el tratamiento de las enfermedades hematológicas.

Una cuestión bien distinta es la del uso de las células madre embrionarias. En este caso no se trataría de utilizarlas en tratamientos terapéuticos –no todavía, digamos– sino que servirían como modelo de estudio del desarrollo embrionario. Las investigaciones con células madre embrionarias podrían conducir, en principio, a entender cuáles son los mecanismos que permiten a una célula pluripotente diferenciarse para formar cualquier célula del organismo. Pero lo cierto es que el uso de las células embrionarias presenta inconvenientes de diverso tipo, el primero de los cuales es el de su obtención.

Las células madre embrionarias se obtienen a partir de embriones que son producto de la fertilización in vitro. Son embriones que no han sido implantados en un útero y que permanecen congelados en el laboratorio. Si se permite al embrión desarrollarse durante un cierto tiempo en una placa de cultivo, al cabo de ese tiempo se tiene un embrión con células madre que pueden utilizarse con fines experimentales –o quizás, en un futuro cercano, terapéuticos–. Pero el problema es que con las técnicas actuales, el procedimiento supone el sacrificio del embrión, y con él, la interrupción de su desarrollo. El origen de la controversia sobre las células madre es el del status del embrión.

CONDICION NECESARIA PERO NO SUFICIENTE

Al principio, todos fuimos un embrión. Eliminándolo, no habríamos sido. Pero eso, ¿qué quiere decir? ¿Cuándo empieza lo que empieza? ¿Qué actos influyen definitivamente sobre la potencialidad del ser? La idea de que un hecho debe ocurrir no es observable, dicen los científicos. La ciencia observa hechos, pero no la necesidad de que ocurran. Restringiéndose a esos hechos, lo que la ciencia ve en la división del cigoto es un fenómeno biológico, unos mecanismos celulares. Es claro que uno podría argumentar que son mecanismos sobre los que los científicos tienen alguna experiencia, algún conocimiento. Digamos que son conscientes de que en el final de ese proceso suele ocurrir la aparición de una conciencia.

Para decirlo en otros términos, el embrión es una condición necesaria, aunque no suficiente, para la existencia de una conciencia. Los partidarios de la investigación con embriones creen que lo que se interrumpe al interrumpir el desarrollo del embrión es un fenómeno biológico, y no una vida humana. El Vaticano –para caracterizar de algún modo a la oposición– entiende que en el embrión existe un ser humano aunque no haya nacido todavía, y que interrumpir su desarrollo es, de algún modo, matarlo.

Uno podría pensar, sin embargo –sin identificar el sacrificio del embrión con la muerte de un humano–, en la interrupción de una conciencia futura. Es difícil sustraerse a la idea de futuro ante la división de las células del embrión. Una idea de futuro que procede de una cierta experiencia de los fenómenos biológicos: cada vez que ocurre esa división –claro que en condiciones particulares, y no en el laboratorio– suele ocurrir al cabo de cierto tiempo la aparición de una conciencia.

Pero quizás el de conciencia futura sea un concepto mal definido, y de ahí procedan algunas falacias. Quizá la conciencia sólo pueda definirse en el presente. En la posición del Vaticano existe, en todo caso, un compromiso con una metafísica aristotélica que considera que una posibilidad es algo que existe y que no existe al mismo tiempo. Esa no es la única manera de pensar la posibilidad, y eso es lo interesante del debate. El debate metafísico debería tomar a la idea de posibilidad como objeto de reflexión.

Quizá la forma de acabar con la controversia sea, simplemente, de facto, es decir, obteniendo células madre de fuentes no embrionarias. Algunos científicos norteamericanos lograron hace poco obtener células madre de un ratón sin sacrificar los embriones. Otros investigadores consiguieron activar mediante estímulos eléctricos, la división de óvulos no fecundados. Y un biólogo japonés, Shinya Yamanaka, descubrió en 2007 que las células adultas podían reprogramarse hacia un estado embrionario con relativa facilidad. Todos esos descubrimientos recientes podrían convertirse, en breve, en técnicas alternativas para la obtención de células madre embrionarias.

UNA CONCLUSION

El ejemplo del barco de Teseo funcionaría no sólo como metáfora de la regeneración, sino también como ejemplo de que la controversia metafísica surge de una práctica concreta. Las discusiones sobre las células madre, reavivadas a partir de la medida de Obama, parecen dejar a quienes se oponen al uso de los embriones parados, definitivamente, del lado de la irracionalidad. Esa sensación procedería de la idea de que la racionalidad científica es la forma más alta de la racionalidad humana, y, en ese sentido, más libre de valores. Como si la ciencia partiera siempre de presupuestos no examinados, ni examinables. Como si cualquier examinación de esos presupuestos atentara contra la libertad de investigación, y aun contra la razón misma.

Pero hay otra forma de pensar la ciencia, y es en términos de práctica científica. La noción de práctica científica ha ido variando con el tiempo, y por eso historizar es siempre sano. En definitiva, se puede ser un defensor de los logros de la ciencia, y sin embargo situar históricamente la empresa científica. No considerar a la ciencia como una abstracción, sino como un conjunto de acciones que pueden ser valoradas.

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