Estrella que alumbra y calienta con esos mares de calor y fuego que surgen de su interior, el Sol, ese compañero que dio letra a las más bellas creaciones artísticas, tendrá su epílogo en unos miles de millones de años en medio de violentos, breves y sucesivos “flashes de helio”. Futuro entra a ese mar sin derretirse, se sumerge en sus olas y adelanta cómo será todo cuando el Sol se convierta en una bola fría y oscura y nos brinde “el capítulo final”.
› Por Mariano Ribas
Como si fuera un dios, el Sol parece inmortal, todopoderoso e invencible. Enorme, ardiente y cegador. No lo vimos nacer. Ni tampoco lo veremos morir. Y sin embargo, alguna vez nació. Y alguna vez, inexorablemente, también morirá. Dentro de miles de millones de años, esa formidable máquina de luz y calor, que sostiene a un fabuloso sistema de mundos en órbita, entrará en crisis. Y finalmente, tras largos esfuerzos por seguir adelante, sus fuegos sagrados se rendirán ante sus propias leyes.
Como toda estrella, tarde o temprano, de una manera u otra, el Sol se apagará para siempre. Y entonces, por supuesto, también terminará la larga historia de la Tierra y del Sistema Solar. Mientras seguimos transitando el Año Internacional de la Astronomía, vamos a echarle una mirada, justamente, al futuro de nuestra estrella. Y a su inevitable y espeluznante destino final.
Como todas las estrellas, el Sol nació en un rincón especialmente denso de una nebulosa, una inmensa nube de gas (hidrógeno y helio, principalmente) y polvo. Una nebulosa perdida en un rincón bastante marginal de la galaxia. Fue hace unos 4600 millones de años. Al principio, el Sol era tan sólo una “protoestrella”, una masa gaseosa giratoria y en continua contracción gravitatoria. Pero llegado cierto momento, la presión y las temperaturas en sus zonas centrales fueron tan altas, que los núcleos de hidrógeno (protones) comenzaron a chocar violentamente, fusionándose y formando helio. Un proceso generador de energía: luz y calor. El Sol se había encendido.
Desde entonces, nuestra estrella no ha hecho otra cosa que consumir su propio hidrógeno central para funcionar. Actualmente se calcula que cada segundo el Sol convierte unos 700 millones de toneladas de hidrógeno en helio. Durante la transformación, una parte de esa masa inicial se convierte en energía: la luz y el calor que el Sol emite, a ritmo furioso y sostenido, desde su nacimiento.
Y ese mecanismo es crucial para su propia supervivencia: las reacciones termonucleares que se producen en su corazón, a unos 15 millones de grados, “sostienen” al Sol y evitan su derrumbe gravitatorio. Hay un precioso y vital empate de fuerzas: la presión de los gases y la radiación que emite el núcleo contrarresta la acción de la gravedad. No es una casualidad, ni un milagro: sin ese empate físico no hay estrella posible. Y mientras ese empate continúe, el Sol funcionará perfectamente. El problema, justamente, es que el empate no puede durar para siempre.
Los mismos mecanismos termonucleares que hacen funcionar y brillar a la maquinaria solar son (y serán) los responsables de su lenta y fatal metamorfosis. Desde su nacimiento, el Sol ha ido consumiendo su “combustible” central, creando helio. Y lógicamente, sus reservas no son infinitas. Las estimaciones actuales indican que el Sol ya habría gastado cerca de la mitad de las reservas de hidrógeno de su núcleo.
Y al mismo tiempo, ha ido acumulando más y más helio en su corazón. Pero en principio, ese helio central que se va acumulando, es inerte, no fusionable. Por lo tanto, para seguir adelante, el Sol ha tenido que “autoajustarse”, contrayendo y calentando progresivamente su núcleo. Como resultado, las fusiones termonucleares se han ido acelerando. En otras palabras: parece que hoy en día nuestra estrella es un 30 por ciento más luminosa que en su primera infancia. Y lejos de detenerse, la tendencia continuará.
A esta altura, y antes de seguir, uno podría preguntarse cómo es posible trazar la biografía del Sol. Y bien, resulta que no sólo existen modelos teóricos físico-químicos que describen su comportamiento, sino también se han hecho precisas simulaciones por computadora que pueden crear y hacer funcionar estrellas virtuales. Pero también hay una gran ayuda de la naturaleza: el cielo mismo nos cuenta la historia de las estrellas. Con los telescopios podemos ver nebulosas, que son los lugares secretos donde las estrellas nacen.
Podemos verlas allí metidas, en sus cunas de gas, formándose y dando sus primeras luces (como ocurren en la famosa Nebulosa de Orión, por ejemplo). También podemos ver estrellas jóvenes, que todavía se están quitando de encima sus velos gaseosos. O estrellas ya en plena gestación de sus sistemas planetarios (como Beta Pictoris). Pero también podemos ver estrellas maduras, como la nuestra, o como Sirio, o Epsilon Eridani. Y estrellas viejas, en agonía, e incluso muertas.
Todo está en el cielo. Es como echar una mirada a nuestro alrededor, y ver las panzas de futuras mamás, bebés, niños, jóvenes, adultos y ancianos. Sólo se trata de trazar la línea, de principio al fin. Aquí y en el cielo. Y ahora sí, continuamos con la vida del Sol...
De la mano de la teoría y de la observación, el futuro del Sol parece estar bastante claro para la astronomía moderna. Poco a poco, durante los próximos cientos de millones de años, el ritmo de fusión del hidrógeno en helio irá aumentando, de la mano de presiones y temperaturas cada vez más altas en el interior de nuestra estrella. Más aún, la zona de fusión se irá corriendo lentamente hacia zonas periféricas al núcleo, hoy mayormente inactivas.
Pero la verdad es que los grandes cambios se harán esperar mucho, mucho tiempo: recién dentro de unos 1000 millones de años el Sol será un 10 por ciento más brillante que hoy. Y también, un poco más caliente: su temperatura superficial pasará de los actuales 5600°C a unos 5800°C. En forma paralela, el aceleramiento de las reacciones termonucleares (y su consecuente aumento en la liberación de energía) también llevará a un progresivo aumento en el tamaño del Sol. Lento, pero imparable.
Con el correr del tiempo, la todopoderosa estrella seguirá apostando cada vez más fuerte: se hará más grande, más caliente y más luminosa. Y pasará de la madurez a la vejez. Claro que, en términos solares, ese pasaje no llevará las muy humanas décadas sino miles de millones de años.
Según el astrónomo Gregory Laughlin (autor del maravilloso libro Las Cinco Edades del Universo: una mirada a la física de la Eternidad), dentro de unos 7000 millones de años (es decir, cuando esté ya acercándose a sus 12.000 millones de años de vida), el Sol tendrá casi el triple de su brillo actual, y más del doble de su tamaño.
Por entonces se habrá convertido en un globo de gas de más de 3 millones de kilómetros de diámetro. Y sus planetas más cercanos serán verdaderos infiernos, mundos arrasados, con superficies de pura roca pelada y ardiente y carentes de toda atmósfera (un poco más adelante veremos qué suerte nos toca).
Totalmente indiferente a la horrible suerte de sus escoltas más próximos, el Sol seguirá su marcha alocada. Cada vez más grande, caliente y brillante, su acelerado núcleo latirá con más furia, quemando más y más hidrógeno. Y cuando haya alcanzado los 12.000 millones de años, la que alguna vez fue una estrella normal ya se habrá convertido en una grotesca versión de sí misma: una “Gigante Roja”, un descomunal globo gaseoso de unos 150 millones de kilómetros de diámetro. Tan grande que el pobre Mercurio será atropellado y convertido en pura ceniza planetaria.
La hinchazón del Sol como “Gigante Roja” marcará el inicio de la última y más catastrófica etapa de su vida: ya sin reservas de hidrógeno en su núcleo, todo será helio. Al principio, y sin mayor resistencia, la gravedad ganará la pulseada contra la radiación central, obligando al colapso de la estrella. El Sol retrocederá, y se achicará momentánea y dramáticamente.
Pero esa contracción levantará inevitablemente la presión y la temperatura de su corazón. Y entonces, al alcanzar unos 100 millones de grados, aquel helio inerte se verá obligado a fusionarse, convirtiéndose en carbono y oxígeno. La maquinaria estelar reavivará sus fuegos termonucleares. Y con más furia aún: el Sol volverá a hincharse, iniciando su segunda (y final) etapa de Gigante Roja, en medio de violentos, breves y sucesivos “fla-shes de helio”.
Esa estrella que hoy vemos en el cielo, con su casi millón y medio de kilómetros de diámetro, se habrá transformado, por obra y gracia de sus propios mecanismos internos, en un monstruo de 300 millones de kilómetros (el tamaño de la actual órbita terrestre). Y habrá cumplido unos impresionantes 12.300 millones de años.
A esa altura, al Sol ya le quedará muy poco por vivir. Viejo, hinchado, enrojecido por fuera (debido al enfriamiento de sus capas externas) y quemando sus últimos cartuchos. Los últimos, sí, porque una vez que el helio central se haya agotado –cosa que le tomará “apenas” unos 100 millones de años más–, su corazón será casi todo carbono y oxígeno. Nuevos elementos que, a falta de las presiones y temperaturas necesarias (del orden de los cientos de millones de grados), el avejentado núcleo solar será incapaz de fusionar en otra cosa como para seguir adelante.
Apretujado hasta límites casi inconcebibles por el peso del resto del Sol, ese núcleo inerte de carbono y oxígeno, incapaz de seguir generando energía por fusión, se convertirá en una suerte de carozo gaseoso hiperdenso: una enana blanca. Un cuerpo tan pequeño como la Tierra, pero con la mitad de la masa del Sol.
Y en consecuencia, con una densidad verdaderamente asombrosa: 1 a 3 toneladas por centímetro cúbico. Un engendro físico que sólo se salvará de un colapso aún mayor gracias a la resistencia de sus electrones sueltos (las estrellas mucho más masivas que el Sol dan lugar a cadáveres estelares aún mas densos, como las estrellas de neutrones y los increíbles agujeros negros).
Todo eso ocurrirá con el núcleo del Sol... ¿y el resto? Lenta, gradual e inexorablemente, las capas medias y externas de aquella Gigante Roja se irán desgarrando hasta formar una “nebulosa planetaria”, una inmensa y colorida burbuja de gases en expansión que dejará al desnudo el núcleo de la estrella, convertido en enana blanca (el término “nebulosa planetaria” puede confundir, pero proviene de la astronomía del siglo XIX y tiene que ver con el aspecto telescópico de estos residuos estelares, que parecen discos, como los de los planetas).
El cielo también está lleno de estos fantasmas cósmicos, como las famosas M57 (la “Nebulosa Anillo”) o la NGC 7293 (la “Nebulosa Helix”), que acompaña este artículo. Son los vestigios sutiles de estrellas que ya han muerto. Mirar nebulosas planetarias y sus enanas blancas centrales es, en cierto modo, asomarnos al destino último del Sol.
Enana blanca y nebulosa planetaria: eso será el Sol dentro de casi 8000 millones de años. Y luego, la pura decadencia. La nebulosa planetaria se irá disolviendo en el espacio circundante, devolviendo gases reciclados al medio interestelar. Y la enana blanca, aquel pesado corazón del Sol, que inicialmente será un objeto muy caliente y brillante, irá enfriándose muy lentamente. Hasta que, finalmente, se convertirá en una “enana negra”, una suerte de bola de ceniza estelar, triste, fría y oscura.
¿Y la Tierra? La verdad es que poco importa saber si, en su expansión final, el Sol se devorará o no a la Tierra (sobre este punto, hay modelos que no se ponen de acuerdo). Pase lo que pase, e incluso bastante antes de la muerte del Sol, nuestro planeta será un lugar imposible de habitar. Con temperaturas horrendas, océanos evaporados, superficies de roca fundida y una atmósfera completamente arrasada. Y más allá de que se salven o no del incendio final, el resto de los planetas y sus lunas quedarán sumergidos para siempre en la oscuridad y el frío más crudos que el universo tiene guardados.
Si aún estamos por aquí dentro de 2 o 3 mil millones de años, la humanidad –en la forma que exista– deberá emprender un éxodo final y definitivo hacia otras regiones de la galaxia. Será el momento de hacer las valijas y salir en búsqueda de nuevos mundos habitables, al amparo de la luz y el calor de soles jóvenes y prometedores. Nuevos horizontes para escapar a lo inevitable.
Aquel dios venerado por todas las culturas y en todas partes de la Tierra, aquel dios que parece mucho más razonable, palpable y cercano que tantos otros dioses, vivirá una vida muy larga, es cierto. Tan larga que a su lado toda vida, todo acontecer y toda historia humana parecen reducirse a un mero y efímero parpadeo.
El Sol nos ha visto nacer y nos verá morir. A nosotros y a todas las generaciones humanas, pasadas, presentes y futuras. Sus tiempos son los tiempos de las estrellas, aquellos otros soles, mucho más lejanos, que vemos noche a noche. Tiempos que nos abruman y nos espantan de sólo tantearlos con la imaginación.
Pero son tiempos, no eternidades: dentro de miles de millones de años el Sol caerá rendido. Ya sin resto para reavivar sus fuegos sagrados, completamente desmantelado y con su corazón a la vista, nuestra estrella vivirá sus últimos momentos. Y luego se apagará para siempre. Ya sin el Sol, el Universo también se habrá muerto un poco.
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