Sáb 28.03.2009
futuro

HISTORIA DE LAS EPIDEMIAS

El experimento de Karachi, o el fin de la peste

La crónica histórica de las epidemias constituye un género. Un género de la resignación individual –la del cronista circunstancial– y de la ulterior esperanza colectiva. El cronista de la epidemia escribe lo que ve sin entender, para que otros entiendan sin ver. Se intuye testigo de unas calamidades cuya explicación, cuyo remedio, llegará en la lectura corrida de una multitudinaria bitácora de la epidemia, que recogerá su testimonio.

› Por Matias Alinovi

Fatalmente, sin embargo, describe desde su subjetividad, arriesgando explicaciones improcedentes, pero intentando al mismo tiempo registrar con impasibilidad de cronista los hechos relevantes –y él no sabe cuáles son– que vendrán a informar aquella historia, los hechos que permitirán a futuros hermeneutas encontrar, si no un sentido, sí una explicación racional de las causas.

Los trabajos de Pasteur y de Koch condujeron a la teoría del germen y acabaron por imponer la idea de que las enfermedades contagiosas debían atribuirse a la acción de determinados microorganismos, sus agentes causales, que pasando de un hombre a otro contagiaban el mal. Comenzó entonces una variada tarea de reconocimiento –en el terreno y en el laboratorio– para que cada enfermedad diera, a través del microscopio, con su agente causal.

Para que toda la crónica histórica de la epidemia encontrara sentido –para redimir a todos sus cronistas– debía alcanzarse ese relato: el relato normativo de la enfermedad. La identificación de cada uno de los agentes causales constituye el último capítulo, el que cierra y da sentido a todos los anteriores, de la crónica histórica de la epidemia.

RELATOS DE UN TROTAMUNDOS

En el caso de la peste, sucedió así. El suizo Alexandre Yersin trabajaba en el recién creado Instituto Pasteur cuando en 1890, hastiado del trabajo, sintió la necesidad de cambiar de aire, sin ser un partidario de la teoría miasmática. Partió entonces hacia las colonias, y en septiembre de aquel año llegó a lo que entonces se conocía como la Indochina francesa. El hombre era un aventurero, así que pidió y obtuvo del gobierno colonial el permiso para explorar la región.

Atravesó selvas tropicales, remontó ríos, fundó pueblos, aprendió todo lo que podía saberse sobre la navegación fluvial y llevó a cabo un par de expediciones oficiales que permitieron el trazado de mapas nuevos. En aquellos climas difíciles su condición física era sorprendente. En 1894, cuando ya había decidido abandonar aquella vida de explorador y volver a París, una epidemia de peste, originada en Mongolia, alcanzó Hong-Kong, y el gobierno francés le encargó estudiar las causas de la epidemia.

Los medios con que contaba eran previsiblemente insuficientes, y al principio lo complicó una suerte de rivalidad establecida con un grupo de investigadores japoneses que había venido a estudiar lo mismo. Yersin realizaba autopsias sobre los cadáveres de los apestados, pero las autopsias requerían unos permisos burocráticos del gobierno colonial que no se le prodigaban con generosidad, mientras que a los japoneses sí. Al cabo entendió Yersin que los japoneses pagaban por lo que él pretendía obtener gratuitamente.

UN BACILO LARGO, ANGOSTO Y ESCURRIDIZO

El 20 de junio de 1894 Alexandre Yersin aisló, es decir, logró ver a través del microscopio, individualizarlo entre muchos otros que conocía, un microorganismo desconocido en los cadáveres de los soldados ingleses. Inoculó aquel microorganismo a algunos ratones y, así, como si nada, con ese desprecio de la realidad por el momento extraordinario, los ratones desarrollaron la peste bubónica. Mediante esas operaciones simples, Yersin acababa de demostrar que aquel bacilo largo y angosto era el agente causal de la enfermedad, el ignorado responsable de millones de muertes.

Conociendo el microbio, gracias a los desarrollos de Pasteur, Yersin podía dedicarse a desarrollar una vacuna capaz de prevenir la enfermedad, y aun un suero para curarla. Así que se instaló en Nha Trang, en Indochina, donde en 1895 abrió un Instituto Pasteur y montó los equipos necesarios. Al año siguiente, cuando la peste volvió a China, Yersin salió a probar el suero que acababan de mandarle desde París. De China pasó a India, y durante dos años la recorrió siguiendo las diferentes epidemias de peste con el propósito de perfeccionar el suero, que se reveló, sin embargo, muy poco eficaz. Estaba cansado y pidió el relevo. Desde París llegó entonces un colega, P.L. Simond. Yersin, que había descubierto el agente de la transmisión, no había podido sin embargo resolver una cuestión trascendental: ¿cómo llegaba el microbio al hombre?

En 1897, el colega fresco de Yersin, Simond, viajó a Saigón y allí concibió un experimento que llevó adelante al año siguiente, en el Hotel Reynolds de Karachi, la ciudad más poblada de Pakistán, donde había encontrado alguna comodidad para trabajar. Simond había estudiado las ratas apestadas y había descubierto el bacilo de Yersin en el lugar más improbable: el tubo digestivo de las pulgas que las ratas tenían en el pelaje. Era un descubrimiento fortuito. Nada le indicaba a Simond que debía observar el tubo digestivo de la pulga de la rata, pero lo había hecho, y había descubierto el bacilo.

EL EXPERIMENTO

Así que preparó un experimento. Llenó el fondo de una botella de vidrio, de cuello ancho, con arena –la arena debía absorber la orina de las ratas– y tapó la botella con una malla de alambre cubierta a su vez por una tela, firmemente sujeta al cuello de la botella por un cordel. Escribe Simond: “Fui lo suficientemente afortunado como para atrapar una rata infectada en la casa de una víctima de la peste. En el pelo de la rata había muchas pulgas correteando. Aprovechó la generosidad de un gato que encontró dando vueltas por el hotel, del que tomó prestadas algunas pulgas más”.

Una vez que la rata enferma estuvo dentro de la botella, Simond, mediante una probeta, depositó sobre su pelaje las pulgas del gato. De ese modo podía estar seguro de que la rata estaría cubierta de parásitos. A las veinticuatro horas de comenzado el experimento, el animal era un ovillo con los pelos erizados. Agonizaba. Entonces Simond introdujo en la botella una pequeña jaula de metal de su propia confección, que contenía un ejemplar joven y en perfecto estado de salud de Rattus Rattus Alezandrinus o rata de Alejandría.

Simond la había atrapado varias semanas antes, lejos de Karachi, y la había preservado cuidadosamente de todo peligro de infección. La jaula, suspendida varios centímetros por encima del fondo de arena, tenía tres lados sólidos y tres cubiertos por una malla de alambre. El tamaño de la malla era de unos seis milímetros. Simond se aseguraba así de que la rata joven y saludable que estaba dentro de la jaula no tuviera ningún contacto con la rata enferma, con las paredes de la botella o con la arena.

A la mañana siguiente, previsible desenlace fatal, la primera rata había muerto en la misma posición en la que se encontraba el día anterior. Por precaución, Simond dejó el cuerpo en la botella un día más. Entonces lo sacó con cuidado, lo sumergió en alcohol y procedió a la autopsia: en la sangre y en los órganos encontró gran cantidad de bacilos de Yersin. Durante los cuatro días que siguieron, la rata de Alejandría permaneció encerrada en su jaula, comiendo normalmente. Al quinto día pareció mostrar una cierta dificultad para moverse. En la tarde del sexto había muerto. La autopsia mostró que tenía bubones inguinales y axilares.

El riñón y el hígado estaban hinchados y congestionados. Había abundantes bacilos de la peste en los órganos y en la sangre. Simond, magistralmente, había probado lo que sospechaba. En la soledad de una habitación de hotel, lejos de todo, había entendido que el mecanismo de propagación de la peste suponía el transporte del microbio por la rata y por el hombre, su transmisión de rata a rata, de hombre a hombre, de la rata al hombre y del hombre a la rata mediante parásitos. La emoción tiene que haber sido grande, aunque no hubiera con quién compartirla.

En su diario, Simond sosegadamente escribió: “Ese día, 2 de junio de 1898, sentí una emoción indescriptible ante el pensamiento de que había descubierto un secreto que había torturado a la humanidad desde que apareció la peste en el mundo”.

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