Sábado, 18 de abril de 2009 | Hoy
Por Matias Alinovi
Ir al cine puede ser una experiencia anticipada –y evitada a tiempo– del lugar común. El que no va al cine cree saber, quizás equivocadamente, cómo son todas las películas por el afiche, y en realidad, el argumento de algunas es fácil de anticipar. Son las invisibles, las que proponen a un hombre –a un científico, por ejemplo– que siendo igual a los demás, es distinto, es mejor. Esa condición puede haberse forjado en un sufrimiento anterior. El hombre, en su carrera, aunque quizás haya alcanzado un reconocimiento equivalente al de sus colegas, no lo ha hecho por un camino tan directo, tan sin tropiezos como los demás.
Hay un episodio doloroso del pasado, sobre todo, que marca la vida de ese hombre que sin embargo, trabajosamente, ha vuelto a incorporarse al orden de las cosas. Se diría que en la superficie el dolor ha sido mitigado, pero sólo en la superficie, porque ahora, un nuevo acontecimiento vuelve a activar en el hombre, como un temblor subterráneo, antiguas sensaciones perturbadoras, que de algún modo lo vuelven clarividente.
Por eso puede advertir a sus compañeros, como lo está haciendo en este mismo momento, que ocurrirá algo desastroso si ellos no intervienen de un modo preciso. A los compañeros los gana primero el escepticismo. Le dicen “no, las cosas no pueden ser así, porque todas las evidencias científicas están indicando lo contrario”. El hombre porfía, explica, exige. Todos callan, hasta que uno de los colegas grita en la cara del hombre lo que todos han estado pensando y cuidadosamente silenciaban: le pregunta a los gritos si “esto será como aquella vez”. Si la película es pésima, ahí deberá ocurrir un flashback que instruya al espectador en aquellos sucesos del pasado.
No hace falta escribir que la realidad supera la ficción, porque es una claudicación convencional y porque la ficción y la realidad no están en una relación de superación mutua. Pero sí que los autores de tramas argumentales han ido configurando la idea del científico héroe que con su heroísmo quiebra la tradición. O quizá no, y lo que hacen es recoger una idea que está entre nosotros desde siempre, desde los textos épicos.
Pero vamos a la realidad, a la región de L’Aquila –región de una particular actividad sísmica– que, según afirman todos los testimonios, ha venido temblando desde hace meses. En algunos casos esos temblores han sido sólo registrados por los sismógrafos. Pero la población ha temido desde el primer momento que fueran preparatorios de un gran terremoto. Y a pesar de que los especialistas se cansaron de explicar que esos temblores no preparaban nada, un gran terremoto tuvo lugar, efectivamente, el 6 de abril.
Lo primero que se supo, pasado el terremoto, es que semanas antes algunos ciudadanos se habían paseado en furgoneta por la ciudad anunciando con megáfonos la necesidad de evacuar las viviendas por la inminencia de un gran sismo. El intendente de la ciudad había conducido entonces una investigación mínima que lo había llevado a saber que aquellos heraldos negros de la calamidad en furgoneta actuaban a instancias de un anuncio que había colgado en Internet un técnico de laboratorio, Giampaolo Giuliani.
Giuliani afirmaba basar sus predicciones en un desarrollo científico propio que le permitía prever con seis a veinticuatro horas de anticipación el epicentro y la intensidad de los movimientos sísmicos, gracias a una red de medidores de la concentración de un gas noble (y radiactivo), el radón. El intendente había denunciado a Giuliani por alterar el orden público y las cosas no había pasado de ahí. El 24 de marzo Giuliani había dado una entrevista en la que afirmaba que la actividad sísmica iría languideciendo hacia fines de marzo (www.youtube.com/watch?v=WieaAPrQEN4).
Sin embargo, inopinadamente, el domingo 29 Giuliani volvió a la carga. Ese día decidió que sus aparatos preveían que ocurriría un terremoto con epicentro en Sulmona, la ciudad en la que nació Ovidio, a setenta kilómetros de L’Aquila. Aquel día el intendente de Sulmona estaba en Roma, y desde allí logró contactar a Giuliani –que ya había advertido a la policía y a los servicios de emergencia–, que le aseguró que entre las 16.30 y las 20 de ese mismo día tendría lugar un terremoto con epicentro en su ciudad.
Era mediodía. El intendente decidió entonces volver a Sulmona, a 180 kilómetros de Roma. En el viaje, durante media hora, sudó frío, según su expresión. ¿Qué hacer? ¿Advertir y sembrar el pánico, o callar y exponerse? Durante el trayecto logró hablar con expertos del Centro Sismológico de Roma que le dijeron que desestimara las advertencias de Giuliani. El intendente se tranquilizó.
Pero en cuanto llegó a Sulmona se encontró con que el rumor había empezado a correr desde la mañana, y que la población estaba alarmada. Se habían evacuado las iglesias y las familias acampaban en las plazas. Sin embargo, como le habían asegurado los expertos, nada ocurrió. Pasó el domingo. Los temblores fueron los de siempre. Una semana después, un terremoto devastó la ciudad de L’Aquila.
¿Era el terremoto que predijo Giuliani? Claro que no. Giuliani había señalado un lugar y un momento precisos, y por una falsa contigüidad –geográfica, política– esa predicción parecía remitir a una causalidad. Causalidad de la que solo Giuliani conocía el mecanismo, que venía perfeccionando a espaldas de la comunidad científica y de la que su predicción quería presentarse como una primera prueba valorativa.
Pero ocupémonos de la construcción de esa causalidad, cuyo secreto aparentemente sólo Giuliani conoce. El Laboratori Nazionali del Gran Sasso (www.lngs.infn.it) es uno de los cuatro laboratorios nacionales del Instituto Nacional de Física Nuclear. En ese lugar se desarrollan unos quince experimentos, relacionados en general con la física del neutrino. Es un laboratorio subterráneo, donde Giuliani es un técnico sin título. Y allí decide comenzar una investigación puramente personal, alentada quizá con simpatía por los profesionales. Comienza por azar, un día preciso del año 2001, observando un detector de rayos cósmicos.
Según Giuliani, aquel día se había encontrado en el laboratorio una concentración extraordinaria de gas radón “en correspondencia” con un terremoto en Turquía. Giuliani decide que existe allí, entre el radón y el terremoto, una conexión causal que debe investigarse, y emplea dos años para construir un instrumento capaz de medir la concentración de aquel gas. Con la ayuda de un sismógrafo desarrolla algunos estudios preliminares y se convence de que la concentración del gas aumenta ante la inminencia de los eventos sísmicos.
Puede parecer raro que un técnico de un laboratorio de física nuclear se aboque a desarrollar un aparato que anticipe terremotos. ¿Qué tienen que ver los terremotos con la física nuclear? Lo que ocurre es que Giuliani sabe que los sismólogos consideran que el radón podría servir como precursor sísmico. Es decir, que las variaciones en su concentración podrían ser una de las señales que advirtieran sobre la inminencia de un terremoto.
Sin embargo, precisar una conexión causal es tan complejo que todavía no ha podido establecerse un sistema confiable. Giuliani sabe también que el radón decae en pocos días en dos isótopos, emitiendo radiación gamma. Y ahí está la clave. Presumiblemente –porque Giuliani, más allá de generalidades, no explicó todavía cómo funciona– el aparato es un detector de radiación gamma, que, indirectamente, le habla del decaimiento del radón. En un laboratorio de física nuclear, esos detectores son moneda corriente.
El problema es que Giuliani desestima lo que afirman los sismólogos, que la conexión causal entre la emisión del radón y el terremoto es problemática. Sordo a esas voces, monta una red de cinco detectores, que distribuye en toda la región, patenta su sistema, y durante ocho años se dedica a estudiar la correlación entre la emisión del gas radón y los temblores.
Visiblemente, en el laboratorio lo dejan hacer –quizá les resulta simpático eso del técnico que hace investigación, una suerte de movilidad social ascendente dentro del laboratorio–. Pero una vez que ha montado su red de estaciones sísmicas, Giuliani está listo para advertir sobre la inminencia de los terremotos y está convencido de que son eventos predecibles, aunque en esa convicción esté esencialmente solo.
A partir de las declaraciones de Giuliani, la revista New Scientist (www.newscientist.com) publicó la semana pasada una serie de opiniones de geofísicos famosos. Todos eran concluyentes: Giuliani había acertado por azar. Esos expertos explicaban que la emisión del radón puede estar relacionada con los terremotos pero que analizando esas emisiones no es posible decir con precisión cuándo ocurrirán los temblores.
¿Por qué? Básicamente porque muchos otros fenómenos, distintos del terremoto, como la lluvia y los cambios de la presión atmosférica, también resultan en la liberación de radón. Y si la cuestión es establecer una relación unívoca entre la liberación de radón y los movimientos sísmicos, la correlación no sirve.
Hay otras posibilidades. Francesco Vespe, investigador de la Agenzia Spaziale Italiana (www.asi.it), y colaborador en proyectos conjuntos con la Comisión Nacional de Actividades Espaciales argentina (www.conae.gov.ar), explica que entre los precursores sísmicos, uno de los más prometedores de los que se estudian hoy son las variaciones de la densidad electrónica de la ionosfera terrestre (TEC). Esas variaciones podrían deberse a las variaciones del campo geomagnético debido a los movimientos de las masas internas de la Tierra.
Por inadvertencia, por inoperancia, quizá sin dolo, Giampaolo Giuliani incurrió en un fraude científico, y próximamente, es seguro, conoceremos los contornos precisos de su impostura. El fraude es una confirmación de la ciencia. Es un desesperado acto de fe en sus capacidades que generalmente contribuye a la corroboración de la teoría que querría refutar. El fraude no es nunca del todo infecundo, y de algún modo indirecto el “episodio Giuliani” colaborará con el estudio de los precursores sísmicos.
Si un instrumento ha de producir determinados resultados valiosos, entonces tiene que tener un nombre, no puede ser meramente un instrumento cualquiera, sustituible por cualquier otro. Además, si está herméticamente cerrado, como en el caso del revelador de Giuliani, el nombre es el comienzo de la relevación. ¿Qué sucede dentro de esa caja negra? Una máquina científica es una gran traductora: algo de la naturaleza entra en ella bajo la forma de eventos físicos, y resulta un gráfico que permite predecir terremotos. Pero un gráfico no es nada, sino para quien lo acoge y lo interpreta.
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