2009: AñO INTERNACIONAL DE LA ASTRONOMíA > UNA ANTIGUA Y MUY CURIOSA CREENCIA ASTRONOMICA
Bajo una sombra de absurdas creencias, la Luna ha sido objeto –y foco– de los más ridículos mitos y creencias (afecta la salud o influye en los partos, las vidas amorosas y sociales). Para derribar estas falsedades, Futuro viaja hacia el pasado para comprender por qué hace dos mil años se sostenía que la Luna era un espejo de nuestro Planeta.
› Por Mariano Ribas
Un espejo colgado del cielo: hace más de dos mil años, mucha gente creía que la Luna no era más que un impecable disco, redondo y perfecto, que reflejaba fielmente la imagen de la Tierra. Y que al mirarla podían reconocerse las siluetas de nuestros mares y continentes. Con altibajos y variantes, esta curiosa creencia astronómica sobrevivió y se desparramó durante siglos. E, incluso, llegó a oídos del propio Leonardo Da Vinci, y hasta fue sostenida por un famoso monarca en tiempos de Galileo.
Créase o no, aún hoy, cuando los súper telescopios ya rasguñan la fronteras observables del universo o varias sondas espaciales exploran simultáneamente distintos rincones del Sistema Solar, la “teoría de la Luna Espejo” –por llamarla de algún modo– sobrevive.
Nadie sabe exactamente de dónde surgió la idea por primera vez, pero a partir de diversas fuentes y documentos, varios historiadores de la ciencia ponen sus fichas en la antigua Persia, desde donde se habría desparramado hasta llegar a Europa. Y más puntualmente, a Grecia. Es allí, justamente, donde podemos encontrar la primera mención explícita sobre este asunto: hacia al año 320 a.C., el filósofo Clearco de Soli decía que las partes grises que se ven a simple vista en la Luna eran el reflejo calcado de los continentes de la Tierra. Y que las partes blancas, correspondían a los océanos.
Clearco era discípulo de Aristóteles, quien creía que la Luna era un astro perfecto, suave, inmaculado, y con una superficie exquisitamente lisa. De ahí a pensarla como un espejo, había un solo paso.
Pero no todos los pensadores griegos estaban de acuerdo con relegar a la pobre Luna al simple papel de espejo celestial de la Tierra. Hacia el año 100 de nuestra era, Plutarco, el famoso historiador y ensayista griego, salió en defensa del honor selenita, diciendo que la Luna no era ningún espejo, sino un mundo hecho y derecho, como el nuestro. Y que las manchas grises eran grandes océanos lunares.
Lejos de desaparecer, la “Luna-Espejo” sobrevivió a los siglos y apareció –con variantes– en algunos textos medievales. Incluso en la tardía Edad Media: en 1271, Robertus Anglicus, un famoso astrónomo inglés de la época, rescató y defendió explícitamente la idea en su comentario sobre el célebre tratado De Sphaera, de Johannes de Sacrobosco, una de las obras claves de la astronomía medieval.
En la misma línea, pero casi un siglo más tarde, Jean Buridan, filósofo y rector de la Universidad de París, también se ocupó de las virtudes especulares de la Luna y de su curiosa capacidad de mostrarnos, desde lejos, la silueta de los mares y tierras de nuestro planeta.
Y así llegamos al Renacimiento. Y claro, a Leonardo Da Vinci, quien se había mostrado curioso por la Luna. De hecho, fue el primero en explicar con toda claridad el fenómeno de la luz cenicienta, ese suave resplandor grisáceo que completa el fino arco de luz blanca que la Luna muestra durante los días próximos a su fase Nueva (la “luz cenicienta” no es otra cosa que luz solar que la Tierra refleja hacia la Luna). A Leonardo nunca le cerró lo del espejo lunar.
De hecho, destruyó la idea con un razonamiento simple y contundente: si la Luna realmente fuese una suerte de espejo que refleja la imagen de la Tierra, pues entonces debería mostrar ciertas regiones de nuestro planeta al ubicarse en el cielo del Este, y otras zonas cuando aparece en el Oeste. Pero nada de eso: cuando hay Luna Llena, las marcas claras y oscuras que vemos en ella son siempre las mismas. Por lo tanto, deben ser propias de su superficie.
El golpe de gracia para la teoría de la “Luna-Espejo”, por supuesto, llegó con la aparición del telescopio, a comienzos del siglo XVII. Y decir “telescopio”, es decir Galileo Galilei (es cierto que hubo otros, como el británico Thomas Harriot, que se le adelantaron unos meses, pero sus aportes para el crecimiento y divulgación de la astronomía fueron casi nulos).
A pesar de lo rudimentario del instrumento, Galileo reveló a la Luna en su verdadera dimensión: incontables cráteres, montañas, filosas cordilleras, y extensas y suaves superficies grises (que hoy sabemos llanuras volcánicas de antiquísimo origen). Esas mismas llanuras que los antiguos –y hasta el propio Galileo– confundieron con mares. Y que siguiendo la tradición, aún hoy se llaman así (como el famoso “Mar de la Tranquilidad”, donde se produjo el primer alunizaje tripulado, en 1969).
A pesar de Galileo, a pesar del telescopio, muchos siguieron creyendo –o quisieron creer– que la Luna actuaba como un espejo. Uno de los casos más curiosos, sin dudas, fue el del emperador Rodolfo II de Praga, que en 1610 aseguraba que la silueta de la Italia continental, Sicilia y Cerdeña podían verse claramente en el disco lunar. Hoy, mirando un mapa o una buena foto de la Luna podemos deducir que, probablemente, Rodolfo II vio al cuerpo principal de la península itálica en Mare Tranquilitatis y Mare Serenatis. Y en los Mare Fecundatis y Nectaris vio al “taco y al pie” de la “bota”. Mare Crisium podría corresponder a Sicilia, y la parte más oriental de Mare Frigoris (ya muy difícil de observar), a Cerdeña. Rodolfo II vio a Italia en la Luna.
Tan o más curiosa que el caso de Rodolfo II es la posible –y un poco anterior– conexión entre cartografía terrestre y observación lunar. Si la Luna efectivamente reflejaba el aspecto de la Tierra, bien podía ayudar a trazar el mapa de nuestro planeta. A fines de la Edad Media, los cartógrafos de Europa y Cercano Oriente carecían de datos confiables sobre regiones remotas. El norte de Africa, casi toda Europa y la costa sur de Asia estaban bastante bien exploradas. Y algo se sabía sobre China y Japón. Pero el sur de Africa era un completo enigma. Y ni hablar de América, Australia y la Antártida, completamente ignoradas por entonces.
Es probable que, para “llenar baches” geográficos, los cartógrafos hayan levantado la vista al cielo, pidiéndole una manito a la Luna. No hay datos firmes al respecto, sin embargo, y aunque posterior a la Edad Media, existe un planisferio de 1570, trazado por un ignoto cartógrafo árabe, que nos deja pensando. Allí, Africa aparece con una enorme península doble, acompañada por una isla hacia el oeste, en el Atlántico Sur. Nada que ver con el sur africano, pero sospechosamente parecido a Mare Nectaris, Mare Fecundatis (las dos “penínsulas” africanas) y Mare Crisium (la “isla”) de la Luna.
La teoría de la “Luna-Espejo” aún daba vueltas a mediados del siglo XIX, cuando Alexander von Humboldt escribió: “Encontré entre persas muy informados la hipótesis según la cual las marcas en la Luna son simplemente imágenes reflejadas de las tierras, mares e istmos de nuestro planeta”.
Y todavía hoy sigue dando vueltas: de tanto en tanto, y generalmente durante sesiones públicas de observación astronómica a manos de astrónomos amateurs –aquí y en todas partes del mundo– alguien se acerca a alguno de los telescopios que apuntan a la Luna, y dice, más o menos: “¿Sabían que las manchas de la Luna son el reflejo de la Tierra?”
Aunque muy a las escondidas, el mito sigue intacto. Y mirándolo bien, no hay mucho de qué asombrarse. Al fin de cuentas, hoy en día, en medio de teléfonos celulares, pantallas de plasma y conexiones de Internet wi-fi, muchos creen que Júpiter o Marte pueden afectar nuestra salud y nuestras vidas amorosas, que hay colores que traen mala suerte, que existen las “malas ondas” o que se puede adivinar el futuro en la borra del café. Si comparamos, la “teoría de la Luna-Espejo” no está tan mal. Y, sinceramente, es mucho más razonable.
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