Sábado, 30 de mayo de 2009 | Hoy
2009: AñO INTERNACIONAL DE LA ASTRONOMíA
Es la nueva joyita del Sistema Solar, un mundo casi irreal, de un color blanco inmaculado, dominado por suaves llanuras heladas, apenas interrumpidas por jóvenes cráteres y enigmáticas estrías. Encelado es una pequeña luna, perdida en el fabuloso imperio de Saturno, allí, a casi 1500 millones de kilómetros del Sol.
Por Mariano Ribas
Apenas una luna entre las sesenta conocidas que acompañan al enorme planeta anillado. Poco y nada se sabía de Encelado hasta hace apenas unas décadas. Pero a fuerza de meticulosas observaciones, y fundamentalmente, sondas espaciales, aquel puntito de luz que mostraban los telescopios comenzó a adquirir rasgos propios y sorprendentes. Y ahora, aquella bola de hielo, a casi 200 grados bajo cero, ya le está disputando fama y protagonismo astronómico a su hermano mayor, el extraordinario Titán. Y la verdad, tiene con qué: durante los últimos años, la sonda Cassini (NASA) descubrió poderosos geysers que brotan desde su gélida superficie: chorros de vapor de agua y cristales de hielo que se escapan hacia el espacio, alimentados por su calor interno y su inquieta geología. Fenómenos alucinantes que sugieren, con toda claridad, la posible existencia de reservorios de agua líquida, apenas por debajo del manto de hielo superficial. Agua que estaría mezclada con sales y otros compuestos. Ni más ni menos que un potencial nicho biológico. Por todo esto, Encelado es la nueva niña mimada de la astronomía planetaria.
Encelado fue descubierto pocas semanas después del inicio de la Revolución Francesa, el 28 de agosto de 1789. Esa noche, el cazacometas William Herschel, que ya llevaba en su pecho la medalla por haber descubierto a Urano (1781), observó un punto de luz moderadamente brillante cerca de Saturno. Un nuevo satélite, que se sumaba a varios más ya conocidos, como Titán, Rhea, Tethys y Dione. Más allá de sus períodos orbitales en torno al planeta, y de muy crudas estimaciones sobre sus tamaños, las lunas de Saturno eran un completo enigma para la astronomía de aquel entonces (y lo mismo sucedía con las de Júpiter).
Ya en pleno siglo XX, los telescopios pudieron resolver, mínimamente, los discos de algunas de estos satélites, permitiendo tener una idea un poco más precisa de sus dimensiones. Así, por ejemplo, quedó bien claro que Titán medía alrededor de 5000 km, mucho para un satélite convencional. Y que Encelado, parecía ser muchísimo más chico. Aún así, su brillo era relativamente alto. Por lo tanto, la luna de Herschel debía tener un albedo muy elevado (el albedo es el índice de reflexión de la luz solar de un planeta o satélite). De algún modo, Encelado funcionaba como un espejo de altísima eficiencia. Y eso ya daba ciertos indicios de la naturaleza helada de su superficie.
Casi dos siglos después de su descubrimiento, Encelado finalmente nos mostró su rostro: en agosto de 1981, la mítica Voyager 2 (NASA), sobrevoló fugazmente al pequeño satélite, tomando una ráfaga de impactantes fotografías. A pesar de sus modestos 500 km de diámetro (ver cuadro), la lunita de Saturno se mostraba fascinante de cabo a rabo. Una belleza de un purísimo color blanco, con una superficie de hielo de agua (tal como demostraban los análisis espectrales de la luz que reflejaba), mayormente lisa, y sólo salpicada con algunos cráteres. Una evidente señal de su juventud, al menos, en términos geológicos. Pero la Voyager 2 también descubrió unas extrañas fracturas en las zonas linderas al Polo Sur del satélite. Grietas de hasta 100 o 200 kilómetros de largo que parecían quebrar la suavidad general del terreno.
Atando cabos, los astrónomos y los geólogos planetarios de comienzos de los años ‘80 se dieron cuenta que Encelado era algo especial. Una luna envuelta por un manto de agua congelada que reflejaba el 99% de la luz solar que recibía. El mayor albedo jamás medido en satélite o planeta alguno. Una superficie joven y activa, que a pesar de estar a unos 200ºC, evidentemente, y de algún modo, debía renovarse (si así no fuera, estaría completamente cubierta de cráteres, como tantas otras lunas inertes, como la nuestra). Y que, tal como sugerían las fracturas australes, hasta parecía sufrir posibles procesos de tectónica. Nada mal para empezar.
Los hallazgos de la Voyager 2 revelaron a un mundo gélido por fuera, pero inquieto por dentro. Pero además, parecían explicar un misterio que venía arrastrándose desde hacía ya unos cuantos años: el anillo E de Saturno, descubierto en 1966. A diferencia de los anillos A, B, C y D (que forman la estructura principal de aquel glamoroso adorno planetario), el anillo E resultó increíblemente difuso, disperso, y muy extendido verticalmente. Tan es así, que abarca un enorme volumen de espacio, que incluye a las órbitas de los satélites Mimas y Rhea. Pero cuya parte central y más densa, contiene al propio Encelado. Quizás, el anillo E, formado básicamente por partículas de hielo, podía tener algo que ver con el satélite. Para perdurar en el tiempo, una estructura así necesita, forzosamente, algún mecanismo de reabastecimiento de sus materiales (hielo). Pero claro, resultaba muy raro que una modesta lunita de 500 km pudiese aportarlos. Finalmente, hace apenas unos años, otra sonda espacial, resolvió el inquietante misterio del anillo E. Todo de pronto cerró. Y Encelado se despachó con sus mayores sorpresas.
La nave Cassini (de la NASA y la ESA, la agencia espacial europea) arribó al imperio anillado a mediados de 2004, tras un largo viaje de siete años. Y si bien es cierto que sus objetivos principales eran Saturno y Titán, los controladores de la misión le reservaron algunos sobrevuelos a Encelado, dado su creciente interés científico. Sin embargo, nadie se esperaba lo que estaba por venir: a comienzos de 2005, los instrumentos de la sonda detectaron la presencia de una fina atmósfera de vapor de agua y oxígeno en torno al satélite. Tenue, pero atmósfera al fin, algo que muy pocas lunas tienen.
Pero lo más importante vino unos meses más tarde. En julio de ese año, la nave pasó a sólo unos 270 kilómetros de altura por encima de la región polar Sur de Encelado. Y varios de sus instrumentos (espectrómetros varios), detectaron corrientes de partículas, a modo de chorros elevándose cientos de kilómetros hacia el espacio. Puntualmente, vapor de agua y cristales de hielo (también de agua, y que se condensarían a partir del mismo vapor). Allí está la respuesta al misterio del anillo E: créase o no, el chiquitín de Encelado lo alimenta y lo sostiene con el paso del tiempo.
Eso por un lado. Pero Cassini también observó que esos chorros brotaban de las grandes grietas superficiales que recorren la zona sur de la luna. Estrías que los científicos llamaron informalmente “rayas de tigre”, y más formalmente, sulci. Más aún, Cassini también descubrió que la zona polar Sur es unos 15 o 20C más caliente que el resto de Encelado (190ºC a 200ºC), y que las fisuras mismas lo eran aún más (130ºC). Algo anormalmente “caliente” pasaba allí. Pero el mayor impacto llegó en noviembre, cuando la nave tomó fotografías directas de las “plumas” de material gaseoso y helado, elevándose sobre el horizonte de Encelado. Fue impresionante y más de uno se quedó, virtualmente, y nada raro en este caso, helado (o encelado).
Desde su superficie helada, Encelado lanza chorros de agua (vapor y hielo) al espacio. Tiene, por lo tanto, criovulcanismo. “Hasta hace muy poco, sólo conocíamos tres lugares volcánicos en el Sistema Solar: Io, una luna de Júpiter, la Tierra, y Tritón, el mayor satélite de Neptuno, pero ahora Encelado se suma a este exclusivo club”, dice el Dr. John Spencer, integrante del equipo científico de la misión Cassini. Por otra parte, las “rayas de tigre” parecen ser, según los geólogos planetarios, el resultado de procesos de tectónica, grietas que se abren en la corteza. Es un mundo activo. Y eso se fue confirmando, una y otra vez, con cada uno de los sobrevuelos de Cassini, hasta el día de hoy. No es poco, sin dudas.
Pero toda esta historia tiene implicancias aún más profundas: ¿cuál es el origen de los chorros de vapor y hielo de agua? Todo parece apuntar en la misma dirección: depósitos de agua líquida, escondidos a decenas o cientos de metros debajo de la superficie. Depósitos que estarían a la “altísima” temperatura de 0ºC, o incluso, un poco más, y que en las particulares condiciones de presión del interior de Encelado, podrían hervir, y salir al exterior, a través de los sulci. Esa agua, inicialmente líquida, y luego vaporizada, se congelaría en el espacio. En parte, pasaría a formar el anillo E. En parte, se perdería. Y en parte, podría volver, renovando el hielo de la impecable y blanca superficie de Encelado. Parece que todo cierra.
Los astrónomos no salen de su asombro: “sabemos que se trata de una conclusión sorprendente, pero tenemos evidencias firmes sobre la presencia de agua en el interior de un cuerpo tan pequeño y frío como Encelado”, dice la Dra. Carolyn Porco, líder del equipo de imágenes de la sonda Cassini. Por su lado, su colega, Joshua Colwell, agrega a este “satélite revelación” a otra lista de exclusivos personajes de nuestro barrio planetario: “sólo hay tres lugares del Sistema Solar donde hay agua líquida cerca de la superficie: la Tierra, Europa, la luna de Júpiter, y ahora parece que también Encelado”.
Ahora bien, todavía nos queda una cuestión central a resolver: ¿de dónde saca Encelado su calor interno para sostener posibles depósitos de agua líquida? Al parecer, la respuesta está en la gravedad. No la propia, sino en los continuos y poderosos tirones gravitatorios que sufre a manos de Saturno. En cada vuelta, de apenas un día y medio de los nuestros, la gravedad del planeta gigante estira y contrae al cuerpito del pobre Encelado, en una y otra dirección. Y así, se calienta (algo parecido le pasa a Europa, aquella luna de Júpiter que escondería un océano de agua líquida). Este juego se ve reforzado, también, por su interacción gravitatoria con su vecina, más grande, la luna Dione. Así, la que de otro modo no sería más que una pobre bola de hielo, inerte y aburrida, sufre un calentamiento que le da vida y acción.
Pero hay más. Los sobrevuelos de Cassini en 2007, y muy especialmente en 2008, no sólo confirmaron que las “plumas” eyectadas por Encelado están hechas principalmente de agua (92%), sino que también contienen dióxido de carbono, nitrógeno, amoníaco, y un amplio repertorio de moléculas orgánicas, como metano, propano, acetileno y otros hidrocarburos. Incluso, hace unas semanas, se publicó un estudio que habla de la presencia de sales, como el bicarbonato de sodio. “La mejor explicación para dar cuenta de estas observaciones es que estas sales y compuestos se encuentren presentes en mares de agua líquida, debajo de la superficie de Encelado”, dice la astrónoma Julie Castillo, del Jet Propulsión Laboratory de la NASA. Calor interno, agua líquida, compuestos orgánicos, sales, química activa, movimiento... al juntar las piezas, surge una inquietante posibilidad: vida. Tal vez. La Dra. Porco comparte nuestros sueños: “si estamos en lo correcto, parece evidente que (con Encelado) se ha ampliado la diversidad de ambientes en el Sistema Solar en los que podríamos encontrar condiciones aptas para la vida”.
Es verdaderamente impresionante: en cuestión de unas décadas, y muy especialmente de estos últimos años, Encelado pasó de ser un lugar apenas interesante, a convertirse en uno de los sitios más fascinantes de todo el Sistema Solar. De 2005 a esta parte, la misión Cassini lo ha colocado, de golpe y porrazo, entre los exclusivos miembros de dos prestigiosos clubes astronómicos: los mundos con actividad geológica, y los mundos con chances reales para la aparición de la vida. Tan es así, que, hoy, Encelado es un objetivo de “alta prioridad” para las misiones espaciales presentes y futuras. La sonda Cassini, que seguirá explorando el sistema de Saturno en los próximos años, volverá a sobrevolar a la pequeña luna blanca una y otra vez. Y en la NASA y la ESA, ya consideran incluir a Encelado en futuras y ambiciosas misiones de exploración, codeándose entre las prioridades con verdaderos pesos pesados, como Marte o las lunas de Júpiter.
Quién lo hubiera dicho en los tiempos de Herschel: aquel puntito en un telescopio de hace más de dos siglos, hoy se ha convertido en un mundo sorprendente y prometedor. A no dudarlo: Encelado es la nueva joyita del Sistema Solar.
Descubrimiento: 1789, por William Herschel.
Diámetro: 499 km.
Distancia a Saturno: 238.000 km.
Período orbital: 33 horas.
Temperatura superficial: 190ºC a 200ºC.
Gravedad superficial: 1% de la terrestre.
Atmósfera: fina y variable, 65% de vapor de agua.
Superficie: suave y joven, formada por hielo de agua.
Albedo (reflexión de luz solar): 99%
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