Sábado, 30 de mayo de 2009 | Hoy
HISTORIA DE LA MEDICINA
La lepra medieval fue, en cierta medida, una enfermedad imaginaria. Tanto que dos convicciones antiguas que informan su tradición –una popular, la de que los leprosos perdían las extremidades; la otra, propia de los historiadores, la de que los leprosarios sirvieron como arbitrarios centros de reclusión– sólo pudieron refutarse a partir de investigaciones de los años ’50.
Por Matias Alinovi
Lo característico de la lepra medieval, que resurgió en Europa el año de la primera cruzada, 1099, fue la distancia entre la enfermedad y el diagnóstico, que ejercía sobre el enfermo el máximo poder arbitrario de la prescripción. Ningún otro diagnóstico alteró tanto la vida de los enfermos y ninguna otra enfermedad se diagnosticó sobre signos más débiles, más variables, menos concluyentes. Hubo desde el principio una idea de máxima pendiente en la lepra: el diagnóstico más incierto alteraba del modo más definitivo la vida de los hombres. Si el diagnóstico de un apestado se fundaba en los bubones que nacían en las ingles o en las axilas, y podía ser confirmado, o no, por la muerte, la lepra no mataba, y era el diagnóstico mismo el que condenaba a la muerte en vida.
El motivo central de la crónica histórica de la lepra es la construcción de la figura del leproso. O mejor, de la figura del leproso y de la institución compleja destinada a albergarlo: el leprosario. Entre la figura y la institución existió siempre una falsa idea de complementariedad, de causa y efecto. Hoy sabemos que el encierro del leproso era innecesario. Encierro obligatorio (e innecesario) para el leproso; libertad para el apestado, proclamada la inutilidad de su exclusión por la teoría del miasma.
Sobre los leprosarios, oscura institución medieval, se ha afirmado todo. Que lograron el aislamiento sanitario imprescindible que acabó ahogando la lepra antes del siglo XVI. Que eran lugares de encierro y de exclusión arbitraria de aquellos a quienes la autoridad política o eclesiástica consideraba indeseables. Que lo más difícil de encontrar en un leprosario medieval era un leproso, puesto que toda reclusión era debida a la confabulación de un entorno que aprovechaba cualquier erupción imprecisa de la piel para lograr el encierro. Donde hay encierro hay arbitrariedad, agravada quizás por la ambigüedad del diagnóstico. Y la idea del encierro arbitrario acompañó desde el principio la historia de la lepra. Decía Voltaire que los sacerdotes judíos, sin curar la lepra, apartaban a los sarnosos de la sociedad, y que a través de ese acto adquirían un poder prodigioso, porque todo hombre atacado por el mal era encarcelado como un ladrón, de modo que una mujer que quería deshacerse de su marido no tenía más que sobornar a un sacerdote.
La moderna investigación patológica ha demostrado que la lepra avanzada no sólo ataca el tejido de la piel, sino que eventualmente puede corroer el hueso alrededor de la cavidad oral y de la nasal, como resultado de una rinitis crónica. La caracterización de esa patología, llamada facies leprosa, se debió al investigador alemán Möller-Christensen, quien hacia 1945, excavando una serie de tumbas medievales, encontró el esqueleto de una mujer cuyo cráneo presentaba alteraciones patológicas nunca vistas hasta entonces.
Ante la posibilidad de que aquellas alteraciones fueran debidas a la lepra, Möller-Christensen excavó el cementerio del leprosario medieval de Naestved, en Dinamarca. Luego amplió pacientemente sus investigaciones, excavando leprosarios en el Cercano Oriente, y finalmente logró caracterizar con precisión la patología.
Möller-Christensen sabía –como lo sabemos hoy– que el noventa y cinco por ciento de los individuos son naturalmente inmunes a la enfermedad. De modo que la facies leprosa le presentaba la extraordinaria posibilidad de estudiar la incidencia de la lepra en el leprosario medieval y decidir sobre la arbitrariedad del diagnóstico y de la exclusión. Generaciones de historiadores habían argumentado a favor o en contra de la arbitrariedad, y a través del descubrimiento de la facies leprosa Möller-Christensen podía diseñar una suerte de experimento arqueológico crucial que decidiera sobre la verdad de los argumentos de los historiadores. Si la evidencia arqueológica demostraba que la incidencia de la lepra era del orden del cinco por ciento, o menor, la arbitrariedad estaba probada, puesto que la proporción de leprosos en el leprosario medieval habría sido la misma que la del exterior. Möller-Christensen, quizás influido por sus lecturas, estaba casi seguro de que así sería. Pero lo cierto es que de los quinientos esqueletos que exhumó, el setenta por ciento presentaba signos inequívocos de facies leprosa. Y su estudio, inesperadamente, arrojó serias dudas sobre la tan remanida arbitrariedad de la exclusión del leprosario medieval.
Hoy sabemos que hay dos tipos de lepra, la tuberculosa y la lepromatosa; que la mayoría de los enfermos desarrolla una forma intermedia que avanza o retrocede hacia esas dos formas extremas; que la lepra puede transmitirse a través de las secreciones nasales –del estornudo– pero que la enorme mayoría de los individuos nunca desarrollará la enfermedad.
Es decir, el conocimiento moderno sobre la enfermedad parece venir a corroborar que, de algún modo, con la lepra se ha operado la construcción de una enfermedad imaginaria –que es muy contagiosa, que cercena las extremidades, que exige la estricta reclusión de los enfermos, que se contagia con un beso– que no se corresponde con la enfermedad real –muy poco contagiosa debido a la inmunidad natural de casi todos los individuos, que no exige la reclusión, ni cercena los miembros–. Y esa operación ha sido tan eficaz que sólo en los años ’50 se comprobó que la lepra no pudría la carne, como siempre se había creído.
El caso es curioso. Cuando el médico inglés Paul Brand se unió al cuerpo médico del Christian Medical College & Hospital, en Vellore, India, un sanatorio donde se trataba a los enfermos de lepra, lo primero que le llamó la atención fue que sus pacientes sólo perdieran dedos de la mano o del pie durante la noche. Era el año 1946. Decidió entonces investigar la cuestión, y para ello dispuso que se mantuviera determinada gente despierta, por turnos, vigilando el sueño de los leprosos. Descubrió, para la estupefacción de todos, que eran las ratas las que roían los dedos de sus pacientes. Los pacientes de Brand, insensibles al dolor, no despertaban.
Brand entendió entonces que la mayor parte de las lesiones de los pacientes con lepra eran el resultado de la insensibilidad de la piel, y no la causa directa de la acción de la enfermedad. Cuando la sangre dejaba de circular por las extremidades, las terminales nerviosas morían, y la ausencia de la sensación del dolor hacía que cualquier lesión, incluso diminuta, llevara a un deterioro permanente de los tejidos.
El Dr. Brand era creyente, y eso lo llevó a desarrollar una conclusión moral sobre la necesidad del dolor, a considerarlo un don divino y a escribir un libro –El dolor: el don que nadie quiere– para exponer su doctrina. El libro admite descripciones escalofriantes sobre los resultados de la insensibilidad en los pacientes leprosos, cuestiona la búsqueda del placer en la sociedad occidental y concluye que una vida sin dolor no es ni imaginable ni deseable; que el intrincado balance entre dolor y placer es uno de los misterios de la vida, por el que debemos agradecer a Dios.
Extraordinaria desde el punto de vista científico, la investigación de Brand no lo es menos como ejemplo de utilización ideológica de la enfermedad. El Dr. Brand vuelve a convertir la lepra en argumento del proselitismo cristiano; en símbolo, esta vez invertido. Si el leproso medieval debía agradecer a Dios por sus padecimientos, que constituían un camino de redención, una vez descubierto el fenómeno de la anestesia de la enfermedad, el sano moderno deberá agradecerle por sentir dolor físico, una experiencia parcialmente vedada al leproso.
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