Sábado, 5 de septiembre de 2009 | Hoy
PALEONTOLOGíA Y SOCIEDAD: UNA ESTRELLA DARWINIANA
Esta entrega de Futuro salió decididamente darwiniana, cosa que se comprende, dado que estamos en el año que homenajea al autor de la Teoría de la Evolución. Nuevos y viejos fósiles, eslabones perdidos que no son tales, teorías pesimistas sobre el hombre que pretenden justificarse en las chispas que saltan permanentemente entre la conciencia y la carrocería. En fin, cosas de todos los días (y las semanas, y los meses, y los...?).
Por Pablo Capanna
A pesar de lo que podría hacernos pensar el cine, las cosas más importantes que pasan en la ciencia no suelen ser demasiado espectaculares. No es raro que haya que esperar años antes de que la comunidad científica comience a reconocer los alcances de un descubrimiento o un nuevo planteo teórico, y si hay muchos que obtienen un Nobel, no son pocos los que se mueren sin ser reconocidos.
Es por eso que cuando ciertos anuncios espectaculares se hacen en los medios masivos, la sombra del sensacionalismo parece alentar las dudas. De este orden parece haber sido la presentación en sociedad del primate fósil Darwinius masillae, que el alcalde Michael Bloomberg anunció en Nueva York con bombos y platillos, el 19 de mayo último, en un acto donde se homenajeaba a Charles Darwin.
El fósil, descubierto en 1983 en una cantera alemana, había estado veinte años guardado antes de que el noruego Jorn Horum lo comprara por un millón de dólares y pusiera su equipo a restaurarlo.
Así como Johanson, pensando en una canción de los Beatles, le había puesto Lucy a su famoso homínido, Horum le puso al suyo Ida, el nombre de su hija. Las gacetillas que difundieron el descubrimiento se empeñaron en destacar que Ida tiene 47 millones de años, y Lucy sólo 3,2, como si de figurar en el Guinness se tratara.
Tras calificarla prontamente como “la octava maravilla”, la televisión anunció a Ida como “un hallazgo científico revolucionario que cambiará todo”, y comparó su descubrimiento con la llegada del hombre a la Luna. Irónicamente, la revista Science observó que ese podía llegar a ser “el titular científico más exagerado del mundo”.
El día que quedó aplastada por la lava de una erupción volcánica, Ida era un bebé de meses, y aunque hubiera alcanzado la edad adulta, no habría llegado a pesar un kilo. El mayor atractivo que ofrece Ida es que su esqueleto está completo en un 95 por ciento. Se pueden observar hasta rastros de piel y pelos y su tubo digestivo guarda restos de frutas, semillas y hojas. Esto la convierte en uno de los fósiles mejor conservados de todos los tiempos.
Por cierto, su presencia lleva a replantear algunas ideas sobre la evolución. De algún modo, sin poner en duda el origen africano del hombre, vuelve a poner el acento sobre Europa.
En la época en que vivió Ida, los tarsios y los lémures (que aún sobreviven) se estaban separando, pero los lemúridos fósiles conocidos se parecían bastante a los actuales. Incluso los había más antiguos que Ida, como el Notharctus y el Purgatorius, de 50 y 70 millones de años, respectivamente.
El coro mediático (haciendo pie en una expresión ambigua de sir David Attenborough –documentalista y divulgador destacado de tópicos sobre naturaleza, que parece haber mordido el anzuelo–, no vaciló en calificar a Ida como “el eslabón perdido”
En todo caso se trataría del eslabón que une a los lemúridos con los monos, por cierto en la ruta que conduce al hombre. Hace tiempo hemos dejado de pensar la evolución como una cadena lineal o como un árbol de grueso tronco sino más bien tendemos a verla como un arbusto; hasta un rizoma, como diría algún posmoderno.
Tal como se precisó, es probable que Ida no sea una “abuela” para nosotros, sino apenas una “tía”. Ostenta rasgos anatómicos avanzados que remiten a los nuestros, como la dentadura y los huesos del pie. Tiene uñas en lugar de garras, y como todos los primates, tiene el pulgar oponible, eso que le permitiría a sus descendientes usar una herramienta.
En un cerebro como el suyo algún día comenzaría a formarse esa corteza que mucho más tarde usaría su descubridor. Pero la misma mano capaz de manejar el pincel del artista también empuñaría el hacha de guerra, y el mismo cerebro que pensaría los Principia de Newton sería capaz de idear los instrumentos de tortura.
La pequeña Ida comía frutas y semillas, y cualquiera diría que estaba bastante indefensa frente a los grandes mamíferos predadores del Eoceno. ¿Qué ocurrió para que sus descendientes remotos llegaran a ser tan violentos como para masacrarse entre ellos y hasta hacerle daños duraderos al propio ambiente que los sustenta?
El siglo que pasó debe haber sido el más cruel en milenios, no sólo si consideramos la cantidad absoluta de muertes violentas. Para este tiempo, los primates de la variedad sapiens son mucho más numerosos que en toda su historia anterior, lo cual no permite hacer comparaciones fáciles.
Lo peor de todo fue el uso perverso de la razón con fines destructivos que se desplegó no sólo en dos terribles guerras sino en las variadas formas de opresión, humillación y crueldad que supimos inventar.
Antes de que irrumpieran las armas nucleares, los gases letales de la Primera Guerra Mundial provocaron horror en algunas cabezas pensantes y sensibles de la época, que veían triunfar las fuerzas irracionales sobre las nobles intenciones de la Ilustración.
Una de las primeras reflexiones fue la de Freud, que en plena masacre hizo unas Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte (1915). Para 1930, cuando los totalitarismos se estaban imponiendo, Freud escribió las páginas pesimistas de El malestar en la cultura. Con ánimo sombrío, no vaciló en atribuirlo todo a una suerte de pecado original que estaba paradójicamente implicado en la creación de la cultura, la mayor gloria del hombre.
En la visión de Freud el hombre estaba viciado por una profunda contradicción entre naturaleza y cultura, que lo condenaba a ser infeliz. La construcción de la cultura obligaba a reprimir el impulso al placer y creaba la culpa. La infelicidad era cada vez mayor, y la irracionalidad creciente no era más que el retorno de lo reprimido. Para colmo, el poder de la ciencia y la tecnología había crecido a tal punto que a los humanos ya “les resultaba fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre”.
Pasaron más de treinta años, en los cuales el mundo sufrió una guerra aun más terrible, que incluyó inéditas aberraciones como Hiroshima y la Shoah. Al restañarse las heridas, quien retomó el tema freudiano fue el escritor Arthur Koestler, una mente brillante que había sido capaz tanto de escribir una gran novela (Tinieblas a mediodía conocida también como El cero y el infinito) como un gran libro de historia de la ciencia: Los sonámbulos. Con el respaldo de una cultura científica poco usual, Koestler expuso sus reflexiones en Janus (1978), el libro que fue su testamento intelectual, y se propuso darle un fundamento biológico.
La posguerra había dado paso a la Guerra Fría, pero el mundo aún parecía estar suspendido al borde del abismo. Para Koestler, Hiroshima ocupaba el centro de toda la historia y la prehistoria, porque se había hecho posible lo que Freud más temía: la aniquilación de la especie.
El ensayista húngaro retomaba el tema del desfasaje entre el progreso técnico y el moral. Eramos capaces de controlar los satélites y viajar a la Luna, pero no de pacificar a Irlanda del Norte ni de cruzar el Muro de Berlín. Aunque esas circunstancias hayan pasado a la historia, no costaría mucho encontrar ejemplos más actuales. Esas situaciones formaban parte de una serie de síntomas bien conocidos y configuraban una suerte de perversión estructural de la especie humana.
Admitiendo que la evolución no es lineal ni continua, Koestler pensaba que el hombre podía haber sido un callejón sin salida o una aberración biológica. Los sacrificios humanos, la guerra, el genocidio, la tortura y la crueldad mostraban un permanente desfasaje entre la razón y la emoción, que era capaz de pervertir todas las creaciones de la inteligencia.
Según Koestler, el crecimiento explosivo de la corteza cerebral era algo muy reciente en la evolución; la corteza pensante se enancaba en estructuras más arcaicas, que no llegaba a controlar. El lenguaje, por ejemplo, no sólo le servía al hombre para canalizar el pensamiento; también le permitía matar en aras de una abstracción o le servía para crear barreras étnicas.
Para el pesimista Koestler, hasta la dependencia de las crías humanas de los adultos, algo que suele ubicarse en el origen de la sociedad, era la raíz de esa devoción con que se justificaban los peores crímenes
Iba más lejos que Freud, quien en definitiva abogaba por darle más libertad al Yo racional mediante el psicoanálisis. Koestler, en cambio, parecía buscar el “pecado original” en la misma estructura del cerebro.
Había hecho suyo el modelo de Papez y MacLean, que es conocido como “cerebro triuno”, y fue su más decidido divulgador. Según MacLean, nuestro cerebro era algo así como un motor de Fórmula 1 montado sobre un chasis de Ford T, con la carrocería de un Citroën 2CV. El área más primitiva es el cerebro reptílico, el mismo que tenían los grandes saurios; sobre él está el cerebro límbico, que es propio de los mamíferos, y encima de todo el neocórtex, específicamente humano.
Koestler pensaba que estos tres subsistemas no estaban integrados, y por momentos los niveles inferiores llegaban a imponerse sobre los superiores. El hombre que es víctima de un asalto violento y sale con un arma a hacer “justicia” por mano propia está pensando como un tiranosaurio. El que queda traumatizado por la experiencia tiene los sentimientos de un mamífero, pero si llega a analizar los porqué de la criminalidad está usando la corteza. Lamentablemente, es lo último que se suele usar.
La propuesta era drástica: si el cerebro no tenía cura, había que apelar a las neurociencias para controlar la conducta de la gente, administrándoles compulsivamente drogas. Lo cual, más allá de las buenas intenciones del escritor, sonaba políticamente siniestro.
La espectacular presentación de Ida me recordó a un lemúrido imaginario que duerme en las páginas de Olaf Stapledon (1886-1950), y me llevaron a asociarlo con las reflexiones de Freud y Koestler. Stapledon fue un filósofo inglés, autor de atípicas novelas que aquí sólo leían Borges y Bioy Casares. Sus libros Hacedor de estrellas y Ultimos y primeros hombres eran verdaderas epopeyas cósmicas.
Pacifista militante, Stapledon había estado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial manejando una ambulancia. En la misma época que Freud desesperaba de la condición humana, escribió un texto bastante autobiográfico, Los últimos hombres en Londres (1932).
En la novela, nuestros remotos descendientes se preguntaban por la causa de las guerras, y puestos a buscar en qué momento habíamos fracasado, se remontaban al pasado pre-humano. Con esa excusa, Stapledon trazaba una suerte de mito darwiniano: la historia del “lemúrido filósofo”.
Allá por el Eoceno, afortunadas mutaciones y un oportuno aislamiento geográfico habían hecho nacer una especie de lémures de creciente desarrollo cortical. En su momento llegaban a superar a los simios y alcanzaban al nivel de los homínidos. Pero estos lemúridos, junto a la inteligencia práctica, habían desarrollado una gran capacidad de introspección, algo que era irrelevante para la lucha vital pero fundamental para el desarrollo ético.
El primer lemúrido que fabricaba una herramienta para proveerse de fruta también inventaba el juego. Antes de ser devorado por un gato montés, llegaba a transmitirle sus dotes a sus descendientes, que desarrollaban el lenguaje, el arte, la agricultura y la artesanía.
Más tarde, cuando el pueblo lemúrido sucumbía a los enfrentamientos tribales y estaba a punto de aniquilarse, surgía una hembra genial que mediante la danza y el canto lograba inculcarle a sus semejantes el imperativo de la convivencia pacífica.
Los lemúridos habían alcanzado así un nivel ético incomparable en la historia, cuando un terremoto hacía emerger una franja de tierra que unía a su isla con el continente. Por ese camino llegaba una horda de simios belicosos que aniquilaban a los lemures, que sólo eran capaces de resistencia no violenta. Los antecesores remotos del hombre habían perdido su gran oportunidad evolutiva. Desde entonces, la inteligencia práctica había seguido creciendo y la ética apenas había sido capaz de dar saltos esporádicos.
Sería difícil negar las razones que esgrimían Freud, Koestler y Stapledon para justificar su pesimismo, más allá de que otros recurran a argumentos análogos para justificar la tiranía. Explicar las falencias de la cultura por medio de la biología puede ser tan inadecuado como tratar de explicar la naturaleza recurriendo a la cultura.
Después de todo, tanto los pesimistas como los optimistas pertenecen a la misma especie humana, que parece capaz de cualquier cosa. Incluso de trabajar, a pesar de todos los retrocesos, para que la historia deje de repetirse.
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