› Por Pablo Capanna
Por alguna extraña razón, en estas comarcas rioplatenses se celebra el Día del Amigo junto con la llegada de la nave Apolo XI a la Luna. Aunque cualquiera diría que a los amigos es mejor tenerlos acá, especialmente cuando necesitamos de ellos.
Los cuarenta años del alunizaje fueron recordados con especial fervor por los amigos de Baudrillard, que se han cebado con la guerra mediática del Golfo y no dejan de buscar simulacros por todas partes. Digamos que no les cuesta mucho, porque la cultura global ofrece una amplia gama de mentiras, tanto piadosas como impiadosas.
Es sintomático que a cuatro décadas del primer alunizaje, justo cuando revivían los proyectos de exploración lunar, fueran tantos los que pusieron en duda que la NASA hubiese llegado a la Luna en 1969. La denuncia de que todo aquello no fue más que una simulación parece haberse inspirado en esas teorías conspirativas que circulan especialmente entre la ultraderecha yanqui y la comunidad de los ufólogos.
A los negadores del Holocausto y a aquellos que juran que la Tierra sigue siendo plana a pesar de que el Google Earth nos engañe, se han sumado los que no sólo cuestionan la televisación del alunizaje, sino que también niegan que Armstrong haya estado allá. Pretenden que la mentira fue tan perfecta que ni siquiera los rusos, que algo sabían de espionaje, se dieron cuenta. Sugieren que quien la fraguó fue Stanley Kubrick, pero parecen pensar en Ed Wood, porque habría sido tan torpe de filmar al aire libre, para que la bandera flameara con el viento.
Distanciándonos de estas polémicas, estamos en condiciones de ofrecer evidencias de la presencia argentina en el satélite, un año antes que el supuesto viaje de la NASA. Para probarlo está el libro Los argentinos en la Luna, publicado por Ediciones de la Flor en 1968, que reclutó a astronautas como Mujica Lainez, Oesterheld, Vanasco y Bajarlía, otros que pronto serían célebres y algunos que fuimos merecidamente olvidados.
Y ya que estamos, nadie sería capaz de poner en duda unos cuantos viajes anteriores, que algunos hicieron con la imaginación para que otros se pusieran a pensar que era posible intentarlo.
Antes de que alguien se pusiera a soñar con viajar a la Luna, era necesario que hubiese otro que la imaginara como un mundo similar al nuestro, y dejara de verla como una divinidad.
El primero parece haber sido el filósofo Anaxágoras, que cinco siglos antes de la era cristiana causó escándalo al decir en público que el Sol y la Luna eran apenas más grandes que el Peloponeso, que la Luna tiene montañas y valles, que recibe su luz del Sol y que está habitada. Se salvó de que lo condenaran por impiedad gracias a su amigo Pericles, pero tuvo que irse de Atenas hasta que se calmaran los ánimos.
Anaxágoras hizo posible el paso siguiente. Si la Luna era otra Tierra, sería posible visitarla, quizá con los recursos disponibles y sin apartarse de la cosmología vigente.
El primero en pensarlo fue Luciano de Samosata, del cual sabemos muy poco. Pudo haber sido sirio o fenicio, aunque algunos lo dan por ateniense. Al parecer vivió en la segunda mitad del siglo I de nuestra era, un período muy poco apto para cualquier especulación astronómica. Por esos años Claudio Tolomeo consagró la visión geocéntrica del mundo, que dominaría el siguiente milenio.
Después del auge de la ciencia griega de Euclides y Arquímedes, en el Imperio se había impuesto una suerte de religión astrológica que vetaba ocuparse de los cuerpos celestes para otra cosa que no fuera escrutar el destino.
Sólo a un escéptico reconocido como Luciano se le toleraba que escribiese sobre algo tan disparatado como un viaje a la Luna. El mismo tomaba sus recaudos, porque presentaba a su Historia verdadera como un entretenimiento sin pretensiones. Si había tantos viajeros mentirosos, él también podía merecer la tolerancia del lector.
El viaje comenzaba en el mar. Luciano y sus amigos salían de las Columnas de Hércules (Gibraltar) rumbo al Mar de Occidente (el Atlántico). Eran nada menos que los precursores de Colón, y sobre el final hasta hablaban de “llegar al otro Continente”.
En lugar de descubrir América, los griegos pronto eran arrebatados por un tornado que los llevaba por los aires y veían acercarse la Luna como una isla resplandeciente.
Las distancias de Luciano eran modestas hasta para el sistema geocéntrico. La Luna estaba a 3 mil estadios de altura (570 kilómetros), lo que para nosotros sería la exósfera, una distancia insuficiente para mantenerla en órbita.
Recién alunizados, eran llevados ante el rey Endimión, que resultaba ser otro terrestre que había llegado con un tornado anterior. Los selenitas (Luciano fue el primero en llamarlos así) les explicaban que la Tierra es su Luna, y les mostraban en un espejo mágico imágenes “satelitales” de nuestro planeta.
Los lunares son hermafroditas, se visten de bronce y cristal, brindan con aire exprimido y al morir se evaporan. Al llegar la comitiva de Luciano, están empeñados en guerra con los habitantes del Sol, con quienes disputan una colonia en Venus. Se lucha con pulgas, hormigas y arañas gigantes, y hasta hay paracaidistas. Por fin, las tropas solares de Faetón levantan un muro de espesas nubes que arroja la sombra sobre los selenitas, forzándolos a rendirse. Era algo que hoy cualquiera llamaría ciencia ficción, aunque entonces era un poco prematuro.
Quien retomó la posta de Luciano fue nada menos que Kepler, uno de los fundadores de la ciencia moderna. Curiosamente, su Sueño astronómico (1630), un relato que no llegó a ver publicado, partía de una propuesta política. Kepler lo ofrecía como una guía para aquellos que quisieran marcharse a la Luna, hartos de las guerras de religión. El astrónomo había sufrido la intolerancia en carne propia, y había visto a su madre a punto de ser quemada como bruja.
El Sueño es la historia de su alter ego Duracotus, nacido en Islandia. Su madre lo vende a unos marineros, que lo ponen en manos de Tycho Brahe (el maestro de Kepler) y gracias a eso puede tener una formación científica. Cuando Duracotus vuelve a sus pagos descubre que su madre, la bruja Fiolxhilda, sabe más que todos los astrónomos porque tiene tratos con un demonio lunar.
La Luna de Kepler se llama Levania y está a una distancia de cincuenta mil leguas alemanas, algo que se acerca bastante a la astronomía moderna.
Claro está que el viaje es posible sólo si uno logra hacerse transportar por algún demonio, y siempre que sea durante un eclipse. Con todo, la mente científica de Kepler prevalece cuando recomienda a sus astronautas consumir opio para resistir la aceleración o describe sus cuerpos en caída libre, en cuanto “la atracción magnética (sic) de la Tierra y la Luna se equilibran”.
Recordando a Luciano, Kepler llama “endimionidas” a sus lunares, pero los pone en un contexto más realista al distinguir entre los que habitan la cara visible y los de la oculta. Los primeros son los subvolvani (Volva es la Tierra, porque da vueltas). No los vemos desde aquí porque viven en el subsuelo, y apenas alcanzamos a apreciar las murallas que levantan para protegerse del Sol: son los cráteres. Tienen cuerpo de serpiente; los rayos solares los achicharran, pero renacen en la sombra.
En cambio, los prevolvani, habitantes de la cara oculta, son nómades, porque deben desplazarse conforme a un clima que alterna noches heladas de nieve y viento con días de calor abrasador.
Todo esto resultaba bastante ingenioso para una época en la cual ya existían los telescopios. Kepler no era muy adicto a ellos, pero no dejaba de valorar la obra de Galileo, y las fantasías comenzaban a acotarse.
En el siglo XVII no había muchos que llegaran a vivir cien años, pero Bernard Bouvier de Fontenelle lo consiguió. Durante la mayor parte de su vida fue el secretario de la Academia de Ciencias francesa, lo cual le permitió convertirse en uno de los primeros divulgadores científicos y un decidido best-seller. Sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos (1686) tuvieron un número increíble de ediciones y traducciones a todas las lenguas europeas.
En uno de sus ficticios diálogos con una marquesa y sus damas, que por lo general se limitan a proferir exclamaciones, asegura que “la Luna es una Tierra habitada”. También da un paso audaz, si pensamos que la única nave aérea de su época era el globo de aire caliente, cuando anuncia que “el arte de volar apenas ha nacido, pronto se perfeccionará, y algún día viajaremos a la Luna”.
Fontenelle no se limita a eso; piensa que bien podrían ser los selenitas quienes vinieran a la Tierra. Imagina una suerte de Roswell estilo rococó. Si una nave lunar se estrellara, digamos, en Fontainebleau, nos permitiría “estudiar con toda comodidad las extraordinarias formas” de sus tripulantes, opina la marquesa.
El secretario le replica que si los extraterrestres son tan hábiles para navegar por el espacio, también podrían ser ellos quienes “nos pescaran como a peces”. La marquesa se ríe e, imaginándose vaya uno a saber qué, confiesa que “se arrojaría en sus redes sólo para tener el placer de conocerlos”.
El sueño de Fontenelle comienza a tomar forma cuando Julio Verne planea la expedición de su Viaje a la Luna (1865), que se completa con Alrededor de la Luna (1869). Fiel a los principios positivistas, Verne procura no apartarse demasiado de los conocimientos científicos de su tiempo. Por eso mete a sus pasajeros en una bala y los dispara con un cañón Columbiad, apenas más grande que los que se habían usado en la Guerra de Secesión norteamericana.
Claro que no repara en que aun para la ciencia de entonces la aceleración de la bala hubiera hecho puré a sus viajeros. Tampoco se atreve a hacerlos descender en nuestro satélite, para no tener que pronunciarse sobre el tema de los selenitas. Sus viajeros dan la vuelta a la Luna, y descienden en el Pacífico, como los astronautas del siglo XX. Pero no logran traer ni una piedra lunar, lo cual no deja de despertar sospechas.
El gran rival de Verne es H. G. Wells. Mucho menos riguroso que Verne, quien jamás se hubiera atrevido a imaginar un hombre invisible o una máquina del tiempo, no usa un cañón ni un cohete, sino algo tan hipotético como la antigravedad.
En Los primeros en la Luna (1901), gracias a una sustancia sintética que neutraliza la atracción gravitatoria, el sabio Cavor y su vecino viajan a un mundo bastante similar al de Luciano y Kepler, aderezado con hipótesis más aceptables para la ciencia de fines del siglo XIX.
Para entonces, con los telescopios modernos, era evidente que si hubiese vida o artefactos de alguna especie inteligente en la superficie lunar, ya los hubiéramos visto. Wells se mantiene fiel a Kepler y esconde a los selenitas bajo el suelo, permitiéndoles salir sólo en las sombras. Hasta se las ingenia para que el aire, congelado en el área oscura, se evapore al sol y permita respirar sin escafandra.
Wells aprovecha para diseñar una suerte de utopía: una sociedad de insectos súper especializados para funciones específicas, que dependen de una suerte de cerebro maestro, el cual no es más que la versión moderna de Endimión.
La tradición que viene de Luciano termina en Wells, aunque por un tiempo más la atmósfera lunar se negó a desaparecer. En el clásico La mujer en la Luna (1929), para el cual Fritz Lang se hizo asesorar por Herman Oberth, hay aire y agua, pero están en la cara oculta. En una película soviética de 1935 (El viaje cósmico, de Zhuravlev) los astronautas de la nave José Stalin andan en escafandra, y se llaman a los gritos, a pesar de contar con el asesoramiento de Ziolkovski. Pero todavía son capaces de encontrar aire congelado, que les permite sobrevivir y regresar. El aire nunca apareció, pero el agua acaba de ser encontrada, y todavía nadie ha empezado a dudar de su autenticidad.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux