Sábado, 24 de abril de 2010 | Hoy
Por Mariano Ribas
El Telescopio Espacial Hubble es el instrumento científico más popular del mundo. Y, probablemente, el mayor icono de la astronomía contemporánea. Y no por casualidad: gracias a su vista de águila y, fundamentalmente, a su posición privilegiada –por encima de la atmósfera terrestre–, esta máquina extraordinaria ha cambiado para siempre nuestra forma de ver y entender el Universo. Ha estudiado y fotografiado, con lujo de detalles, los mundos vecinos de la Tierra, clavó su mirada aguda y penetrante en las entrañas de muchas nebulosas de la Vía Láctea, para ver cómo nacen las estrellas.
El Hubble exploró galaxias cercanas, lejanas, y lejanísimas (ubicadas a 12 o 13 mil millones de años luz, ya en los límites del Universo observable). Y sus precisas mediciones nos ayudaron a entender mejor la escala del cosmos, su velocidad de expansión y, en consecuencia, su edad. No es poco. Pero quizás el mayor aporte del ya legendario cilindro plateado sean todas esas fabulosas imágenes que han encendido la curiosidad de cientos –o miles– de millones de seres humanos. Imágenes que cautivan, emocionan y nos dejan pensando. Desde que abrió sus ojos por primera vez, el Hubble fue un gran provocador.
Todo comenzó el 25 de abril de 1990, cuando la tripulación del transbordador Discovery colocó al Telescopio Espacial Hubble en órbita terrestre. Allí, a 600 kilómetros por encima de nuestras cabezas. Y dando una vuelta al planeta cada hora y media. Mañana, el Hubble cumple 20 años. O 108 mil vueltas a la Tierra. Y Futuro lo festeja, contando su historia y sus grandes hitos.
Primero, y antes que nada: ¿por qué un telescopio espacial? Al fin de cuentas, desde hace siglos que los astrónomos utilizan telescopios bien terrestres. Y cada vez más grandes y mejores. Sin embargo, desde los tiempos de Galileo, estas máquinas para ver lejos se han enfrentado con un mismo y obvio problema: la atmósfera. Ese grueso manto de aire que envuelve a la Tierra entorpece el paso de la luz. Y a eso hay que sumarle otros factores dañinos para la observación, como la humedad y la turbulencia. Por eso las estrellas titilan. Y por eso, cuando miramos, por ejemplo, un planeta con un telescopio, los detalles finos suelen borronearse.
No hay manera de quitar la atmósfera de en medio. Y convengamos que tampoco sería una buena idea. Por eso, para mirar realmente bien el Universo, lo mejor es sacar un telescopio por fuera de la atmósfera. La idea no es tan nueva: ya en 1946, el astrofísico Lyman Spitzer publicó un paper en el que hablaba de las enormes ventajas de un hipotético telescopio espacial. Pero, por entonces, poco y nada podía hacerse. Ya a mediados de los años ’60, cuando las primeras sondas espaciales habían visitado la Luna, Marte y Venus, la idea comenzó a tomar forma en la NASA. Y poco más tarde ya circulaban borradores y crudos bocetos de un tal Large Space Telescope (“Gran Telescopio Espacial”).
En 1977, la NASA, con colaboración de la ESA (la Agencia Espacial Europea), puso manos a la obra, y todo un ejército de científicos, técnicos e ingenieros inició la construcción del telescopio soñado. El camino fue largo: por problemas presupuestarios, técnicos y hasta burocráticos, el aparato estuvo listo recién cuando los glamorosos años ‘80 daban sus últimos latidos. Era un cilindro plateado del tamaño de un vagón de tren, pesaba 11 toneladas, y su corazón era un espejo primario de 2,4 metros de diámetro.
Un súper ojo equipado con una batería de instrumentos (cámaras, espectrógrafos y filtros), listos para aprovechar al máximo cada fotón proveniente de las profundidades del espacio. Estaba listo. Y su nombre fue un homenaje a Edwin Powell Hubble, aquel astrónomo estadounidense de mirada severa y pipa en mano, que durante la década de 1920 descubrió la mismísima expansión del Universo (aunque, probablemente, no haya sido el primero), un hecho de extraordinarias implicancias que se convertiría en la base empírica de la posterior Teoría del Big Bang.
Finalmente llegó el día: el Telescopio Espacial Hubble fue lanzado al espacio el 24 de abril de 1990, a bordo del transbordador espacial Discovery. Al día siguiente, los cinco astronautas se prepararon para la maniobra final y decisiva: ya en órbita terrestre, y a unos 600 kilómetros de altura, abrieron la bodega de carga de la nave, y con la ayuda de un brazo robot, tomaron delicadamente al telescopio y lo soltaron al espacio. Y allí quedó, orbitando a la Tierra, y mirando el Universo desde aquel balcón privilegiado. Hace veinte años, la astronomía comenzaba su propio Renacimiento.
En todo este tiempo, el Telescopio Espacial Hubble vio tantas cosas, descubrió tantas cosas, y vivió tantas peripecias, que haría falta todo un libro para contarlo. De hecho, y con motivo del 20º aniversario, la NASA acaba de publicar ese libro. Y se llama Hubble: un viaje a través del espacio y el tiempo. Algunos de los hitos más importantes –incluyendo sus problemas iniciales– los destacamos en un cuadro aparte, al pie de este artículo.
Pero veamos ahora los grandes temas, empezando, claro, por lo más cercano. Si bien es cierto que el Hubble fue pensado, más que nada, como una herramienta de observación galáctica y extragaláctica, destinado a medir los grandes parámetros del Universo (especialmente su escala, su masa, sus cantidades de materia oscura y su velocidad de expansión), también es cierto que en estas dos décadas se ha convertido en un excelente explorador planetario. Así, por ejemplo, estudió la atmósfera de Marte, sus nubes, sus tormentas de polvo y huracanes, y los ciclos de avance y retroceso de sus casquetes polares (de hielo de dióxido de carbono y algo de agua).
Mirando más lejos obtuvo detalladísimas imágenes de la pesada y violenta atmósfera de Júpiter (incluyendo su famosa “Gran Mancha Roja”). Incluso, en 1994, fue testigo de un evento verdaderamente extraordinario, cuando un cometa fragmentado se estrelló contra el planeta. Las fotos de Saturno y su sistema de anillos tomadas por el Hubble compiten cabeza a cabeza con las de las naves espaciales in situ (como las Voyager y, en los últimos años, la Cassini). Y gracias a esas imágenes se descubrió que Saturno también tiene auroras en las zonas polares.
El Hubble también enfrentó retos mucho más difíciles dentro del Sistema Solar: observó detalles en Urano y Neptuno, planetas que para casi todos los telescopios terrestres son apenas ínfimos discos verdosos. Y hasta resolvió, por primera vez, la silueta de los grandes asteroides, como Vesta y Ceres. Pero el mayor desafío local del Hubble fue Plutón. Y salió airoso: en los años ’90 logró las primeras vistas aceptables del “planeta enano”. Y hace poco las superó ampliamente (ver Futuro del 27/3/10). Observar a Plutón como un disco bien definido, que alterna zonas anaranjadas, negras y blancas es mucho, muchísimo más que ver el escuálido puntito de luz que muestran los mejores telescopios terrestres. Y a partir de allí es posible estudiar sus variaciones superficiales a lo largo de los años.
Si hay algo en lo que el Hubble se lució en estos últimos veinte años, y donde cosechó algunas de sus imágenes más memorables, fue en el rubro “estrellas y nebulosas”, especialmente dentro de la Vía Láctea (donde por obvias razones de proximidad pueden verse mucho mejor que en otras galaxias). Cual paparazzo astronómico, científicos de distintas partes del mundo utilizaron al telescopio espacial para espiar todas las intimidades de la vida de las estrellas. Se estudiaron a fondo las características, composición y comportamiento de decenas de nebulosas, esas enormes nubes de gas y polvo, en cuyas zonas más densas se forjan nuevos soles.
Y combinando observaciones en luz visible y luz infrarroja, los astrónomos pudieron ver montones de protoestrellas y discos protoplanetarios, los embriones de lo que alguna vez serán nuevas estrellas y nuevos planetas. Las impresionantes fotos de la Nebulosa de Orión, de la Nebulosa de Carina y, muy especialmente, del interior de la Nebulosa del Aguila (con sus imponentes “pilares” de gas y polvo), figuran al tope de las postales del Hubble en este rubro.
Nacimientos estelares. Y también largas y violentas agonías: el telescopio estudió estrellas muy próximas a su muerte, como la súper masiva Eta Carinae (con sus enormes “lóbulos” de gas en expansión). Y hasta restos de estrellas que ya se han apagado para siempre, y que sólo han dejado coloridas y fantasmales cáscaras de gas en expansión, como las bellísimas nebulosas Anillo, Helix y Dumbbell.
Salgamos de la Vía Láctea. El Hubble ha demostrado ser todo un experto para sondear las profundidades del espacio intergaláctico. Estudió y fotografió como nunca antes detalles estructurales en galaxias relativamente cercanas (como Andrómeda y M83). Y también otras situadas ya a decenas de millones de años luz: hace días nada más, la NASA publicó un impresionante primer plano de la galaxia espiral M66. Todas estas imágenes han permitido entender mucho mejor la historia, anatomía y funcionamiento de estas monumentales islas de estrellas. Incluso sus interacciones recíprocas, sus roces, choques y fusiones (tal como puede verse, por ejemplo, en el caso de las galaxias NGC 4038 y 4039, conocidas como las “Antenas”).
Hay más: el Hubble detectó claros indicios de la presencia de súper agujeros negros en los núcleos de grandes galaxias como Andrómeda, Centauro A o la monstruosa M87 (una de las más grandes del Universo). Concretamente, el telescopio fotografió grandes discos de gas, polvo y estrellas que se arremolinan en torno de objetos invisibles que, en función del desorden observado a su alrededor, podrían tener cientos y hasta miles de millones de masas solares.
Y hablando de núcleos galácticos: en sus primeros años, el Hubble desenmascaró a los misteriosos cuásares, esos objetos increíblemente brillantes y energéticos situados a miles de millones de años luz de la Vía Láctea. Desde hacía décadas, los astrónomos sospechaban que estas criaturas –que apenas lucían como puntos para los telescopios terrestres– podían ser los afiebrados núcleos hiperactivos de lejanas galaxias, alimentados por agujeros negros súper masivos. En los años ‘90, el Hubble se convirtió en el primer telescopio que lo confirmó, al resolver detalles en torno de los cuásares. Detalles que sugieren, efectivamente, la silueta de las galaxias que los contienen en sus núcleos.
Exprimiendo al máximo su potencial –que fue aumentando a lo largo de los años y de sucesivas “misiones de servicio” a manos de astronautas–, el infatigable cilindro plateado se asomó a las fronteras del Universo observable. Y así, a lo largo de los años, fue logrando varias vistas de “campo profundo” (las llamadas Hubble Deep Field, Ultra Deep Field, y así). La primera, a mediados de los ‘90. Y la última, la más impresionante de todas, hace apenas unos meses (ver Futuro 30/01/10). Allí, cual si fuera un túnel de espacio y de tiempo, aparecen galaxias a distintas profundidades. Algunas, a “sólo” mil o dos mil millones de años luz. Otras, que apenas se ven como puntos de luz enrojecidos, a 13 mil millones de años luz. Son imágenes que no muestran presente sino el más remoto de los pasados posibles dado que, para llegar hasta nosotros, la luz de esas lejanísimas islas de estrellas ha estado viajando desde que el Universo recién empezaba a gatear.
No podemos terminar esta reseña sin mencionar otras dos cuestiones en la que los aportes del Telescopio Espacial fueron verdaderamente trascendentales: la medición de la famosa Constante de Hubble y la misteriosa “energía oscura”. La primera es, a grandes rasgos, la velocidad de expansión del Universo. El dato no es menor, dado que es esencial para determinar su edad. Es decir, el tiempo que transcurrió desde el Big Bang. Las observaciones más recientes del Hubble –basadas en las velocidades de alejamiento de distintas galaxias– sitúan a la Constante de Hubble en torno de los 74 km/seg por megaparsec (un megaparsec son 3,26 millones de años luz). Un valor que, junto a otros datos, nos dice que todo comenzó hace poco menos de 14 mil millones de años.
Vamos a la oscura cuestión de energía ídem: en 1998, y gracias a observaciones realizadas con el Hubble, dos grupos de astrónomos descubrieron que, además de expandirse (cosa que ya se sabía hace rato), el Universo está acelerando su expansión. Y la causa sería, justamente, una supuesta “energía oscura”, algo así como una antigravedad.
Volvamos a 1990. Cuando la NASA puso en órbita al Hubble, las estimaciones sobre su vida útil rondaban los diez a quince años. De hecho, hacia 2005 parecía que el cilindro plateado tenía sus días contados, y que pronto sería de-orbitado (haciéndolo caer fatalmente hacia esa atmósfera que siempre supo esquivar. Y luego, claro, hasta la superficie). Pero la agencia espacial estadounidense luego cambió de idea, y decidió salvarlo. A fin de cuentas era más barato hacerle un “mantenimiento” que poner otro en su lugar (más allá, claro, de que desde hace años existen otros telescopios espaciales, como el Spitzer o el Chandra, pero son instrumentos que no “miran” el Universo en luz visible). Así, el año pasado, el Hubble fue visitado por quinta vez (y ésta sí sería la última) por un grupo de astronautas. Y gracias a una serie de mejoras instrumentales y técnicas, quedó mejor que nunca. Una suerte de “Hubble 2.0” (ver Futuro 19/09/09) que nos promete varios años más de acción y grandes sorpresas. Sorpresas para seguir alimentando la llama de nuestra curiosidad. Sorpresas para seguir estimulando la imaginación de todos. Y por qué no, también, para hacernos más felices.
Ojalá que en 2015 estemos, aquí mismo, celebrando su cuarto de siglo en el espacio. ¡Larga vida al Telescopio Espacial Hubble!
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