Sábado, 3 de julio de 2010 | Hoy
Por Pablo Capanna
Si en tiempos de la Revolución Industrial había 7 millones de personas que hablaban inglés, actualmente son 350 millones, y hay 400 millones más que lo usan como segunda lengua. Todo parece indicar que la próxima lingua franca será el chino, no sólo por la cantidad de personas que lo hablan sino por la gravitación que ejerce la nueva economía china. Pero en esas cosas no conviene anticiparse.
El crecimiento, la expansión y la decadencia de una lengua tienen algo de biológico. La diversidad de lenguas suele nacer del aislamiento (de esta forma nacieron las lenguas romances a partir del latín), pero comienza a reducirse en cuanto mejoran las comunicaciones y especialmente cuando el Estado nacional impone su lengua mediante la educación. La globalización, un proceso que está lejos de haber terminado, tiende a anular la diversidad lingüística. Esto se nota tanto en la circulación de la información como por las migraciones, que arrancan a poblaciones enteras de su marco cultural.
Visto en perspectiva histórica, el proceso de nivelación de la diversidad lingüística es paralelo al de la destrucción de la biodiversidad. Se estima que en el mundo del siglo XVI, antes de la expansión colonialista europea, había 14.500 lenguas distintas. A comienzos de nuestro siglo quedan apenas unas 2900.
Pero si las lenguas “naturales” se van extinguiendo, junto con esa diversidad cultural que le daba colorido al mundo, no falta gente que se proponga, con fines muy diversos, crear y difundir lenguas artificiales. Tradicionalmente, esta idea fue patrimonio de los filósofos, desde Ramón Llull hasta Leibniz; pero en tiempos recientes el laboratorio ideal para la creación de lenguas ha sido la literatura, especialmente la de ciencia ficción. Internet, por su parte, se ha convertido en el foro perfecto para que individuos geográficamente alejados experimenten con lenguajes supuestamente más perfectos que los naturales o los usen para marcar su pertenencia a un club exclusivo. Como suele ocurrir, hasta se han confederado bajo el rótulo Conlang y tienen su bandera, en la cual un zigurat se levanta contra el sol naciente, en homenaje a la Torre de Babel o a la creciente confusión global.
El ideal de un idioma racional, sin verbos irregulares ni ambigüedades, fácil de aprender y de usar, probablemente haya estado más cerca de lograrse con los lenguajes de programación, que están hechos para comunicarse con las máquinas. Pero si se piensa en una lengua para la expresión y la comunicación entre seres humanos, la cosa se torna un tanto utópica.
En un extremo están aquellos que pretenden crear una lengua que sea totalmente esquemática, y no le deba nada a cualquiera de las conocidas. En el otro están los que se proponen reformar alguna de las lenguas “naturales” para evitar ambigüedades y facilitar la comunicación.
El fundamento científico sobre el cual buscan apoyarse tantas buenas intenciones es la llamada “hipótesis de Sapir-Worf”, que no deja de ser discutida. Dicho de modo muy simple, según esta hipótesis aquello que pensamos está determinado por la lengua que hablamos, como que se expresa con sus palabras. El corolario optimista afirma que si en el vocabulario no existe la palabra “libertad”, no habrá libertad en la sociedad, y que una lengua que careciera de la palabra “mentira” nos haría más veraces.
A partir de allí se tratará de reformar el léxico, como en la jerga políticamente correcta. Si en lugar de “pobres” decimos “carenciados”, ¿todo irá mejor? Como esto generalmente no ocurre, algunos pensaron en diseñar una lengua más simple, clara y útil que las naturales.
Uno de los intentos más pintorescos en este orden fue el lenguaje solresol, creado por el francés Jean François Sudré. En este código, adoptado por los militares franceses hasta la Primera Guerra Mundial, todo podía decirse o escribirse con sólo siete notas musicales. No sólo eso: la frase se podía cantar o silbar. El sargento podía dar las órdenes entonando un aria y el espía se marchaba silbando bajito.
Tampoco fue muy eficaz el inglés básico, que creó el lingüista C. K. Ogden con la intención de ofrecer un código simplificado para cualquier tipo de transacciones. Tenía un vocabulario de solamente 850 palabras, de modo que con sólo añadirle las palabras “emblemático” y “mediático” hubiera sido más que suficiente para cualquier periodista o político de los nuestros.
Entre los entusiastas de esto estuvieron H. G. Wells y Winston Churchill. Pero el primer ministro se decepcionó un poco cuando le dijeron que en inglés básico su frase “sangre, sudor y lágrimas” en lugar de ganar perdía concisión, ya que había que traducirla por “sangre, trabajo duro, colirio (!) y agua corporal”.
George Orwell, que no veía con simpatía estos experimentos porque había tenido que convivir con una pareja que hablaba esperanto todo el día, parodió el inglés básico al imaginar su neohabla totalitarios de 1984.
El imaginario del siglo XIX, lleno de optimismo progresista y confianza en el triunfo de la razón, era propicio para ponerse a pensar que había llegado la hora de acabar con las lenguas étnicas, llenas de caprichosas irregularidades, y crear una lengua única para que la humanidad se entendiese.
Uno los primeros que jugaron con esa idea fue el cura alemán Johann Martin Schleyer, que inventó la lengua llamada volapük. Como su nombre lo indica, volapük es “lengua (pük) del mundo (vola)”, claro está que en volapük.
Al sacerdote la idea se le ocurrió para ayudar a uno de sus parroquianos. Su hijo había emigrado y el correo de los Estados Unidos rechazaba sus cartas porque no le entendía la letra. Schleyer ya se había puesto a desarrollar un alfabeto universal que evitara esos problemas, cuando tuvo un sueño en el cual Dios le pedía que construyera una lengua completa. El cura lo hizo con tanto ahínco que en pocos años llegó a tener 100 mil seguidores y convocó a tres congresos internacionales. Como era casi inevitable, ya en el segundo congreso le quitaron el liderazgo y el tercero naufragó porque se dispuso que los debates se hicieran en volapük.
Hubo una masiva migración hacia el esperanto, y la lengua se extinguió a fines del siglo. Con todo, aún sorprende encontrarla en las redes sociales y en las enciclopedias de Internet.
El creador del esperanto, la más exitosa de las lenguas artificiales y la única que viene sobreviviendo a todas, fue otro filántropo, el oculista polaco Lazar Markovitch Zamenhof. Nacido en una región donde convivían rusos, polacos, lituanos y alemanes, llenos de desconfianza y odio mutuos, se propuso facilitar el entendimiento. Cuando aún era escolar, echó las bases del esperanto (“esperanzado”). A diferencia de la lengua de Schleyer, el esperanto tiene por base el latín y las lenguas romances, como se nota en el Padrenuestro (“Patro nia, kiu estas en la cielo, sanktigata estu Via nomo”) y un poco menos en la Declaración de Derechos Humanos: “Ciuj homoj estas denaske liberaj kaj egalaj”.
Desde los tiempos de Zamenhof, el esperanto ha sufrido varias reformas, pero misteriosamente sobrevivió a las demás lenguas artificiales. Tuvo ilustres practicantes como el filósofo Rudolf Carnap –el alma mater del Círculo de Viena– y el millonario George Soros. Si las estimaciones más optimistas hablan de dos docenas de personas que aún pueden hablar volapük, hay unas 2 mil personas que usan el esperanto como lengua materna, y muchos más que lo practican.
Muchas lenguas artificiales, conforme a una venerable tradición, nacieron en la mente de los lingüistas (algo bastante fácil de entender), pero también de los matemáticos, quizá movidos por su aversión a la ambigüedad.
Giuseppe Peano, el mismo que diseñó una elegante axiomática para la aritmética, quiso construir una suerte de latín básico para uso de los científicos y lo llamó latino sine flexione. La lengua ido convocó a tres luminarias: el matemático Louis Couturat y el lingüista Otto Jespersen con el patrocinio del químico Wilhelm Ostwald. Cuando Couturat quiso interesar a Bertrand Russell, el filósofo, bastante cretino por cierto, le aconsejó que los hablantes del ido debieran buscarse otro nombre, porque “idiotas” sonaba mal... El ido no sólo continuó sino que engendró otra lengua llamada novial.
Lancelot Hogben, un exitoso divulgador científico, hizo su aporte con la interglossa, que combinaba raíces griegas con estructuras chinas. Mrs. Alice Vanderbilt promovió la interlingua para los intercambios diplomáticos. Algunos prefirieron el occidental de Edgar von Wahl, el neo de Arturo Alfanderi (que murió con su autor) o el loglan, que carece de toda ambigüedad, pero es irremediablemente desabrido.
Hay quien considera que la creación de lenguas artificiales es algo tan lúdico como el deporte o el arte. Un buen ejemplo de esto último es el toki pona, creado por la canadiense Sonja Elen Kisa, que tiene presencia en Internet y algún despliegue en diccionarios y gramáticas. Toki pona (“lengua buena”, en toki pona) reúne todas las condiciones para ser una lengua posmoderna. Es minimalista (tiene sólo 123 palabras) y taoísta, algo que siempre queda bien. “El capitalismo es malo” se dice nasin mani li ike, y hay un gran surtido de palabras referidas al sexo (unpa). Si uno vive en la Argentina (ma Alensina) hasta puede decir ale li pona, nasa (“todo bien, loco”). El vocablo nasa también puede ser usado para decir “boludo”, palabra de infinitas aplicaciones.
Un sueño utópico de cualquier poeta es crear su propia lengua, para liberarse de la gramática. Ha habido muchos escritores que intentaron diseñar una lengua, o por lo menos algunas frases que poner en boca de sus pueblos imaginarios. El más famoso es sin duda Tolkien, que era lingüista. Desde que se puso a crear su imaginaria Tierra Media se sintió obligado a crear alfabetos, vocabularios y gramáticas. En los monumentales apéndices de El señor de los anillos, Tolkien esbozó no una sino dos lenguas para los pueblos élficos, el quenya y el sindarin.
A medida que crecía el culto de Tolkien, crecieron los foros en torno de las lenguas élficas. Mucha gente participa de esos grupos, pero son muy pocos los que las usan para escribir; en general se interesan por cuestiones de etimología, gramática o historia. Los cultores de las lenguas de Tolkien se parecen a los latinistas o los helenistas porque, tal como ha sido observado, estos idiomas se comportan como lenguas muertas. El latín y el griego no evolucionan, y el hebreo se puso a cambiar desde que volvió a hablarse en Israel.
Pero si hay una lengua artificial que creció por los motivos más inesperados sin duda es el klingon, que nació en 1967 en un episodio de la serie Star Trek. Los klingon eran la potencia rival de la Tierra (cualquiera hubiese dicho que eran rusos) y cuando tuvieron que hablar, el actor que hacía de Scotty inventó algunas palabras.
Cuando la saga Star Trek llegó al cine, la Paramount contrató al lingüista Marc Okrand para que inventara la lengua klingon. Lo hizo con tanto éxito que pronto se ofrecieron los colaboradores voluntarios y la lengua creció de modo inusitado. A la fecha hay unas 7500 personas que hablan klingon, y se lleva vendido medio millón de diccionarios. Existe un instituto que edita revistas, gramáticas y otros materiales, y hasta hay un hablante nativo: el hijo de un directivo del instituto, que recibió una educación bilingüe inglés-klingon.
Un grupo numeroso está traduciendo la Biblia al klingon, para lo cual tuvieron que crear la palabra joH’a’e (“Dios”). Otros la emprendieron con Shakespeare, de manera que en klingon el monólogo de Hamlet suena: taH pagh taH be!
Como decían las vecinas en el barrio: hay gente que no tiene nada que hacer... Pero lo que más llama la atención es que las lenguas artificiales de antes se proponían unir y comunicar a la humanidad, y ahora sirven para ganar identidad, diferenciarse e incomunicarse. El nuevo lema podría ser: “Pertenecer tiene sus privilegios”.
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