Sábado, 20 de noviembre de 2010 | Hoy
VIDAS IMAGINARIAS
Por razones difíciles de precisar, la historia de Graham T. Demme es casi perfectamente desconocida entre nosotros. En el silencio que siguió a las dos bombas japonesas, el gobierno norteamericano puso en marcha unos programas para volver a promover la desprestigiada empresa científica. Esos programas fueron variados e inconstantes pero, entre otras cosas, lograron reactivar una industria editorial previsiblemente deprimida.
Por Marcos Trevisan Y Matias Alinovi
Proliferaron entonces las publicaciones de corte científico o cientificista. Biógrafos, pedagogos, historietistas se dieron a la empresa inesperadamente rentable de salvar el prestigio de la ciencia. A esa tarea, que exigía una fabulosa producción de contenidos, Graham T. Demme contribuyó decididamente.
Un día de marzo del año ’47, en Michigan, el empleado de la AT&T, Graham T. Demme, respondió a un anuncio institucional en el que se pedían redactores para una imprecisa enciclopedia científica. Pocos días después supo que se le había asignado la tarea de redactar biografías de científicos occidentales de los siglos XVIII y XIX. Fácilmente oculto en la desmesura inaugural y en el abandono final del emprendimiento, Demme se aplicó con afán creciente a esa tarea. Con la decadencia del programa durante los últimos años de la Guerra Fría, menos urgido, su actividad fue febril. Llegó a redactar novecientas diecisiete biografías en un formato curiosamente estable de alrededor de ocho mil caracteres. Es decir, tres biografías por mes, durante treinta años.
La obra dispersa del biógrafo Demme está consignada en los archivos del Program for the Endurance of Science and Technology (PEST) de 1948, en las páginas increíbles de la War Cyclopedia (1966), en Brain Thinkers (1975) y en la History of Prosthetics (1976). La fuente más actual que reproduce una biografía suya –la más dudosa, según se verá– corresponde a The Invention of Pornography (1982). Allí se refieren largamente los hallazgos de Bertrand Choisissez, un visionario bretón de quien solamente se conoce una biografía de Demme y otra de un biógrafo francés de la época de la revolución, Charles Michel.
En 1977, la metódica vida del biógrafo alcanzó su apogeo. En abril hubo reasignaciones en las oficinas de los pisos más altos de AT&T Michigan; en mayo se incorporaron decenas de investigadores jóvenes. La estricta confidencialidad que ampara a los proyectos de las grandes empresas tiene sus vías de alivio y nuestro biógrafo, evidentemente, era una de ellas. Regularmente, las jóvenes promesas que se sumaban al proyecto pasaban por su escritorio como por “el confesionario de un sacerdote muerto”. Así, Demme supo que la empresa disponía de recursos para la inminente explotación de una patente y, en pocos meses, creyó haber reunido elementos suficientes como para llevar adelante una causa contra AT&T.
Las partes se sometieron a una primera ronda de audiencias que giraron en torno de un número de registro, algunas fechas y un puñado de expresiones técnicas. Una vez superada esa fase preliminar, harto de las letanías jurídicas, Demme se decidió y acusó formalmente a la AT&T y a la oficina de patentes de los Estados Unidos de fraguar la patente en cuestión. Aseguraba que la invención que AT&T quería desarrollar era de un científico bretón del siglo XVIII (Bertrand Choisissez), y que había sido descripta, por primera y única vez, en la biografía de Choisissez que él mismo había redactado. Inesperadamente, Demme reclamaba para sí los derechos de explotación.
Los abogados de la AT&T tuvieron dificultades para entender. ¿Demme reclamaba para sí los derechos de explotación de una invención ajena? Pero, además, el inventor que el propio Demme invocaba, el visionario Choisissez, ¿no había vivido en el siglo XVIII? En ese caso, la invención ya sería de dominio público. ¿No lo sabía Demme? Por toda justificación, en su alegato explicó: “Esa biografía es falsa. Todas mis biografías son falsas. Son una obra, mi obra”. Los abogados pasaron del desconcierto a la admiración: como biógrafo fraudulento, Demme había inventado la invención de Choisissez –burlonamente anacrónica, por otra parte, ahora lo entendían– y por eso reclamaba los derechos de su invención.
En la audiencia en la que se leyó su alegato, Demme explicó que fraguar biografías científicas era una actividad cuya invención no podía, ciertamente, reclamar, puesto que toda su pasión de biógrafo fraudulento había sido inspirada por el ejemplo de Charles Michel.
Por razones tan difíciles de precisar como en el caso de Demme, la historia de Charles François Thibault Michel es casi perfectamente desconocida entre nosotros. Formó parte de esa constelación opaca de redactores ignorados de la primera enciclopedia. Personajes oscuros que prestaron su pluma a la causa de la ilustración. Pero, en su caso, la opacidad habría sido una venganza. En marzo de 1755, Diderot, que lo conocía de Langres, el pueblo natal de ambos, le pidió que se aplicara a la redacción de biografías científicas. No sabemos por qué, pero Charles Michel decidió incurrir en la invención de rasgos circunstanciales y falsos.
Al principio, los datos alterados fueron anodinos. Así escribió que Galileo había dejado cifrada, en el Sidereus Nuncius, una carta de amor a un criado. Y que la descripción del cinturón de Orión era simbólica. Pronto la invención fue completa. Y antes de que la sospecha se instalara definitivamente, el editor Diderot había leído una decena de vidas inventadas.
Previsiblemente, ante la acusación de fraude, Michel jugó a complicar las cosas y así, en 1760, publicó en La Gazette, el órgano oficioso del gobierno francés, un artículo en el que reseñaba la vida de un biógrafo imaginario a quien atribuía algunas de sus propias invenciones. Es decir que, para defenderse de las acusaciones, Michel se proponía como el divulgador de la biografía de un biógrafo anónimo a quien atribuía las diversas biografías fraudulentas que había publicado en el pasado.
Jugar a complicar las cosas es quizá el destino inevitable de todo fraudulento. Pero inventar un biógrafo imaginario a quien atribuir imaginarias biografías puede ser la manifestación de una personalidad poco imaginativa. Diderot suprimió las contribuciones de Michel a la enciclopedia y su nombre cayó en el olvido.
Al cabo de trescientos años, y de las nuevas conjeturas sobre Michel que permite Demme, queda sugerido un plan, una interpretación diferente para estas modestas tareas del fraude. ¿Cómo debemos entender la experiencia de Michel? ¿Y la de Demme? Podríamos pensar que Michel llega a estas páginas por haber transgredido su destino de escriba, por haber querido ser él mismo un objeto de estudio, por haber querido crear. Pero caben también otras posibilidades.
Como Averroes, como Artaud, Charles Michel pertenecería a la corriente que sostiene que los hombres no piensan (o todavía no piensan). Esa corriente tiene figuras ejemplares: el durmiente, el infante, el loco. Michel habría ensayado una unión mística de esas figuras en sus biografías. En un trance, Michel habría visto, antes que otros o desde otra perspectiva, la doble valencia de la ciencia, a un tiempo producto humano y criatura autónoma. Habría entendido la ley que vincula la ciencia con la historia de sus hombres, entregándose a una “ciencia de la biografía”, tratando de hacer coincidir la ciencia en acto con la forma misma del objeto estudiado. En las biografías apenas falseadas debe verse el trabajo de Michel por hacerlas encajar en esa ciencia. Bajo esta luz deberíamos entender los disparates, como la carta de amor de Galileo. En las biografías falsas, en cambio, deberíamos ver las predicciones de su teoría, ver a Michel escribiendo para el futuro.
Dos meses después de la muerte de Graham T. Demme, en 1980, se conoció la única obra que lleva su firma: una biografía de Charles Michel.
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