A 50 AñOS DEL PRIMER HOMBRE EN EL ESPACIO
› Por Mariano Ribas
“El Sol parece aquí infinitamente más brillante. El contraste del azul de la Tierra con la oscuridad del cosmos es maravilloso.”
Yuri Gagarin
Hace medio siglo, un muchacho petacón, carismático, y testarudo como pocos, se jugó la vida en el sueño de su vida. De chico soñaba con volar. De adolescente se subió a un pequeño avión, y voló. Y unos años más tarde, se trepó sin vacilar a la punta de un cohete. A la punta de una fabulosa máquina que lo llevaría al espacio por primera vez. A él, y a la humanidad toda: el 12 de abril de 1961, Yuri Gagarin dio la vuelta al mundo a bordo de la Vostok 1. Fue el primer ser humano que salió de la cuna terrestre. Fue el primero que vio al Sol “infinitamente brillante”, y al azul de nuestro planeta en marcado y maravilloso contraste “con la oscuridad del cosmos”. Al igual que el primer alunizaje del Apolo 11, a esta altura, quizá ya poco importen las circunstancias políticas, o las tensiones y competencias entre las dos superpotencias de aquellos tiempos. Lo que queda, lo que quedará, lo que importa, es que aquella hazaña nos hizo crecer como especie. Nos hizo ver y entender las cosas como son: desde la distancia, sólo se ve un mundo flotando en la inmensidad del universo. Ni más ni menos que eso. El vuelo de Yuri puso a la humanidad en su justo y preciso lugar. Fue hace cincuenta años, y hoy lo recordamos.
Parece mentira, pero el viaje de Yuri Gagarin ocurrió apenas tres años y medio después del inicio formal de la Era Espacial, cuando la Unión Soviética lanzó al espacio el primer satélite: el modesto y rudimentario Sputnik 1, el 4 de octubre de 1957 (Sputnik significa, justamente, “satélite”). Ni lentos ni perezosos, los soviéticos se lanzaron a una carrera que dejo boquiabierto al resto del planeta, empezando, claro, por los Estados Unidos. Un mes más tarde, el Sputnik 2 llevaba al espacio al primer ser vivo: la famosa perrita Laika. En mayo de 1958, le tocó el turno al Sputnik 3, un satélite de aplicaciones científicas más grande y sofisticado que sus predecesores. El gran maestro de la cosmonáutica soviética, el ingeniero ucraniano Serguei Koroliov (1907-1966), lograba un suceso detrás de otro. Y en medio de atronadores lanzamientos y gigantescas columnas de humo, el Cosmódromo de Baikonur, en las estepas de Kazajistán, comenzaba a construir su leyenda. En 1960, los soviéticos ya estaban pensando en el paso siguiente. Del otro lado del mundo, los estadounidenses y la flamante NASA ya se veían venir el nuevo golpe espacial soviético: los viajes tripulados. Pero antes, hacía falta probar cohetes y tecnologías: las misiones Korabl-Sputnik fueron el antecedente inmediato y necesario de las Vostok (ver cuadro).
Durante 1960, el programa espacial soviético convocó a jóvenes pilotos para sumarse a la lista de sus potenciales “cosmonautas”. La lista inicial incluyó a unos 200 candidatos. Pero tras una rigurosa selección, sólo quedaron 20. Entre ellos, Yuri Gagarin (ver nota aparte), un joven mayor del ejército soviético, bajito (1,57 metro), muy simpático y bastante testarudo. Cuando Yuri quería algo, insistía hasta el hartazgo, hasta que lo conseguía. Tras largos meses de durísimas pruebas físicas y psicológicas, los candidatos fueron cayendo uno tras otro.
Mientras tanto, y tras varios lanzamientos exitosos (que incluyeron el vuelo espacial del chimpancé Ham), la NASA avanzaba con su programa Mercury, y comenzaba a vislumbrar una misión tripulada. Pero los soviéticos le llevaban la delantera: a comienzos de abril de 1961, ya tenían a los seis finalistas. El grupo viajó hasta el Cosmódromo de Baikonur junto a varios oficiales de alto rango. Una vez allí, Koroliov les contó los planes: la Vostok 1 despegaría apenas unos días más tarde, entre el 10 y el 12 de abril.
De aquella media docena de ansiosos y jóvenes pilotos, sólo dos habían recibido un “sobresaliente” en las pruebas de los meses anteriores. Uno era Gherman Titov. Y el otro, claro, Yuri Gagarin. Pero en la cabina de la Vostok sólo había un asiento. Finalmente, en la mañana del 10 de abril, en una reunión celebrada en el NIIIP-5 (Centro de Pruebas de Investigación Científica Nº5) del Cosmódromo de Baikonur, y ante la presencia de altos oficiales soviéticos, los seis candidatos escucharon el veredicto. La decisión había estado en manos de Nicolai Kamanin, jefe del Cuerpo de Cosmonautas. Pero fue el mismísimo Koroliov quien se las comunicó: “Han pasado menos de 4 años desde el lanzamiento del primer satélite, y estamos listos para el primer vuelo humano al espacio. Seis cosmonautas están aquí y cada uno de ellos está listo. Se decidió que Gagarin volaría primero, los otros lo seguirán (...). Tenemos confianza, el primer vuelo fue preparado larga y cuidadosamente, y será exitoso. Todo el éxito para ti, Yuri será exitoso. Todo el éxito para ti, Yuri Alekséyevich”.
Ante el empate entre Titov y Gagarin, parece ser que la balanza finalmente se inclinó por Yuri, especialmente por dos razones: por un lado, era el hijo de dos granjeros, y así representaba mejor el ideal comunista. Por el otro, era mucho más simpático y carismático que Titov. En suma, Yuri podía ser un perfecto héroe soviético. Así y todo, Titov quedó como tripulante de reserva para el Vostok 1. Y poco más tarde, se desquitó volando la Vostok 2 (ver cuadro).
Y llegó el 12 de abril. A las 5 de la mañana, hora de Moscú, los técnicos e ingenieros soviéticos chequearon por última vez el cohete y la cápsula de la Vostok 1. Y media hora más tarde, Yuri Gagarin y Gherman Titov fueron despertados. Tras un desayuno y algunos chequeos médicos, partieron rumbo a la rampa de lanzamiento. Como todo estaba en orden, Titov se apartó del camino final. Y Yuri se subió al elevador que lo dejaría junto a su cápsula. A las 9 de la mañana, ya estaba listo, esperando el momento de su vida.
Y el momento de su vida arrancó a las 9.07, cuando se encendieron los poderosos motores de la nave. Feliz como nunca antes, ni nunca después, Yuri pegó, con total desparpajo, un grito que le salió del alma: ¡Poyejali! (¡Vámonos!). El hombre y la máquina se fundieron en un despegue impecable. Ni el humo, ni el ruido casi volcánico, ni las tremendas sacudidas del despegue parecieron amedrentar al espíritu indomable de aquel chico terco y divertido que, de puro corajudo y cabeza dura, siempre lograba lo que quería. Y ahora, era el primer habitante de la Tierra que viajaba al espacio.
El primer tramo del cohete –que en realidad estaba formado por varias “etapas”– se desprendió dos minutos más tarde del despegue, según lo previsto. Pero el segundo tramo se desconectó más tarde de lo planeado. Gagarin no lo supo en ese momento, pero debido a esa falla, la nave alcanzaría finalmente una altura mayor de la prevista. Y en consecuencia, una órbita más grande alrededor de la Tierra: un periastro (mínima distancia al planeta) de 181 kilómetros, y un apoastro (máxima distancia) de 327 kilómetros. Y poco antes de colocarse en esa órbita, Yuri dijo: “La Tierra es azul. Qué maravillosa. Es increíble”.
A decir verdad, el vuelo de la Vostok fue totalmente automático. Todo estaba programado de antemano, o era controlado por radio desde la Tierra: el despegue, la trayectoria y el descenso. De hecho, el panel de control de la nave estaba bloqueado, para evitar cualquier reacción desesperada del cosmonauta ante un ataque de pánico. Al fin de cuentas, nadie sabía cómo podía reaccionar un ser humano en un vuelo espacial. Aun así, Yuri tenía acceso a un sobre sellado, donde estaba escrito el código necesario para tomar el control manual de la nave. Pero claro, para hacer eso (abrir el sobre, leer el código y luego tipearlo), el cosmonauta debía estar lo suficientemente calmo. Y entonces sí, ejecutar alguna maniobra de emergencia para salvarse. Pero, más allá de algún susto de último momento (como veremos más adelante), eso nunca sucedió: viajando a casi 30.000 km/hora, Yuri dio una vuelta a la Tierra. Y durante esos 108 minutos, disfrutó de las primeras panorámicas planetarias de la historia, probó algunos bocados, y hasta escuchó música de Tchaikovsky.
Todo marchaba razonablemente bien. Pero cuando sólo faltaban unos diez minutos para el descenso, mientras la Vostok 1 sobrevolaba Egipto, Gagarin pasó un susto de aquellos: de pronto, algo falló en el mecanismo de desacople entre la cápsula y el módulo. Y la maniobra de reingreso a la atmósfera se convirtió en una pesadilla: la fricción con el aire incendió el módulo –que debía haberse desconectado antes– y luego finalmente lo arrancó. Y la cápsula de Yuri, comenzó a girar alocadamente: “todo daba vueltas. En un momento vi Africa, en otro momento vi el horizonte, y en otro, el cielo”, recordaría mas tarde. Aun así, el terco e imbatible cosmonauta no perdió la calma. Penetrando en plena atmósfera, con la cápsula convertida en una bola de fuego (por fuera), y soportando una aceleración de entre 8 y 10 G, Yuri pasó volando como un rayo sobre el Mar Caspio, mientras comunicaba: “Seguimos, seguimos! ¡Estoy bien!”.
Minutos antes de las once de la mañana, Gagarin salió eyectado de su cápsula, cuando estaba a unos 7 mil metros de altura. E inmediatamente se abrieron sus dos paracaídas (el principal y el de reserva). Dos colegialas rusas vieron boquiabiertas el veloz descenso de la cápsula vacía de la Vostok. La bola metálica se estrelló contra el suelo, dejó un pequeño cráter, y rebotó (la cápsula está guardada en el Museo de la Cosmonáutica, en Moscú). Casi al mismo tiempo, apenas pasadas las once de la mañana, Yuri, colgado de sus paracaídas, tocaba tierra suavemente cerca de la villa de Smelovka, en la región de Saratov, y a unos 1500 kilómetros del lugar desde donde había despegado casi dos horas antes. Según parece, las primeras que lo vieron fueron una anciana y su nieta, que trabajaban en una huerta. Asustadísimas por la extraña aparición de un ser que acababa de bajar del cielo, vestido con un traje anaranjado y un gran casco blanco, ambas se echaron a correr. Nada sabían de la Vostok 1. Yuri se les acercó más y más.
“¿Vienes del espacio exterior?”, preguntó, temblorosa, la ancianita.
“Ciertamente sí –dijo Yuri–. Pero no se alarme, soy soviético. ¡Tengo que encontrar un teléfono! ¡Tengo que llamar a Moscú!”
Hasta su trágica muerte (ver nota aparte), Yuri Gagarin fue un símbolo viviente de la Era Espacial. Un perfecto héroe soviético que aún vive en varios monumentos y, más importante aún, en el recuerdo de su gente: el famoso “¡poyejali!” forma parte de la cultura popular rusa, y se grita cada vez que se comienza un trabajo duro. O en cada brindis. Un perfecto héroe mundial, reconocido por toda la humanidad. En todo el planeta. Y más allá, también: un cráter de la Luna lleva su nombre. E incluso, una roca marciana, que fue estudiada en 2005 por el rover Opportunity, de la NASA. Paradójicamente, la hazaña de Gagarin, y detrás de él, de todo el programa espacial soviético, también benefició hasta a la propia NASA, porque la empujó, y casi la “obligó” a emprender desafíos científicos sin precedentes en los años por venir. La obligó, por ejemplo, a clavar la mirada en la Luna, y a llevar a los primeros hombres a recorrer sus polvorientos suelos color ceniza. Hace medio siglo, aquel muchachito simpático y testarudo se jugó la vida en el sueño de su vida. Soñaba con volar. Y un buen día, voló. La humanidad recordará por siempre el vuelo de Yuri.
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