Sábado, 1 de octubre de 2011 | Hoy
OPINION
Por Carina Cortassa *
¿Qué es y para qué sirve, o debería servir, la comunicación pública de la ciencia? Dicho de otro modo, ¿qué sentido tienen el suplemento Futuro, las entrevistas del Jinete Hipotético, los libros de divulgación y el proyectado canal de ciencias de la televisión pública? El I Congreso de Comunicación Pública de la Ciencia realizado en Córdoba ofreció un buen marco para el intercambio de experiencias y puntos de vista sobre el tema, cuya diversidad refleja su poder convocante de intereses y perspectivas plurales. Entre las muchas respuestas posibles, creo que es necesario acentuar el debate acerca de una en particular, relativa a la dimensión política, insoslayable, del proceso de circulación y apropiación social del conocimiento.
La comunicación entre ciencia y públicos está unida en buena medida al ejercicio de los derechos y responsabilidades de los ciudadanos en un sistema democrático de tomar parte en las decisiones sobre temas que les conciernen. Con esa premisa, los problemas que plantea –conceptuales y prácticos– bien pueden considerarse subsidiarios de un reto de orden más amplio que afrontan las sociedades contemporáneas: el de las condiciones de posibilidad de una esfera pública de discusión y debate colectivo sobre el conocimiento científico y técnico, sobre sus objetivos, orientación, planificación y regulación. En ese escenario, el tópico tan trajinado de la “democratización de la ciencia” rebasa el alcance de sus interpretaciones habituales: por una parte, la versión distributiva que cifra el reclamo en términos de promover el acceso igualitario a los beneficios cognitivos y prácticos del conocimiento; por otra parte, aquella que lo asocia con la posibilidad de imponer a la ciencia alguna forma de control social ex-post.
La comunicación, pensamos algunos, debe contribuir a la institución de una genuina esfera pública de la ciencia inclusiva de la sociedad civil, donde lo genuino supone un sentido más profundo de democratización. Implica, para empezar, que los intereses y puntos de vista plurales de sus miembros estén de algún modo representados en las discusiones sobre políticas de investigación; pero, sobre todo, demanda construir un espacio en el que todos los participantes –expertos, gobiernos, ciudadanos, instituciones– se involucren en un diálogo no excluyente, abierto al examen de razones y argumentos, hasta lograr acuerdos que resulten mutuamente aceptables. En ese ámbito, la ciencia se juega su reconocimiento y su continuidad social, para lo cual debe demostrar que su proyecto no sólo es válido y eficiente a nivel epistémico y técnico sino que, asimismo, contribuye de modo confiable al cumplimiento de objetivos sociales y políticos igualmente convalidados.
No es una responsabilidad menor. La comunicación de la ciencia debe confirmar su papel mediador entre los protagonistas del equilibrio casi siempre precario entre conocimiento experto, orden político y ciudadanía, una tensión de larga data –cuya historia bien podría remontarse a la condena de Sócrates por el ágora ateniense– entre autoridad epistémica y autoridad política, entre el orden del Saber y el orden de la Justicia. Ese fue el eje de uno de los debates más acalorados –y no precisamente por la primavera exagerada de esos días– durante el encuentro cordobés. ¿Cuáles son las fuentes de legitimación de un sistema científico y tecnológico en democracia? ¿Quién debe fijar sus objetivos y prioridades, cómo establecer los límites, quién controla la calidad de sus productos: el Estado, la propia comunidad de especialistas, las asambleas ciudadanas? Las respuestas excluyentes no son satisfactorias: la planificación estatal pura se expone –entre otros– al riesgo de la arbitrariedad; la autorregulación es claramente elitista; la democratización radical es inane frente a cuestiones de validez. Es preciso encontrar una forma para que todos los agentes –heterogéneos en cuanto a sus capacidades y responsabilidades– se impliquen en un intercambio razonable: una esfera pública extendida que articule la reflexión sobre el conocimiento en el marco de los valores e intereses que todos –incluidos los propios científicos– comparten en tanto ciudadanos. De ese modo podrían generarse consensos básicos para la formulación de políticas públicas sobre ciencia y tecnología que garanticen un proyecto epistémico y técnico para nuestras sociedades que sea, a la vez, democrático, racional y legítimo.
¿Cuál es la función y la responsabilidad del Jinete Hipotético en ese proceso? Ese es el tipo de discusión de fondo que no podemos obviar.
* Doctora en Ciencia y Cultura. Asistente al Copuci.
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