Sábado, 19 de noviembre de 2011 | Hoy
ARSENALES ATOMICOS
Estados Unidos anunció la destrucción de la última de las megabombas B53, desmantelada en la planta Pantex, en los alrededores de Amarillo, Texas. Y sin embargo, con una industria armamentística mundial demasiado grande, quién podría decir que la destrucción masiva ya no representa un problema a temer.
Por Rodolfo Petriz
La escena más memorable de Dr. Strangelove o Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (1964), de Stanley Kubrick, es más o menos así: en plena Guerra Fría y guiado por los delirios maniáticos de un general norteamericano, un bombardero B-52 se dispone a lanzar un ataque nuclear sobre la Unión Soviética. Ya sobre el objetivo, el mecanismo que debe liberar la bomba se bloquea, por lo que el piloto del avión decide hacerlo manualmente. Para ello, como si se tratara de un caballo bronco de su Texas natal, el mayor Kong se monta a horcajadas sobre la bomba y al grito de “yahoo-yahoo”, sombrero texano en mano, se lanza al vacío junto con la carga de megatones que desatará el comienzo del fin de la especie humana sobre la Tierra.
Cuarenta y siete años después de que Peter Sellers encarnara el papel del Dr. Strangelove, los EE.UU. anunciaron que desarmaron en Amarillo, Texas, la última de las B53, la bomba termonuclear –o de hidrógeno– más poderosa que guardaban en su arsenal, tras el desmantelamiento, en 1976, de las B41.
Macabro vestigio de la Guerra Fría, las B53 fueron desarrolladas entre 1958 y 1961 por el Laboratorio Nacional de Los Alamos a instancias del Comando Aéreo Estratégico. Con 400 kilos y una potencia destructiva de 9 megatones, unas 450 veces superior a “Fat Boy”, el arma nuclear que destruyó Nagasaki, las B53 fueron diseñadas para ser lanzadas, con o sin vaqueros texanos sobre ella, desde los B-52 y provocar ondas de choque subterráneas capaces de destruir objetivos estratégicos a gran profundidad.
El film de Kubrick ironizó como ningún otro sobre los comportamientos paranoicos de los altos mandos norteamericanos y soviéticos, que pusieron a la humanidad al borde de una guerra atómica. Quizás hoy día los jóvenes no lo tengan muy presente, pero los cuarenta años de carrera armamentística nuclear que tuvieron a EE.UU. y Rusia como protagonistas estelares, y que también incluyeron como actores secundarios, pero no por ello menos peligrosos, a China, Francia e Inglaterra, envolvieron al mundo en un clima de neurosis general y la posibilidad de una destrucción masiva estaba siempre presente en el imaginario colectivo.
Tras los ataques atómicos de Hiroshima y Nagasaki, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, los dos principales contendientes, animados por su respectivo complejo industrial-militar, se lanzaron a una frenética competencia en busca de dos objetivos primordiales: por un lado contar con un número de artefactos nucleares superior al del rival; por otro, lograr el dispositivo singular de destrucción más poderoso jamás creado por el hombre. Las B53, de las cuales se fabricaron unas 340 unidades entre 1961 y 1965, fueron producto de esa propensión al exterminio mutuo.
Para ello fueron detonados a cielo abierto, bajo tierra, en las profundidades oceánicas o en las capas altas de la atmósfera, cientos de artefactos que tuvieron variados efectos sobre la población: desde interrupción en las comunicaciones electromagnéticas hasta la contaminación de plantas, animales y seres humanos con estroncio 90, un isótopo producto de la lluvia radiactiva que sigue a las explosiones nucleares y es responsable de provocar cáncer de huesos y leucemia.
Los ensayos nucleares eran realizados tanto para desarrollar nuevos y más letales artefactos de destrucción como para verificar sus efectos sobre diversos bienes materiales. Según el caso, las bombas atómicas eran detonadas rodeadas de barcos, vehículos militares, casas, árboles o animales vivos.
En medio de esta demencial “razón destructiva”, a los soviéticos les cupo el honor de hacer estallar la “Bomba del Zar”, el dispositivo termonuclear más potente de la historia. Detonada en 1961 a 4200 metros de altitud sobre el archipiélago de Nueva Zembla, en el Océano Glacial Artico, con sus 57 megatones casi cuadruplicó la potencia de la norteamericana “Castle Bravo”, explotada en 1954 en el paradisíaco atolón de Bikini. La “Bomba del Zar” fue 3800 veces más poderosa que el artefacto que incineró Hiroshima, la luz que produjo pudo verse a 1000 km de distancia y la energía térmica que generó podía causar quemaduras de tercer grado a 100 km de la explosión.
Tras estas megaexplosiones, los desarrollos armamentísticos nucleares tomaron otro derrotero. La aparición, en los ‘60 y ‘70, de los misiles balísticos intercontinentales, equipados con precisos sistemas de navegación satelital que hacían innecesario lanzar las bombas desde aviones, llevaron a desarrollar dispositivos más pequeños y eficaces, pertrechados con múltiples cabezas nucleares de poca potencia para barrer un área precisa. Así, las grandes bombas tipo B53 o B41 empezaron a quedar obsoletas.
A pesar de que aún hay en manos de los cinco países que forman el Consejo de Seguridad de la ONU suficiente arsenal atómico como para destruir el planeta, las nuevas generaciones ya no conviven con el temor a una guerra atómica masiva. La desaparición del bloque comunista y su fragmentación en múltiples países incorporados al capitalismo detuvo la carrera armamentística nuclear entre las potencias principales y trasladó los temores sobre el uso bélico de la energía atómica a otros imaginarios. En la actualidad las preocupaciones mundiales giran sobre dos ejes: por una parte, el riesgo de que algunos de los países periféricos que disponen de armas nucleares las usen para dirimir conflictos territoriales con sus vecinos, como el caso del enfrentamiento entre India y Pakistán por la región de Cachemira, o más recientemente en el conflicto entre Israel, país que dispone de un nutrido arsenal atómico, e Irán, al que se acusa de estar llevando adelante un programa nuclear con fines bélicos. Por otra parte, y en una hipótesis que parece más improbable por la enorme complejidad que tiene el manejo de cualquier dispositivo nuclear, desde hace años se especula con la posibilidad de que algún grupo terrorista consiga un artefacto atómico o un poco de plutonio y lo utilice para atentar contra intereses occidentales. Desgraciadamente, ambas preocupaciones quieren ser utilizadas por los poderosos de siempre, como en tantas ocasiones, para invadir y saquear territorios ajenos bajo la excusa de la posible existencia de armas de destrucción masiva en manos de sanguinarios dictadores.
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