Sábado, 3 de diciembre de 2011 | Hoy
LOS DESCUBRIMIENTOS QUE SE REALIZAN POR “CASUALIDAD”
Por Pablo Capanna
En 1938, el químico Roy J. Plunkett trabajaba en los laboratorios Du Pont, empeñado en obtener nuevas sustancias refrigerantes a partir del freón. Estaba realizando pruebas con tetrafluoroetileno (TFE) gaseoso, cuando su ayudante le advirtió que el gas había dejado de fluir hacia la cámara de ensayo, pero había dejado un sedimento blanco en el fondo de los cilindros donde se almacenaba. Al parecer, la sustancia había polimerizado espontáneamente. El polvo resultó ser una sustancia inerte ante todos los solventes y ácidos de que disponía el laboratorio. Plunkett acababa de inventar (¿o descubrir?) el Teflón (TFE). Du Pont se apresuró a patentarlo y puso en marcha un gran negocio.
A comienzos de los años ’40, Georges de Mestral, un ingeniero suizo entonces muy joven, tenía la costumbre de hacer largas caminatas por el bosque en compañía de su perro. El único inconveniente era que después del paseo tenía que perder un buen rato desprendiendo del pelo del animal y de su propia ropa las hojas de una maleza similar a esa que aquí conocemos como “abrojo”. De Mestral observó la planta al microscopio y vio que las hojas terminaban en formas ganchudas que les permitían aferrarse al tejido y al pelo. Se le ocurrió que con ese principio podían fabricarse cierres para la ropa. Le llevó ocho años desarrollar la idea, pero en cuanto pudo disponer de un material como el nylon, produjo dos tiras, una con bucles y otra con ganchos, que se unían de manera bastante resistente. Había creado el cierre Velcro, que aún puede verse en muchas de nuestras prendas.
El adhesivo que los químicos conocen como cianoacrilato, y al que familiarmente llamamos “la gotita”, fue descubierto dos veces por la misma persona: el Dr. Harry Coover. La primera vez fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Coover estaba tratando de desarrollar un plástico ópticamente claro para la mira de las ametralladoras, y la segunda –nueve años más tarde–, cuando buscaba un polímero resistente al calor para poner en las ventanillas de los jets. En ambos casos, el producto resultó excesivamente pegajoso, y las dos veces le arruinó un par de costosos anteojos. La primera vez apenas hizo renegar a Coover, pero cuando le volvió a pasar se le ocurrió que eso podía comercializarse como adhesivo. Para 1958 apareció en el mercado, y sigue estando.
Dos productos adhesivos más uno que no tolera las adherencias podrían dar lugar a un chiste fácil sobre gente que “la pegó” casi sin proponérselo. En los tres casos se trata de descubrimientos con valiosas aplicaciones comerciales, que aparentemente nacieron del azar.
Casos como éstos pertenecen a toda una familia de “inventos” o “descubrimientos” que se explican más por una afortunada casualidad, que por la rigurosa aplicación de un método o tan siquiera una búsqueda sistemática de resultados.
A la misma familia de hallazgos inesperados pertenecen muchas otras tecnologías, entre las cuales podemos mencionar la goma vulcanizada, los vidrios de seguridad, el celuloide, el celofán y el neoprene. Hasta la dinamita, que hizo sentirse culpable a Alfred Nobel tras la muerte accidental de su hermano, y lo indujo a crear los famosos premios.
Descubrimientos como éstos también es posible encontrarlos en el campo de las ciencias de la salud. El más conocido debe ser el descubrimiento de la penicilina que hizo Fleming, cuando se puso a analizar un cultivo que había enmohecido. Con eso abrió la puerta a los antibióticos, que salvaron millones de vidas. Pero el LSD-25, que contribuyó a arruinar muchas otras vidas cuando puso en marcha la carrera de las drogas, también nació de un descubrimiento fortuito del químico Hoffmann.
El uso de la aspirina como anticoagulante y el empleo de la quinina para combatir la malaria se debieron a golpes de suerte. El mismo origen tuvieron la insulina, el Papanicolau, los rayos X y hasta esos pilares del erotismo posmoderno que son el Viagra y el bótox.
A primera vista, hallazgos como éstos escapan a cualquier racionalidad que no sea la de las probabilidades. Parecerían equivaler a esos golpes de suerte que ocurren en los juegos de azar. Así como hay gente que acierta a la ruleta o la lotería, hay otros que sin proponérselo descubren nuevos materiales y medicamentos salvadores o hacen avances significativos en la ciencia básica.
Para este tipo de circunstancias se ha propuesto el pintoresco nombre de “serendipias”. Pero no todos los que lo usan están de acuerdo en cuanto al alcance que se le pueda dar al concepto, según las distintas epistemologías.
En los mapas antiguos, donde China era Catay y Japón se llamaba Cipango, Serendip era el nombre de esa isla que luego se llamaría Ceilán y hoy conocemos como Sri Lanka.
Un cuento tradicional persa, conocido en Europa desde el siglo XVI, narraba la historia de tres príncipes de Serendip a quienes su padre, el rey de la isla, había enviado a Irán en misión comercial.
Los tres serendipitanos eran tipos de suerte. Una suerte tan increíble que les permitía salir airosos de todos los problemas, porque las soluciones se les aparecían sin que las buscaran.
Un día que se propusieron ayudar a un hombre que había perdido un camello, fueron capaces de dar tantos datos sobre el animal que el campesino pensó que ellos eran quienes lo habían robado y los hizo meter presos. Sin haberlo visto nunca, sabían que era tuerto y cojo, que le faltaba un diente y que lo conducía una mujer embarazada.
No sé cuál fue la intención que tuvo el autor de la historia, pero cualquiera diría que los tres príncipes no eran tipos suertudos sino grandes detectives: ¡podían haber sido los antepasados de Sherlock Holmes! Analizando los pocos indicios con que contaban, inducían (o deducían, como hubiera dicho el doctor Watson) que el camello, por ejemplo, era ciego de un ojo porque había comido el pasto de un solo lado del camino.
Nada de eso es suerte. Por el contrario, se diría que es el producto de la observación y del método. Pero por esas vueltas de la literatura, los tres príncipes de Serendip quedaron como unos afortunados jugadores y nunca se volvió a hablar de ellos.
El primero que usó la palabra serendipity en el sentido de “casualidad afortunada” fue el escritor Horace Walpole, en una carta donde le contaba a un amigo que había encontrado, en el lugar menos pensado, un grabado que andaba buscando desde hacía tiempo.
Un siglo más tarde, el sociólogo Robert K. Merton descubrió la palabra por casualidad en el diccionario de Oxford y la adoptó desde entonces para designar a los descubrimientos fortuitos de la ciencia.
Llevando las cosas un poco más lejos, recordemos que cuando Kekulé soñó con una serpiente que se mordía la cola y formaba un anillo, al despertar se le ocurrió que así podía representarse la fórmula del benceno, con el cual le hizo dar un gran paso a la química orgánica. ¿Es legítimo afirmar que la química de los hidrocarburos nació de un sueño, o más bien habrá que decir que el sueño fue la circunstancia que permitió culminar un razonamiento?
Del mismo modo, el día en que Arquímedes salió corriendo de los baños públicos de Siracusa gritando “¡Eureka!” porque había descubierto el principio hidrostático, había tenido la suerte de descubrir una ley natural. Pero, al igual que en el caso anterior, subsiste la duda.
Con estos casos pasamos al terreno de la ciencia básica, donde también las serendipias desempeñan un papel digno de ser tenido en cuenta. Autores como Merton, el fundador de la sociología de la ciencia, o Mario Bunge, que les dedicó el libro Intuición y ciencia (1962), se ocuparon de ellas, como un caso límite de la metodología.
Nadie niega que haya científicos con más “suerte” que otros, a quienes alguna vez el azar pudo favorecer con una ocasión propicia para el descubrimiento. Pero no todo queda ahí.
Los antiguos llamaban “Kairós” a la ocasión, y la pintaban con un solo mechón de pelo. Había que agarrarla cuando pasaba corriendo al lado de uno, porque ya no volvía a pasar. Las serendipias son ocasiones irrepetibles, pero no nos brindan el conocimiento en bandeja y listo para consumir. Dependen de la presencia de una mente alerta y con cierto entrenamiento, que no sólo las perciba sino que sepa sacarles provecho. Por eso, Pasteur decía que “el azar sólo favorece a una mente preparada”, esa que es capaz de observar cosas que la mayoría de nosotros pasaríamos por alto. Y la cosa más difícil de ver puede ser la que tenemos ante los ojos.
A veces, lo que parece ser un golpe de suerte es la conclusión de un laborioso razonamiento, que sigue su curso en segundo plano mientras estamos haciendo otra cosa. Arquímedes no gritó porque hubiera descubierto el enunciado del principio hidrostático escrito en el fondo de la piscina. Hacía días que venía preocupado por saber si los orfebres habían puesto oro genuino o una aleación en la corona del rey Hierón. Cuando vio que al sumergirse su cuerpo desplazaba una masa de líquido (algo que por cierto nadie habría dejado de observar), “vio” la solución. Fue como si se hubiera cerrado un circuito que vinculaba cosas aparentemente distintas.
En estos casos, como el de los rayos X, no se trata de auténticas serendipias. Tampoco lo son esas “casualidades” literarias de las que tanto se habla cuando aparece alguna novela que anticipó el hundimiento del Titanic o el atentado a las Torres Gemelas. Aquí estamos ante otro tipo de coincidencias, que merecen otro tratamiento.
De hecho, todos se pinchan con los abrojos, pero sólo uno inventó el Velcro. Cualquier laboratorista responsable se deshace de los cultivos que se han puesto verdes de moho, pero Fleming descubrió la penicilina. Silvio Rodríguez soñaba con serpientes, pero Kekulé encontró la fórmula del benceno. Si aplicamos esto al campo de la cocina, que no deja de tener su tecnología, diríamos que la fórmula para hacer dulce de leche fue una serendipia, pero el revuelto Gramajo fue fruto de un cálculo de insumos y productos.
Cuando introdujo el concepto de “serendipia”, Merton se proponía complementar al método hipotético-deductivo para dejarle algún margen a la variedad de experiencias posibles.
Los cursos que ha seguido la investigación a lo largo de su historia no han sido siempre lineales. Las metodologías sirven para ordenar la búsqueda, ahorrar tiempo, garantizar la objetividad y evitar caer en ilusiones, pero no es todo.
El sueño baconiano o positivista de un método perfecto tiene una limitación esencial: si existiera algo así, bastaría con seguirlo fielmente para producir avances significativos del conocimiento, sin necesidad de talento alguno.
A veces, los proyectos demasiado específicos producen escasos resultados, porque no permiten que la mente se mantenga abierta a lo imprevisto. Como observaba Arthur Kornberg, Nobel de Medicina, la investigación se parece más al pool que al billar. Por eso recomendaba dar a los investigadores una sólida formación en ciencia básica, entendiendo que los avances más importantes a veces habían venido de la curiosidad en torno de cuestiones fundamentales de física, química o biología.
En esas circunstancias, el azar es bienvenido; siempre que se le presente a alguien capaz de aprovechar la ocasión, que por algo la pintan calva.
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