LOS PRIONES: AGENTES INFECCIOSOS NO CONVENCIONALES
Aunque se atribuye a unos agentes llamados priones la capacidad de causar un conjunto de letales enfermedades cerebrales, existen científicos empecinados en refutar esta hipótesis mayoritariamente aceptada en la actualidad.
› Por Jorge Forno
Un argumento cinematográfico típico es el que presenta historias de presuntos culpables condenados de antemano por pruebas casi concluyentes, pero que son defendidos a capa y espada por algún personaje convencido de su inocencia y empecinado en demostrarla. Algo así ocurre con los priones, un tipo de proteínas consideradas como las villanas de una historia médica –por cierto nada ficcional– en la que un agente infeccioso causa varias enfermedades cerebrales englobadas bajo el rótulo de encefalopatías espongiformes transmisibles (EET), un grupo de patologías que abarca desde la popularmente conocida como el “Mal de la vaca loca” hasta algunas variantes de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (ECJ) en los humanos. De la ECJ, una enfermedad rápidamente mortal y de difícil diagnóstico por sus síntomas fácilmente confundibles con otras enfermedades neurológicas, existe una variante hereditaria y otras en donde se acepta mayormente la culpabilidad del prión. Buena parte de la evidencia en contra de los priones se debe a Stanley Prusiner, un tenaz profesor de Virología y Bioquímica de la Universidad de California.
No todos coinciden con Prusiner. Más bien existen opiniones que ubican a los priones en el rol de víctimas o partícipes a la fuerza de un daño que no quieren cometer. Una científica de peso, Laura Manuelidis, pelea contra viento y marea para hallar a los que ella y otros investigadores consideran verdaderos culpables de la EET.
El papel de los priones como agentes patógenos fue postulado por Prusiner desde 1982, pero no fue fácilmente aceptado. La ciencia, una actividad que hace gala de la curiosidad y la duda, también tiene sus dogmas y estas raras proteínas, plegadas en forma anómala y con aires de autopropagación, apuntaban a desmoronar a uno de ellos. El blanco era el dogma central de la biología, aquel que fuera enunciado por Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del ADN y que muy simplificadamente dice que sin material genético no hay herencia, y que la duplicación, transmisión, traducción y expresión en proteínas de la información contenida en los genes necesita sí o sí de la presencia de ácidos nucleicos (ADN o ARN). En este marco era muy difícil pensar de qué manera estas proteínas contagian –sin más herramienta que su conformación espacial– su plegado anormal a otras proteínas, para deformar el cerebro de sus víctimas hasta dejarlo literalmente hecho una esponja. Durante años se buscaron agentes infecciosos convencionales que encajaran en las explicaciones posibles, respetando a carta cabal los preceptos del dogma central de la biología, y los principales candidatos eran algunos tipos de virus que manifiestan su acción en una forma inusualmente lenta.
La mayoría de los investigadores que bucearon durante años en un mar de microorganismos candidatos a ser el agente de las EET se rindieron ante la evidencia acumulada por Prusiner que, como un implacable fiscal, logró convencer acerca de la culpabilidad de los priones, aun en contra del dogma de Crick. El tan mentado dogma, dicho sea de paso, no resultó tan firme como parecía, ya que al poco tiempo de ser enunciado comenzaron a aparecer varias excepciones que obligaron a hacerle unos convenientes retoques. Sea como fuere, en 1997, Prusiner recibió el Premio Nobel de Medicina y se aceptó su teoría acerca de que una proteína mal conformada podía transmitir a otra su conformación anómala y generar un efecto cascada que terminaría con una deformación de todo el tejido cerebral, sin mediar material genético de ningún tipo. Parece ser que sólo basta un cambio en la configuración de un aminoácido entre los más de 200 que constituyen la proteína priónica en su estado normal para que se forme un temido prión infeccioso, y que éste adquiera resistencia a las enzimas proteasas y a varios métodos de esterilización convencionales.
Aunque aparezca como un asunto terminado, la discusión acerca del papel de los priones como agentes infecciosos no está clausurada. En ese sentido, remar contra la corriente parece ser la tarea de Laura Manuelidis, una investigadora de la Universidad de Yale que persigue tozudamente la hipótesis viral, casi desterrada por los experimentos de Prusiner. Doctora en Neurología y Bachelor en Artes, la polifacética investigadora trabaja desde hace décadas buscando a los furtivos virus que serían capaces de infectar los tejidos, alterando la síntesis de proteínas priónicas. Frente a una catarata de papers a favor de la culpabilidad del prión, en 2007 Manuelidis y su grupo publicaron un artículo que –por el contrario– describía la presencia de partículas virales en un preparado de laboratorio infectado con una variante de EET, pero no en muestras libres de la enfermedad. Cualquiera sea la hipótesis que los motive, los experimentos están plagados de dificultades, ya que los priones son resistentes a la esterilización convencional –por lo que hay que ser extremadamente cuidadoso para evitar la contaminación accidental–, la enfermedad es de desarrollo muy lento y muchas veces no alcanza la vida entera de los sufridos ratones de laboratorio para que aparezcan los síntomas.
Mientras Manuelidis también la emprende con exitosos libros de poesía, algunos de sus defensores suman argumentos en contra de la hipótesis dominante. En mayo de 2011, Maurizio Pocchiari, un neurólogo italiano, planteó en la revista Science que es más sencillo alienarse con la hipótesis del prión, por algunas cuestiones estrictamente científicas y también por otras más mundanas. Sumarse a la opinión mayoritaria implica contar con cepas de ratones creadas genéticamente ex profeso que ayudan a obtener buenos resultados experimentales. Y además es más fácil publicar en las revistas científicas –y engrosar los pergaminos del investigador y las posibilidades de financiamiento–, ubicándose dentro de la corriente dominante, un detalle para nada menor.
Además, los defensores de la hipótesis viral tienen algunas cartas en la manga. Más allá de los últimos trabajos del grupo de Yale, también contraatacan con algunos rasgos característicos de las EET que son asombrosamente parecidos a las enfermedades provocadas por ciertos retrovirus, un tipo de virus que porta la información genética en un ARN monocatenario, y no en la clásica doble hélice de ADN. Por ejemplo, las diferencias de infectividad de los distintos priones, la sintomatología y el larguísimo período de incubación de las EET, que se mide en décadas. Hoy en día, todo parece indicar que el prión debe ser considerado culpable sin atenuantes. El rumbo de las investigaciones mostrará si el fallo es inapelable o si, como en un final cinematográfico, esta aparente certeza se desmoronará algún día como un castillo de naipes, para dar paso a otra –tal vez sólo provisionalmente– más sólida.
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