DARWIN, SUS CONTEMPORANEOS Y LA SELECCION NATURAL
Las grandes teorías también generaron grandes resistencias. Incluso aquellas aceptadas masivamente sufrieron rechazos parciales por cuestiones sociales, como ocurrió con la selección natural en la teoría de la evolución. Contrariamente a lo que se sugiere en general, el corazón del darwinismo fue resistido hasta por los principales aliados del naturalista inglés.
› Por Esteban Magnani
Al contar la historia de la ciencia es común caer en simplificaciones; al fin y al cabo todo relato es necesariamente el recorte de un sinfín de eventos. Pero, en algunos casos, al soslayar detalles, se coquetea con el error y puede resultar interesante profundizar en algunas cuestiones que el paso del tiempo hacen aparecer como menores.
Un ejemplo es la recepción de la teoría de la evolución de Charles Darwin, tal como apareció en 1859 al publicarse El origen de las especies. Según suele contarse, el libro fue un best seller instantáneo, donde el evolucionismo reinante encontró su mecanismo secreto y Darwin tuvo el apoyo de grandes naturalistas como Thomas Huxley (conocido como “el bulldog de Darwin”) que lo defendieron de los ataques de una iglesia recalcitrante. La síntesis, inevitablemente, soslaya un camino más pedregoso para la teoría.
Efectivamente, como suele repetirse, Darwin era un fiel representante de un evolucionismo que ya venía ganando adeptos frente la idea de que todas las especies habían sido creadas de una vez y para siempre. Por eso, su aporte más innovador fue en realidad el mecanismo de esa evolución, es decir, la selección natural. Pero, hay que decirlo, si bien el darwinismo impactó gracias a la cantidad de evidencia reunida por el naturalista, quien ya tenía una gran reputación entre sus pares al publicar su obra magna, fue justamente el mecanismo de la selección natural lo que despertó más escepticismo. Según explica el historiador de la ciencia Peter Bowler, “Darwin convirtió a todo el mundo en evolucionista, pero eso sólo fue posible porque la idea general de la evolución podía ser explotada de tantas maneras distintas”. Al parecer es mejor desconfiar del exceso de aprobación de una teoría revolucionaria.
El clima victoriano de los tiempos de la publicación hablaba de una idea de progreso, de una cierta moralidad, que el mecanismo de la selección natural quitaba del escenario totalmente al decir que todo era cuestión de prueba, error y tiempo. El resto no importaba. Esa mirada tan materialista del universo, tan desapasionada, tenía serios problemas para seducir contemporáneos, por lo que la mayoría descartó el mecanismo sin resignar el envoltorio. Para colmo faltaba aún la explicación concreta y material del mecanismo esbozada por Darwin, quien no tenía mucha idea de cómo podía funcionar la herencia de los rasgos.
Cuenta el mismo Bowler que hasta acérrimos defensores de Darwin, como Thomas Huxley, eran escépticos respecto de la selección natural. Este creía más bien que las especies daban saltos evolutivos relacionados con “algo” que surgía del interior de los individuos. De hecho, la mayoría de los naturalistas de la época creía que tenía que haber algún tipo de mecanismo activo en las especies que fuera más allá del azar que los creaba distintos y las presiones que el ambiente generaba sobre ellos.
Pero incluso desde otros campos rechazaron esa teoría “sin alma ni moral”. El escritor Samuel Butler, un conocido iconoclasta de su tiempo, aseguró que “sostener esta doctrina produce un rechazo instintivo; es mi afortunada tarea mantener que tal pesadilla de desperdicio y muerte no tiene base, además de ser repulsiva”. Para él, tanto como para otros, el lamarckismo era la variante que permitía dar cierto protagonismo a los individuos y una escala tácita de mejor y peor.
Otros como el naturalista, filósofo y varias cosas más, Ernst Haeckel, pensaban en una teoría monista en la que materia y espíritu no pudieran separarse. Incluso consideraba que la naturaleza era una entidad completa formada por las partes visibles de ese todo coherente e interconectado.
Más conocido es Herbert Spencer, quien utilizó el evolucionismo de Darwin como una caja que llenó de un contenido social totalmente distinto. Fue el creador de la idea de “supervivencia del más apto”, frase que a priori parece neutral, pero que claramente introduce por la puerta trasera la cuestión moral al hablar de mayor (o menor) “aptitud” en algunos individuos, cuando el mecanismo de selección natural no tiene ningún tipo de escala fija sino que es cambiante y arbitrario. Lo que hoy permite sobrevivir, mañana puede condenarnos: no hay escala universal desde mejor a peor. Spencer en cambio creía que la naturaleza justificaba lo que ocurre en la sociedad: los mejores son exitosos y lo “merecen”, mientras que los demás deben quedar en el camino para beneficio de todos (o al menos los supervivientes).
Max Planck decía que “una teoría científica nueva no triunfa convenciendo a sus adversarios y haciéndoles ver la luz, sino más bien porque sus opositores finalmente acaban muriéndose”. En este caso la frase es parcialmente cierta: fue necesario un cambio de época para aceptar la herida narcisista de que no hay nada especial en los humanos y ni siquiera en la naturaleza. La evolución de Darwin desangelaba el mundo tanto o más que la Ley de la Gravedad Universal de Isaac Newton. Pero también es cierto que la llegada de la teoría de la herencia mendeliana y la genética brindarían la explicación material del mecanismo y la consagración final de la teoría de Darwin junto con la selección natural. Darwin no llegó a verlos y murió con sus propias dudas enfrentadas a sus convicciones. Incluso hoy, cabe aclarar, más allá de la aceptación de la selección natural, son muchas las dudas sobre la manera exacta en que funciona para producir la evolución de las especies.
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