En 1989, cuando caía el Muro de Berlín y la URSS comenzaba a sentir los temblores de la cercana implosión, fue derrocado Ceaucescu. El líder rumano, hasta poco tiempo antes, había sido bien visto por las potencias occidentales y hasta ostentaba una condecoración argentina, otorgada por Perón.
Una sublevación popular en la ciudad de Timisoara fue duramente reprimida por el gobierno, y la indignación que provocaron las imágenes de la televisión aceleró la caída del régimen. Ceaucescu huyó, pero fue capturado y ejecutado, después de un juicio sumarísimo.
La masacre de Timisoara había volcado a la opinión pública a favor de la insurrección, especialmente cuando los rebeldes mostraron las fotos de una fosa común con más de treinta víctimas de la represión.
Con el tiempo se pudo comprobar que la historia de la fosa común había sido fraguada, usando cadáveres que procedían de la morgue forense. Nunca se supo quién había armado la sesión fotográfica, pero cabe sospechar que sería alguien con experiencia en los servicios de desinformación que acababa de pasarse de bando.
Fueron los soviéticos quienes inventaron el término dezinformatsia para endilgárselo a la prensa europea, aunque ellos fueron maestros a la hora de reescribir las noticias y “corregir” la historia reciente. Orwell se inspiró en sus prácticas a la hora de escribir 1984, cuando empleó a Weston en las tareas del revisionismo histórico permanente.
Lavrenti Beria, que bajo Stalin había gozado del mayor poder al frente de la policía secreta, fue sometido a juicio y condenado en 1953. Cuando esto se dio a conocer, el público ignoraba que ya hacía seis meses que Beria había sido ejecutado en secreto.
Beria había sucedido a Yezhov, quien estuvo al frente de la NKVD hasta 1938. Cuando Yezhov cayó en desgracia y fue ejecutado, se procedió a borrarlo de las fotos anteriores, en las cuales solía aparecer junto a Stalin.
Del mismo modo, cuando León Trotsky abandonó la URSS, su nombre desapareció de la historia oficial y su imagen fue eliminada de todas las fotos oficiales que registraban su presencia. Esta práctica también se dio en China cuando murió Mao Zedong, en 1976. Los miembros de la “banda de los cuatro”, que aún podían ser vistos en las fotos del funeral, unos días más tarde ya habían sido borrados, cuando aparecieron las revistas que daban la versión oficial de los hechos.
Se diría que el fraude fotográfico es tan antiguo como la fotografía. Durante la guerra de Crimea, un cronista añadió balas de cañón a una imagen del valle donde había sido diezmada la Brigada Ligera, para darle más dramatismo. En la misma época, un impostor le vendió a Conan Doyle fotos trucadas de dos niñas que compartían un picnic con hadas y gnomos.
Las dos fotos más famosas de la Segunda Guerra Mundial fueron posadas y retocadas. Aquella que muestra a unos soldados yanquis izando la bandera en Iwo Jima reemplazó a la original porque a alguien se le ocurrió que la bandera de verdad era demasiado chica. La foto rusa de la bandera roja ondeando en Berlín también fue corregida cuando los censores se dieron cuenta de que uno de los soldados tenía dos relojes pulsera, lo cual lo hacía sospechoso de haber estado saqueando.
La foto más famosa de todas, la que le sacó Robert Capa al miliciano de la Guerra Civil Española que cae bajo las balas franquistas, fue una de las más cuestionadas, pero acabó resistiendo a todas las sospechas y hoy es considerada auténtica.
Como tantas otras cosas, se les atribuye a los chinos la fórmula “la imagen no miente”. Aunque esto ni siquiera era válido para la pintura, que como cualquier forma de arte no deja de “mentir”. Pero fue la fotografía la que acabó con ese principio, aunque en realidad no es la cámara la que miente sino el fotógrafo o, mejor aún, el editor. A esta altura de las cosas no sólo cuenta con los recursos artesanales del falsario sino con el software de edición. No sólo se editan las imágenes sino también las palabras, que es posible volver a barajar para sacarlas de contexto y hacerles decir lo que el desinformador desea.
Mientras el truco fotográfico sea evidente y se lo use con fines humorísticos, es un recurso legítimo. Pero cuando se especula con el descuido del lector, que al hojear el diario no se detiene siquiera a analizar las noticias, y menos aún las imágenes, ya existe la intención de engañar.
Cualquiera se habrá cruzado con algunas fotos evidentemente trucadas que, sin embargo, no suelen provocar la reacción de los lectores, quizá resignados. A menudo, mediante recursos de edición digital, se multiplican dos o tres personas hasta hacer una multitud, como si fuera la película Gladiador, o se desdobla una imagen hasta hacerla simétrica, quizá por mero capricho estético.
Brian Springer, un aficionado norteamericano, produjo un curioso documental con motivo de la campaña electoral que enfrentó a Clinton con George Bush. Springer se pasó un año grabando las señales sin editar que subían de los estudios al satélite, que luego salían al aire una vez expurgadas y embellecidas, tal como aparecen en los noticieros.
El resultado fue la película Spin (1995), donde puede verse una colección de bloopers: maquillaje, comentarios cínicos fuera de cámara, la presencia de los asesores que enseñan cómo eludir las preguntas del público. Aparecen un par de desmayos presidenciales que fueron censurados, y se ve a Larry King recomendando medicamentos a los candidatos y a Barbara Bush actuando la misma escena para varios canales.
Lo más curioso es la desaparición, casi al estilo soviético, de Larry Agran, uno de los cuatro candidatos demócratas que perdió la interna con Clinton y abandonó la carrera presidencial. Entre otras audacias, prometía reducir el presupuesto militar, lo cual hizo que lo borraran de algunas fotos y lo silenciaran en los programas de TV. En la grabación de uno de ellos se lo oye protestar a los gritos mientras habla uno de sus rivales, poco antes de ser echado por la seguridad.
Es casi superfluo recordar la importancia del énfasis que se pone en las “buenas” y “malas” noticias, según se trate de distraer o de enardecer a la audiencia. Junto a los noticieros que destilan sangre, están aquellos que derraman ternura, esos que omiten ciertas noticias y aquellos que las inflan. No es raro que una catástrofe, debidamente explotada, sirva para relegar noticias indeseables a las últimas páginas, neutralizando su impacto. El 11 de septiembre de 2001, el jefe de prensa del gobierno británico escribió, en un e-mail privado: “Hoy es un gran día para enterrar cualquier mala noticia que tengamos para dar”. Tuvo que salir a pedir disculpas, pero no había hecho otra cosa que sincerar una práctica habitual.
El recurso más fácil para darle color a la noticia es el lenguaje. No es lo mismo decir que “estalló una revolución” o que “hubo un golpe”, hablar de “gobierno de salvación nacional” o “dictadura”, de “militantes” o “subversivos”.
La imagen que tenemos de la realidad es el producto de un consenso social. En una sociedad con distintos canales de información hay fuentes dominantes, pero pueden ser cotejadas con otras y con la experiencia personal. Pero, aun cuando exista un monopolio mediático, la información y el disenso circulan por otros canales, como muestra la reciente experiencia de Egipto, Libia o Siria.
La paradoja está en que, si bien nunca fue tan fácil el acceso a la información (por lo menos la de interés académico), los disparates que se dicen y escriben son tantos que constituyen un nuevo género. ¿Por qué razón, cuando basta un clic para corroborar una fecha o un nombre (para escribir este artículo debo haberlo hecho unas quince veces), más de uno se escuda en el escepticismo para justificar la pereza?
Hoy, cuando los que leen el diario ya son tildados de “intelectuales”, todos se sienten “conectados”, lo cual no significa “informados”. En los mensajes que circulan por las redes sociales abunda la opinión o el mero discurso ceremonial: “Llamaba para decirte que te dejé un mensaje para que me llamaras. Por cualquier cosa, llamame”. Opiniones tan fundadas como “me gustó” o “no lo soporto” parecen revivir aquellas categorías con que ironizaba Sabato hace ya varias generaciones: todo lo que no es “un opio” es “una monada”.
La navegación por la red de redes es casi tan azarosa como la de los mares, aunque no lo parezca. Si las viejas enciclopedias daban como garantía la autoridad de los profesores que las habían redactado, en la red se suelen encontrar múltiples versiones de lo mismo, copiadas, recortadas y pegadas como un palimpsesto. Nadie se hace responsable, como por lo menos lo hacía el editor en las viejas enciclopedias.
La lógica del hipertexto hace que un rumor que circula por alguna red parezca más válido cuanto más se repite, y hasta puede ocurrir que vuelva a su origen. La repetición reemplaza a la evidencia, que siempre es difícil de obtener, de modo que la saturación de fuentes provoca la misma pasividad que la fuente única de antaño.
Los teóricos posmodernistas franceses han insistido mucho en el tema de los simulacros, que ya habían explorado escritores como Philip K. Dick y J.G. Ballard.
Deleuze y Baudrillard, tras las huellas de Walter Benjamin, trazaron una suerte de historia del simulacro. Antes de que apareciera la fotografía, el arte imitaba a la naturaleza; se decía que Giotto había pintado una manzana tan realista que su maestro Cimabue había querido comérsela. Luego vino la era industrial y las técnicas de reproducción de la imagen, que comenzaron a borrar las fronteras entre el original y la copia. Hoy, en un mundo donde hay copias de todo, desde los falsos remedios hasta los políticos truchos, cuesta distinguir entre el Rolex verdadero o el de La Salada, entre el software legal y el pirateado.
La conclusión a que llegaban los teóricos franceses no era mucho más profunda que la que solía sacar Minguito, cuando remataba una frase con el famoso “se’ gual”. Hoy da lo mismo Don Bosco o la Mignon, Carnera o San Martín, la sinceridad o la hipocresía, la imagen y la personalidad, porque cuesta cada vez más reconocer a los simuladores. Claro que llevando el escepticismo al extremo se concluye que todos están autorizados a mentir y que no se le puede creer a nadie, lo cual haría decididamente imposible la vida en sociedad.
Una muestra la da el mismísimo Baudrillard, que como sus congéneres solía usar los conceptos científicos de manera sumamente poética. Es muy difícil saber a qué se refería cuando hablaba de cosas como la curvatura del espacio o el comportamiento cuántico. Una verdadera perla podemos encontrarla precisamente en su ensayo sobre los simulacros, que es de lectura obligatoria en casi todas partes. Baudrillard asegura que “de la división de una banda de Moebius resulta una espiral suplementaria en la que no queda resuelta la reversibilidad de las caras”.
Lo cierto es que le faltó aclarar que se trata de cortar la cinta a lo largo, porque si la cortamos por el ancho pierde sus propiedades. Pero si la cortamos a lo largo, obtendremos una sola cinta con dos vueltas o dos cintas diferentes enlazadas entre sí, según sean del mismo o distinto ancho, pero nunca “una espiral suplementaria”. Munido de plasticola y tijeras, usted mismo puede hacerlo. Si aún sigue dudando, no vacile en consultar a su topólogo de confianza.
Parecería que, en un mundo de simulacros, también abundan los sabios simulados, que simulan el saber aprovechándose de la desinformación de sus lectores.
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