Ni estrellas ni planetas. Híbridos. Enormes bolas de gas que no alcanzan el sagrado umbral de masa y temperatura que sí alcanzan los verdaderos soles. Ese umbral que permite encender los fuegos termonucleares, a pura y furiosa fusión del hidrógeno en helio. Las enanas marrones, simplemente, no pueden. Se quedaron a mitad de camino. Y viven largas y penosas vidas, empalideciendo, y perdiendo lentamente el calor originado en sus propios procesos de formación, y en su lento colapso gravitatorio.
› Por Mariano Ribas
Hasta hace apenas veinte años, las enanas marrones, raras criaturas sub-estelares, no eran más que una razonable posibilidad teórica. Una suerte de nicho a llenar entre los planetas gigantes y las estrellas más modestas (las “enanas rojas”). Pero a mediados de los años ’90, y tras dificultosas y pacientes búsquedas, los astrónomos finalmente dieron con ellas. Y hoy en día ya se han identificado más de 1000. Sin embargo, los científicos tienen buenas razones para creer que estos engendros gaseosos podrían ser tanto o más abundantes que las propias estrellas.
Y no sólo eso: desde los primeros hallazgos hasta el día de hoy, las enanas marrones han demostrado ser una especie astronómica bastante más compleja e interesante de lo que parecía inicialmente. Por un lado, parecen jugar roles de lo más diversos: algunas giran alrededor de estrellas; otras tienen sus propios planetas y otras, simplemente, parecen vagar a la deriva por la galaxia. Pero además, y tal como demuestran estudios recientes, ya no se puede hablar de una sola clase de enanas marrones, sino de, al menos, tres subespecies. Y una de ellas incluye ejemplares con temperaturas externas muy parecidas a las de nuestros cuerpos, y hasta con la posible presencia de agua, sales y compuestos orgánicos. Más allá de su rareza, el hallazgo de estas enanas marrones “ultrafrías” tiene curiosísimas implicancias colaterales, que van desde el avance en el estudio de las atmósferas de planetas extrasolares gaseosos, o la posibilidad de saber más sobre los materiales primigenios del universo, hasta la no tan alocada posibilidad de “vida flotante”. En esta edición de Futuro vamos a echarle una mirada a la historia, a las novedades y a las curiosidades de los soles fallidos.
Primero, la teoria...
Como ha ocurrido tantas otras veces en la historia de la astronomía, antes de ser realmente descubiertas, las enanas marrones fueron extravagantes criaturas teóricas. Hace al menos medio siglo que los científicos sospechaban que, seguramente, debían existir bolas de gas más grandes y masivas que los planetas gaseosos (como Júpiter y Saturno), pero, aun así, sin la masa suficiente como para llegar a ser enanas rojas, la especie estelar más humilde y abundante del universo (se estima que son más del 90 por ciento del total de las estrellas). Resultaba muy razonable pensar que dentro de las mismas nebulosas donde nacen las estrellas hechas y derechas –mediante el colapso gravitatorio de masas de gas y polvo– también se formaran objetos más modestos, que no llegasen a tocar el preciado umbral del estrellato. Un umbral que tiene números muy precisos: para desatar las fusiones termonucleares que convierten núcleos de hidrógeno en núcleos de helio, un objeto gaseoso de escala estelar (al menos, unos cientos de miles de kilómetros de diámetro) debe tener, al menos, el 7,5 u 8 por ciento de la masa del Sol. O lo que es lo mismo, unas 80 veces la masa de Júpiter. Evidentemente, no es poco. Pero sólo en esas condiciones las presiones internas y las temperaturas son suficientes para que una verdadera estrella se encienda.
Si sólo en la Vía Láctea existen entre 200 y 400 mil millones de estrellas, por qué no pensar que podrían existir incontables intentos fallidos. Así lo pensó el gran astrónomo indio Shiv Kuman, a comienzos de los años ’60. Mediante cálculos y consideraciones físico-químicas, Kuman fue trazando el hipotético perfil de estas criaturas. E incluso consideró sus propiedades internas y su evolución a lo largo de los millones de años. Poco más tarde, en 1975, la astrofísica Jill Tarter propuso el razonable e intuitivo nombre de “enanas marrones”. Al fin de cuentas, se trataría de objetos más fríos y más pálidos que las estrellas enanas rojas. Y si bien es cierto que no tenían por qué ser realmente marrones, ese color parecía definir muy bien su triste carácter astrofísico. Estaba la sospecha. Estaba el perfil. Y estaba el nombre. Pero faltaba encontrarlas.
Luego de soñarlas, los astrónomos se largaron a la cacería: durante los años ’80, las buscaron en las entrañas de las nebulosas (particularmente en las zonas de rica formación estelar), dentro de jóvenes cúmulos de estrellas, e incluso alrededor de soles vecinos. De antemano ya se sabía que la pesquisa no iba a ser nada fácil, porque las enanas marrones necesariamente debían ser objetos bastante más fríos, y por lo tanto menos brillantes, que las estrellas reales. Pero además, para pegarles esa amarronada etiqueta hacía falta medir bien sus masas. Y eso sólo puede hacerse con precisión en sistemas de dos o más cuerpos, donde el análisis de sus distancias, movimientos y velocidades delata cuánto “pesa” cada integrante del sistema.
De todos modos, se sabía bastante bien a qué cosas prestar atención y a cuáles no: si los telescopios tropezaban con un punto pálido y decididamente rojizo, había que clavar los frenos y ponerse a mirar con sumo cuidado (el rojo delata temperaturas superficiales “bajas”). Lógicamente, hubo muchas falsas alarmas: objetos inicialmente sospechosos terminaron siendo estrellas enanas rojas arañando el límite inferior de la categoría, pero estrellas al fin.
Pero en medio de las dificultades observacionales y el desconcierto, los científicos echaron mano a un truco por demás ingenioso y enteramente surgido de los modelos teóricos sobre las enanas marrones: el “test del litio”. Resulta que, a diferencia de las estrellas más modestas, que destruyen el litio debido a sus mayores temperaturas (este elemento reacciona con el hidrógeno a “sólo” 1 millón de grados), los objetos subestelares son incapaces de hacerlo. Así que si se encuentra un objeto gaseoso de dudosa categoría, y el análisis espectral de la luz que emite delata la presencia del litio, pues bien, no sería una enana roja, sino algo de menor cuantía astrofísica. Es cierto: el “test del litio” no era enteramente infalible, dado que las enanas marrones más grandes –aquellas 65 o 70 veces más masivas que Júpiter, casi al límite de la categoría estelar– bien podrían haber quemado el litio. Y del otro lado de la barrera, las enanas rojas más modestas podrían no haber terminado el proceso de destrucción del litio. Había una franja ambigua. Así y todo, el test del litio fue fundamental para delatar al grueso de las enanas marrones. Incluyendo a la primera...
Y resulta que la primera fue descubierta hace apenas diecisiete años: el 14 de septiembre de 1995, un grupo de científicos españoles, encabezados por Rafael Rebolo, anunciaron el hallazgo de Teide 1. Un pálido objeto situado dentro del famosísimo cúmulo estelar de las Pléyades, a casi 400 años luz del Sistema Solar. Rebolo y su equipo del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) hicieron el histórico descubrimiento con la ayuda del telescopio IAC-80 del Observatorio de Teide, en Tenerife (de ahí el nombre del objeto). E inmediatamente, los análisis espectrales realizados con el gigantesco Keck I, en Hawai, demostraron la presencia de litio en Teide 1. La primera enana marrón confirmada resultó tener unas 50 veces la masa de Júpiter y una temperatura de unos 2000ºC. Aun así, su débil luminosidad –básicamente infrarroja– era miles de veces menor que la de nuestro Sol.
Apenas dos meses más tarde, otro grupo de investigadores, liderados por el japonés Tadashi Nakajima, confirmó el hallazgo de una segunda enana marrón, mediante imágenes tomadas con el Telescopio Espacial Hubble (que, a su vez, confirmaban otras tomadas un año antes desde el Observatorio de Monte Palomar). Se trataba de Gliese 229 B, otro espécimen subestelar, hallado en torno de una estrella vecina (Gliese 229), a tan sólo 19 años luz del Sistema Solar. Esta criatura, unas 30 veces más masiva que Júpiter, pero aun así también incapaz de fusionar hidrógeno en helio en su núcleo (ver cuadro), terminó siendo, hasta el día de hoy, el ejemplar mejor estudiado y más famoso de su especie. Curiosamente, el análisis espectral de Gliese 229 B delató la clara presencia de metano (CH4), un gas que sólo puede existir con temperaturas de menos de aproximadamente 1000ºC. Y ese solo dato, por supuesto, ya daba clara idea de su carácter subestelar. Teide 1 y Gliese 229 B marcaron el comienzo de una creciente seguidilla de descubrimientos. En 1997, por ejemplo, se sumaron Kelu 1 y DENISP J1228.21547, dos enanas marrones que, a diferencia de las anteriores, eran cuerpos solitarios, no vinculados gravitatoriamente a ninguna estrella. Y luego, también fueron apareciendo enanas marrones con sus propios planetas.
El amarronado panorama creció en número y complejidad: hoy en día, ya se han confirmado más de 1000 enanas marrones en un radio de unos pocos cientos de años luz del Sistema Solar. Y los astrónomos están convencidos de que estas estrellas fallidas pueden ser tanto o más numerosas que las verdaderas. Pero además estas criaturas demostraron ser sumamente variadas, tanto en masa, temperatura y otros rasgos. Y como veremos un poco más adelante, hasta existen algunas con temperaturas externas tan bajas como las de los planetas.
Si bien es cierto que no son estrellas, la avalancha de descubrimientos de enanas marrones obligó a los astrónomos a agregar nuevas categorías (expresadas con letras) en el célebre “Diagrama HR”, uno de los pilares de la astrofísica moderna desarrollado a comienzos del siglo XX, y en forma independiente, por el astrónomo aficionado Ejnar Hertzsprung y el astrónomo profesional Henry Russell. El esquema clasifica y distribuye a las estrellas según su brillo, color y temperatura. Y las etiqueta con letras: las más calientes son las azuladas tipo “O” (25 a 40 mil grados), luego les siguen las B, A, F, G (el Sol es de este tipo espectral), K, y las M, que son las estrellas más rojas y frías (unos 2500° C).
Las enanas rojas, justamente, son de tipo M. Así que las fallidas enanas marrones, que son más frías, quedaron clasificadas a continuación de ellas, en el extremo derecho del “Diagrama HR”. Pero como no son todas iguales, se les asignaron tres letras: las de tipo “L” son las más jóvenes, calientes y brillantes (características que van de la mano). Tienen temperaturas externas de entre 1200 y 2200ºC aproximadamente. Le siguen las “T”, de mediana edad, con valores que van de los 300 a los 1200ºC. En esta categoría –a la que pertenece la famosa Gliese 229B– aparecen ejemplares con atmósferas salpicadas con metano y hasta vapor de agua. Y finalmente, están las “frías”, ancianas (varios miles de millones de años) y modestísimas “Y”, cuyo primer exponente fue descubierto por un programa de búsqueda francocanadiense (conocido como “CanadaFrance BrownDwarfs Survey”), con un gran telescopio instalado en Hawai. Se trata de una enana marrón extremadamente pálida, incluso en luz infrarroja, situada a sólo 40 años luz del Sistema Solar. Bautizada con el poco simpático nombre de CFBDS J005910.83011401.3, esta bola de hidrógeno resultó tener unas 20 veces la masa de Júpiter. Y hete aquí lo más interesante: una temperatura superficial de alrededor de 300ºC (producto de una larga vida de lento enfriamiento). Más o menos lo mismo que un horno casero a toda potencia. Poquísimo, al menos en términos estelares, e incluso subestelares. Y sin embargo, las enanas marrones demostraron que se puede caer aún más bajo en cuestión de temperaturas.
Efectivamente: en 2011, dos grupos independientes de investigadores (del Instituto de Tecnología de California y de la Universidad de Toronto) publicaron los resultados de una muy interesante pesquisa, inicialmente realizada con el telescopio espacial infrarrojo WISE (Wide Infrarred Survey Explorer), de la NASA, y luego reforzada y ampliada (toma de espectros y fotometría) con la ayuda del telescopio espacial Spitzer y el Observatorio Keck, de Hawai. Sintéticamente, ambos estudios dieron como resultado el descubrimiento de más de 100 nuevas enanas marrones confirmadas (y muchas más por confirmar). Y la lista incluye seis ejemplares del tipo “Y”. Todas aisladas (o sea, sin orbitar a ninguna estrella verdadera), y muy cercanas: a distancias de entre 10 y 30 años luz del Sistema Solar. Y sin dudas, la que se llevó todas las palmas fue WISEP J1828+2650, porque ha batido todos los records de (bajas) temperaturas en materia de enanas marrones: 27ºC.
Si bien es cierto que los resultados del WISE han sido los más contundentes de los últimos años en materia de enanas marrones “ultrafrías”, también vale la pena rescatar el reciente caso de CFBDSIR j1458+1013B (descubierta por el programa de búsqueda francocanadiense citado en el párrafo anterior), un ejemplar que forma un sistema binario junto a una estrella verdadera, y que tiene una temperatura que ronda los 100ºC. Y también, a WD 0806661B, que orbita a una enana blanca (en este caso, un pesado residuo estelar) y tiene una temperatura de unos 50ºC, lo que la pone en el segundo lugar de la lista de las estrellas fallidas más frías encontradas hasta hoy.
Evidentemente, todos estos descubrimientos no hacen más que borronear las fronteras entre las enanas marrones y los planetas gigantes, como nuestro Júpiter. Es cierto que por una cuestión física existe un umbral mínimo para las enanas marrones y un techo para los planetas: 13 masas de Júpiter. Pero también es cierto que hay planetas extrasolares que arañan ese límite, hay enanas marrones haciendo las veces de “planetas” (porque orbitan a estrellas), y hasta hay cosas “sueltas” que no son ni una cosa ni la otra, y reciben el extraño mote de “objetos aislados de masa planetaria”. Las cosas ya no son tan simples como hace menos de dos décadas.
Teniendo en cuenta lo anterior, quizá no resulte del todo sorprendente que los astrónomos estén pensando en utilizar a las enanas marrones más frías y modestas como modelo para estudiar las atmósferas de los planetas gaseosos más grandes. Unas y otros no son tan distintos. Pero la ventaja de las enanas marrones es que pueden observarse directamente, y analizar sus espectros, a diferencia de los exoplanetas que suelen estar “hundidos” en el resplandor de sus estrellas. De hecho, ya hay algunos datos que sugieren la clara presencia de nubes de metano en algunas enanas marrones. Y probablemente también tengan otros compuestos, como el amoníaco, sales, y hasta formas líquidas y sólidas de agua en capas más internas.
“Podría haber millones de enanas marrones ultra frías con temperaturas amigables para el hielo de agua, incluso, para ciclos de agua en sus atmósferas”, dice Adam Burgasser (Universidad de California, San Diego), codescubridor de WD 0806661B. Y agrega: “Probablemente haya moléculas de agua circulando y cambiando de estado continuamente: de gas a líquido, y luego a hielo, mientras ascienden y se enfrían, y luego nuevamente en estado gaseoso al hundirse”. Basándose en la posible presencia de agua, sales y compuestos orgánicos, el doctor Davy Kirkpatrick (Caltech), uno de los descubridores de WISEP J1828+2650, va un paso más allá: “Algunas enanas marrones hasta podrían tener atmósferas aptas para la aparición de formas de vida flotante”. Seres nacidos en atmósferas, flotando a la deriva, y a la merced de corrientes de gases. Es una asombrosa posibilidad soñada, hace varias décadas, por dos grandes: Arthur Clarke y Carl Sagan.
Las enanas marrones tienen otro costado fascinante: muchas de ellas podrían funcionar como “cápsulas del tiempo químicas”. Su propia naturaleza de estrellas fallidas podría ser toda una virtud a la hora de revelar los materiales y condiciones primigenias de su propia formación, y del universo mismo. “Una de las consecuencias de no fusionar el hidrógeno es que las enanas marrones conservan los registros originales de la abundancia química del ambiente en que nacieron”, dice Burgasser. Como mayormente son objetos de carácter convectivo (sus materiales gaseosos circulan continuamente, enfriándose al subir, y calentándose al bajar), los análisis espectrales pueden revelar prácticamente toda su composición. Y esa composición es esencialmente la misma ahora que hace cientos o miles de millones de años: “Las enanas marrones son reliquias de aquellos tiempos”, concluye el científico.
A menos de dos décadas de su descubrimiento, estos soles fallidos han dejado de ser aparentes tristezas cósmicas para revelarse como objetos enteramente fascinantes. Ni estrellas, ni planetas. Algo en el medio. Algo nuevo. Algo que confirma, una vez más, ese inagotable potencial de la astronomía para sacudirnos, sorprendernos, hacernos pensar y echar leña fresca y abundante a nuestra curiosidad por los asuntos del universo.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux