Sáb 07.07.2012
futuro

EL MESMERISMO Y LA “CURACION POR LOS IMANES”

El químico y el hipnotizador

› Por Pablo Capanna

El término “seudociencia” está cargado de connotaciones negativas que parecen implicar la intención de estafar la buena fe de la gente confundida, con un discurso que remeda el de la ciencia, pero carece de fundamento científico. No siempre las cosas son tan claras, y no es lícito aplicarlo indiscriminadamente para tachar todo aquello que parece apartarse del paradigma vigente. En este amplísimo espectro pueden entrar tanto los engaños más burdos como aquellas especulaciones que por el momento no admiten ser verificadas ni refutadas, pero merecen al menos el beneficio de la duda. De modo que, para evitar confusiones, se ha optado por usar términos más neutros, pero no menos vagos, como aquel de “terapias alternativas”, que evita estigmatizar a quienes las practican. Con eso tampoco se orienta al consumidor, adepto (y a veces víctima), quien más allá de obtener cierto bienestar espiritual necesita saber si va lograr curarse o siquiera mejorar. La duda no es lo mismo que el escepticismo, que termina por igualarlo todo.

Sea una u otra la categoría que adoptemos, no es conveniente estigmatizar de una vez por todas a ninguna disciplina, sin considerar la dimensión histórica en la cual se construye el conocimiento, porque en la ciencia nunca está dicha la última palabra.

Basta recordar que algunos cuerpos del saber empírico que hoy no vacilamos en repudiar como seudociencia fueron una suerte de pre-ciencia, con hipótesis que luego fueron descartadas y superadas cuando el desarrollo de una metodología más eficaz permitió rescatar lo mejor de sus aportes. Antes de que Schliemann descubriera sus ruinas, Troya era una leyenda, y cuando Wegener hablaba de la deriva de los continentes lo consideraban un especulativo. No sabemos qué se podrá llegar a rescatar en el futuro de algunas seudociencias de hoy, y aunque no podamos abrigar grandes expectativas guiarse por el prejuicio es peor.

Los epistemólogos más radicales niegan que exista una vinculación (esencial) entre la astrología y la astronomía o entre la alquimia y la química, pero el hecho es que los primeros que se dedicaron a observar sistemáticamente los astros fueron los sacerdotes babilonios, que deseaban conocer los designios de los dioses, y que la química moderna, que nació con Lavoisier, le debe mucho a la práctica secular de los alquimistas.

EL MAGNETISMO ANIMAL

Mencionar a Antoine de Lavoisier (1743-1794 ) viene al caso precisamente porque fue uno de los protagonistas de una investigación que hoy sigue siendo ejemplar. Fue diseñada para poner a prueba la efectividad de un tratamiento que muchos consideraban milagroso, pero tan rodeado de misterio que no dejaba de despertar justificadas dudas: eso que hoy llamaríamos una seudociencia.

Se trataba de una terapia magnética creada por el médico alemán Franz Anton Mesmer, que desde 1778 se había radicado en París. Mesmer contaba al rey y al marqués de Lafayette entre sus pacientes y había sido amigo de Mozart, que había estrenado una ópera en su teatro y hasta le había dedicado una mención en Cosí fan tutte. Su admirador Lafayette le organizó una gira por los Estados Unidos, donde se hizo de muchos adeptos, pero nunca pudo convencer a Jefferson, que desconfiaba de sus métodos.

De hecho, Mesmer no era un estafador. Estaba convencido de haber descubierto la fuerza que estaba detrás del magnetismo, la electricidad y la gravedad: eso que hoy llamaríamos “la unificación de la física”. Había comenzado por tratar las enfermedades usando imanes, pero pronto se había convencido de la existencia de un “fluido magnético” que circulaba por el cuerpo. El organismo se enfermaba cada vez que se producía un atascamiento del fluido.

Recordemos que la medicina de la época no era mucho más científica que eso, y que desde las experiencias de Galvani se hablaba mucho de la electricidad animal.

Con los recursos que hoy tenemos es fácil negar la existencia de un fluido que era invisible e indetectable para los sentidos aunque podía no serlo para los instrumentos que aún no existían. Pero corría el siglo XVIII, y los físicos todavía creían que los combustibles contenían un fluido llamado flogisto, que se liberaba en el fuego. Fue precisamente Lavoisier quien al descubrir el oxígeno hizo inútil al flogisto y borró al fuego del elenco de los elementos.

La técnica que usaba Mesmer para reestablecer el flujo magnético en el cuerpo era bastante espectacular. Cuando el magnetizador ponía las manos sobre el paciente, este caía en una “crisis” espectacular, con convulsiones y gritos. Al salir de ella se suponía que estaba curado. Por lo general se usaba una cubeta con “agua magnetizada” que hacía las veces de acumulador. Para que los magnetizadores se “cargaran” tenían que formar una cadena tomándose de los pulgares y los que estaban en los extremos debían aferrar unas varillas de metal sumergidas en el agua.

Para los pobres, había un parque de “árboles magnetizados”, donde podían descargarse a precios de obra social.

FORMEMOS UNA COMISION

Ante lo que algunos calificaban de “moda irresistible”, Luis XVI se decidió a formar una comisión investigadora para averiguar qué había de cierto en el mesmerismo. Para eso convocó al dream team de la ciencia del momento.

Presidía la Comisión Real Benjamín Franklin, que representaba al gobierno de los Estados Unidos en París. Era uno de los pocos que sabían algo de esa electricidad que para muchos seguía siendo una fuerza casi sobrenatural. Daba la casualidad de que las sesiones mesméricas se amenizaban con música de glasicordio (glass harmonica), el instrumento que había inventado Franklin, y eso pudo picar su curiosidad.

Sin embargo, quien condujo la investigación y redactó el informe final fue Lavoisier.

La comisión contaba con catorce miembros, entre los cuales se destacaban el astrónomo Jean S. Bailly, el médico Joseph Guillotin y el naturalista Antoine de Jussieu.

Mesmer se negó a cooperar, pero permitió que Deslon, su principal discípulo, se prestara para magnetizar pacientes y objetos.

Lo primero que decidieron los investigadores fue que no podían evaluar la cantidad ni la calidad de las curaciones, porque podían deberse a causas ajenas al magnetismo. Decidieron estudiar qué era lo que provocaba las crisis. Para eso cabían dos hipótesis: una física (la existencia de un “fluido” desconocido) o una psicológica, la sugestión.

Para indagar si realmente existía el fluido magnético, los comisionados procedieron con una metodología impecable. Comenzaron por estandarizar situaciones que se presentaban como complejas, consideraron todas las hipótesis posibles y fueron testeándolas por separado. Repitieron y variaron pacientemente los experimentos, hasta alcanzar conclusiones indubitables.

Como primer paso, los catorce investigadores intentaron magnetizar sus propios cuerpos. Se pasaron dos horas por día, tres veces por semana, unidos por los pulgares. Formaban un círculo, a la espera que alguno tuviera una crisis, pero no tuvieron ningún resultado. Es que ninguno de ellos estaba enfermo, explicó el acólito de Mesmer.

Para investigar si los vegetales podían tener carga magnética le pidieron a Deslon que magnetizara a uno de los cinco árboles que había en el jardín, sin que les dijese cuál. Un paciente fue invitado a tocar los árboles y cayó desmayado ante el cuarto, pero resultó que el que había sido “intervenido” era el quinto.

No se descarta, dijo el terapista, que los árboles puedan tener su propio magnetismo; quizás al paciente le habrá tocado uno naturalmente cargado. Pero si eso fuera así, argumentó Lavoisier, ninguna persona medianamente sensible podría pasear por un parque sin caer desmayado a cada rato.

A otro sujeto le hicieron tocar una serie de tazas de porcelana diciéndole que estaban cargadas, y experimentó dos convulsiones seguidas. Pero cuando pidió agua y le alcanzaron una taza magnetizada tomó de ella sin sentir nada.

Otra paciente tuvo una crisis cuando le vendaron los ojos y le hicieron creer que Deslon acababa de entrar a la habitación. Más tarde, ya sin venda, le dijeron que Deslon estaba del otro lado del muro, y volvió a desmayarse. Por último, para evitar cualquier distorsión que hubiese podido provocar el muro, dividieron la habitación mediante un tabique de papel. Colocándose del otro lado del panel, Deslon se esforzó por provocar una crisis, pero no lo logró porque la paciente no había sido avisada.

Para Stephen Jay Gould, el informe final de la Comisión Real debería ser honrado como “un documento clave en la historia de la razón humana”. La frase suena un tanto hiperbólica porque el propio Gould observa que Lavoisier también sucumbió al prejuicio, cuando consideró que los pobres debían ser más sugestionables que los ricos e ilustrados. En realidad, la historia de las seudociencias parecería mostrar lo contrario.

DESVENTURAS DE LA RAZON

El mesmerismo nunca dejó de seducir a los escritores de sensibilidad romántica, desde E.T.A. Hoffmann y Edgar Allan Poe hasta nuestro Leopoldo Lugones.

Refutada la hipótesis del fluido, había quedado en pie la sugestión, que Lavoisier definió como “el arte de aumentar la imaginación por grados”. Con el tiempo, de las cenizas del mesmerismo nació la práctica de la hipnosis, que recién ahora, gracias a las neurociencias, estamos en condiciones de entender. Uno de los primeros que recurrieron a la hipnosis fue Charcot, en ese famoso hospital de La Salpêtrière donde trabajaron Pinel, Freud y Lacan.

En cuanto a la Diosa Razón, fue objeto de culto en tiempos de Robespierre, pero al parecer enfermó de gravedad durante el Terror, porque ni siquiera perdonó a los desmistificadores que habían integrado la Comisión Real.

Luis XVI fue decapitado en 1973 con un instrumento cuyo uso había sido recomendado calurosamente por Joseph Guillotin, un miembro de la comisión.

Antoine de Lavoisier subió al cadalso en 1794, acusado y condenado como coimero por haberse desempeñado como recaudador de impuestos. No es cierto que el juez pronunciara aquella barbaridad que se le atribuye (“la República no necesita sabios”), pero sí lo es la sentencia del matemático Lagrange: “Bastó un instante para cortar esa cabeza, pero Francia tardará años en producir otra comparable a ella”.

A los tres meses el propio Robespierre, que había querido instaurar el imperio de la virtud cívica mediante el terror, también fue guillotinado.

Jean Sylvain Bailly, otro miembro de la Comisión, tuvo una fugaz e intensa carrera política. Presidió la Asamblea Nacional, durante la cual Guillotin propuso el uso de la guillotina, y también ordenó masacrar al pueblo amotinado en el Campo de Marte, sin saber que en 1793 su cabeza también rodaría bajo la guillotina.

Guillotin vivió hasta los 76 años y murió por causas naturales, de carbunclo. Mesmer se volvió a Alemania y no se sabe qué hizo en sus últimos veinte años de vida. Benjamin Franklin regresó a los Estados Unidos y fue a parar a los billetes de cien dólares. Mozart murió antes que todos ellos, no sin antes escribir numerosas piezas para el glasicordio de Franklin.

Al parecer, el fanatismo, aunque sea ideológico, puede hacer más daño que las seudociencias.

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