Sábado, 11 de agosto de 2012 | Hoy
Por Mariano Ribas
Allí está el Mars Science Laboratory de la NASA: metido en el interior de un enorme cráter marciano, al pie de una antiquísima montaña de sedimentos. Llegó al planeta rojo en la madrugada del lunes, tras un viaje de más de 8 meses, devorando cientos de millones de kilómetros de espacio interplanetario. Y completando, en forma impecable, una complicadísima maniobra de descenso, a la que los científicos de la NASA bautizaron –sin una gota de exageración– “los 7 minutos de terror”. Es una máquina prodigiosa: un vehículo todoterreno de seis ruedas, repleto de sofisticados y finísimos instrumentos que intentarán sacar a la luz buena parte de la historia geológica y climática del mundo hermano. Y así determinar, como nunca antes, sus condiciones de habitabilidad durante los últimos cientos y miles de millones de años. E incluso hoy mismo. Pero ojo: cuando hablamos de habitabilidad, estamos hablando de las condiciones físicas, químicas y ambientales propicias para la aparición y permanencia de la vida. Poniendo la lupa en posibles microorganismos. Y no, como se ha dicho por ahí, en las condiciones necesarias para que el hombre viva en Marte. Del mismo modo, tampoco es cierto que esta misión sea el requisito inmediato y necesario para un desembarco humano en el planeta rojo: para eso, aún faltan décadas. Y en el medio habrá muchas otras misiones no tripuladas. Se trata, en definitiva, de entender cómo Marte dejó de ser un mundo cálido y húmedo (con ríos, lagos y quizá mares) para convertirse lentamente en lo que es hoy: un desierto global de interminables y oxidadas llanuras anaranjadas. Seco, crudamente frío, y envuelto por una atmósfera extremadamente fina, que poco y nada lo protege del peligroso medio ambiente espacial. Ese es el desafío de esta máquina increíble. Un proyecto comandado por la NASA en el que han trabajado, durante años, astrónomos, geólogos, biólogos, bioquímicos, ingenieros, técnicos y expertos en computación. Cientos y cientos de hombres y mujeres, no sólo estadounidenses sino de muchas otras partes del mundo, como nuestro compatriota, el ingeniero Miguel San Martín.
Ahora, todos los ojos vuelven a posarse en Marte, con la enorme expectativa de que esa máquina, a medida que ruede, trepe, mire, mida y analice, pueda dar con preciosas y reveladoras pistas que nos ayuden a entender ese gran drama planetario. Esa máquina que lleva el mejor nombre que podía llevar, porque en una sola palabra nos resume: “Curiosidad”.
La aventura de Curiosity comenzó mucho antes del lunes pasado: fue lanzado al espacio en el mediodía del 26 de noviembre de 2011, desde el Centro Espacial Kennedy (Cabo Cañaveral, Florida), a bordo de un cohete Atlas V, uno de lo lanzadores más eficientes de la actualidad. Menos de una hora más tarde, el tramo final del cohete (Centauro) aceleró a la nave a casi 40.000 km/hora, una velocidad que le permitió devorar, en poco más de 8 meses, los 565 millones de kilómetros de trayectoria curva y “hacia afuera”, necesaria para alcanzar el planeta rojo. Durante todo ese tiempo, los controladores de vuelo de la misión, en el Jet Propulsion Laboratory de la NASA, en Pasadena, California, sólo realizaron algunos contactos de rutina y control con la nave, y ligeros retoques en la trayectoria.
Las verdaderas emociones fuertes llegaron en la madrugada del lunes, durante los instantes previos al amartizaje. Repasando la secuencia de lo sucedido, queda más que claro por qué lo científicos hablaban de los “7 minutos de terror”: a las 2.25 de la mañana (hora argentina), la cápsula espacial, una suerte de doble capuchón con el Curiosity en su interior, ingresó a la delgada atmósfera marciana, a unos 125 kilómetros sobre la superficie. Mientras bajaba su velocidad de 20.000 a 1500 km/hora (y los motores hacían maniobras finas de trayectoria), su escudo protector soportó temperaturas de más de 2000° C (justamente, por el roce con el aire). Tres minutos más tarde, cuando la cápsula y su preciosa carga estaban a unos 11 mil metros del suelo, se desplegó el paracaídas. Segundos después, se desprendieron los dos “capuchones”: primero el escudo inferior y, luego, el superior: cuando estaba a 2000 metros del suelo, Curiosity quedó expuesto. Y una de sus cámaras (la Mars Descent Imager) comenzó a tomar imágenes panorámicas desde lo alto. Luego llegó la etapa más revolucionaria de la misión. Algo jamás intentado: cuando el rover estaba a 1500 metros de la superficie, se encendieron los ocho motores del rocket backpack (una suerte de “mochila” adosada al vehículo), frenando aún más el descenso. Y a sólo 20 metros de altura, a segundos del amartizaje, se activó un novedoso mecanismo, llamado “grúa celeste”: colgado de tres gruesos cables, Curiosity siguió bajando a unos 4 km/hora, hasta que sus ruedas se posaron suavemente en suelo marciano (inmediatamente después, la “grúa celeste” se desprendió, se alejó y se estrelló a la distancia).
Eran las 2.32 de la madrugada en nuestro país. En esos momentos, Marte estaba por debajo del horizonte en toda América. Pero no en Australia, donde una estación de rastreo recibió la esperada señal: el explorador robot estaba sano y salvo. En el Jet Propulsión Laboratory (JPL) de la NASA, en Pasadena, California, decenas de científicos estallaron en gritos, aplausos, abrazos, risas y llantos. Allí estaban, entre otros, Doug McCuistion, director del Programa de Exploración de Marte de la NASA; John Grotzinger, científico principal de la misión, y Miguel San Martín, el ingeniero argentino responsable del software de descenso de la misión. Cual si fueran niños, todos ellos abrieron a más no poder sus humedecidos ojos cuando, a minutos de la hazaña, llegaron las primeras imágenes: tomas de baja resolución, y en blanco y negro, que mostraban el suelo marciano, una rueda del Curiosity, y hasta la sombra de su silueta. Más aplausos, más gritos, y más llantos. Y no sólo en el JPL: aquella madrugada del lunes, por televisión o por Internet (especialmente por NASA TV), cientos de millones de personas, en toda la Tierra, vivimos ese momento con profunda emoción y alegría.
Por supuesto que ésta no es la primera vez que una nave no tripulada llega con éxito a la superficie de Marte. En realidad, es la séptima: anteriormente, amartizaron las gloriosas Viking I y II (1976), luego llegó la Mars Pathfinder (1997); más tarde los robots gemelos Spirit y Opportunity (2004, y el segundo de ellos aún funcionando), y el Mars Phoenix Lander (2008). Pero Curiosity es, por lejos, el aparato más grande y complejo que haya tocado suelo marciano (ver cuadro).
Y la verdad es que Curiosity recién se está desperezando: en estos últimos días los científicos del JPL están chequeando todos sus sistemas e instrumentos. El robot de seis ruedas ya ha comenzado a tomar nuevas y mejores imágenes que aquellas primeras y crudas tomas (de baja resolución en blanco y negro). Y en ese sentido todas las expectativas están puestas en la fabulosa “MastCam”, que día a día irá transmitiendo espectaculares panorámicas a todo color y en altísima resolución del paisaje que lo rodea: allí, metido en el interior del cráter Gale (ver cuadrito y foto), y al pie de Aeolis Mons, esa monumental montaña de sedimentos, que será el principal blanco de exploración y estudio de la misión.
En cualquier momento, Curiosity recibirá la orden desde la Tierra, y moverá sus seis grandes ruedas (de 50 cm de diámetro). Y ahí mismo comenzará una marcha que promete ser larga y científicamente muy provechosa: “Esto no será una carrera sino una maratón”, dice McCuistion. Y las primeras semanas de esa maratón se correrán en la llanura que rodea al rover. Es decir, el “piso” del cráter (que, probablemente, alguna vez fue el lecho de un lago).
Una vez terminado ese reconocimiento inicial, Curiosity se arrimará a la base de Aeolis Mons para iniciar una lenta y arriesgada escalada. Y de ahí en más sus diez instrumentos realizaran profundos estudios geológicos y químicos, paseándose por una suerte de túnel del tiempo marciano: al principio, Curiosity se topará con materiales sedimentarios depositados hace 3 o 4 mil millones de años. Y con el correr de las semanas, si todo marcha bien, seguirá trepando, encontrándose con capas más “modernas”. Se estima que a lo largo de su misión primaria –de un año marciano de duración, o sea, casi dos años de los nuestros– Curiosity tomará y analizará unas 70 muestras de rocas y suelo. Materiales que probablemente darán cuenta de las variaciones en los ambientes marcianos a lo largo de millones de años.
Los científicos de la misión confían en que, además, podrán determinar los radios isotópicos de carbono y oxígeno de varias muestras, buscando eventuales pistas de materia orgánica. También podrían dar con compuestos orgánicos. Tanto en épocas remotas (más húmedas y templadas), como en el actual medioambiente marciano, seco, gélido y hostil para la vida (al menos, en superficie). Pistas que, en conjunto, podrían definir, ni más ni menos, el grado de “habitabilidad” que tuvo Marte en distintos momentos de su historia.
Vale la pena insistir en esto: Curiosity no va a buscar vida en Marte. Ni pasada, ni presente. Lisa y llanamente, no está preparado para eso. La única vez que se intentó buscar vida en Marte fue durante las misiones Viking I y II, en 1976. Y los resultados fueron un tanto confusos. “Las Viking nos mostraron que la detección de vida no es algo sencillo, incluso hoy”, dice Grotzinger. Y agrega: “Antes de intentar buscar vida en Marte, tenemos que tratar de entender al planeta. Dónde estuvo, o dónde está, el agua. O dónde pudieron, o pueden, estar los ambientes habitables. Recién entonces podremos estar más cerca de la cuestión puntual de dónde buscar indicios biológicos”.
Una vez bajados los decibeles de esta cuestión (muy mediática, pero pocas veces tratada con cuidado), también es justo decir que no se puede descartar alguna eventual y espectacular sorpresa. La detección de metano en la atmósfera marciana –un posible “biomarcador”– durante los últimos años, alimenta prudentes esperanzas sobre la existencia de microorganismos marcianos subterráneos (protegidos de la letal radiación ultravioleta del Sol, que pega de lleno en la superficie del planeta rojo). “Nadie espera dar con grandes comunidades microbianas en suelo marciano, pero no podemos descartar que, en pequeña escala, existan condiciones locales que sí permitan la vida”, dice Grotzinger. Curiosity también podrá “olfatear” posibles emisiones de metano. Y quién sabe...
Todavía estamos a décadas del ansiado desembarco humano en el planeta rojo. Pero la hazaña de ese fabuloso robot, que lleva toda nuestra curiosidad a cuestas, no es poca cosa: ¡A rodar, Curiosity!
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