Aunque toda la fama de la teoría de la evolución de las especies se la llevó Charles Darwin, justo es reconocer que la idea formaba parte de cierto “espíritu de época”, sobre todo desde que empezaron a encontrarse fósiles que hacían dudar del viejo fijismo. Uno de los naturalistas que estaba en el camino de la selección natural era Alfred Russel Wallace –descendiente de William Wallace, aquel de Corazón Valiente–, que llegó un año antes que Darwin a las mismas conclusiones y que incluso hizo que apurara la publicación de El origen de las especies. En esta edición de Futuro, el escritor y filósofo Pablo Capanna sostiene que Wallace perdió la batalla por la notoriedad porque su pensamiento incluía dosis de socialismo utópico, hipnosis y espiritismo, entre otras excentricidades que no lo hacían demasiado presentable.
› Por Pablo Capanna
El explorador
Al igual que su amigo
Darwin, Wallace no tuvo estudios universitarios, aunque sí cierto currículum.
Si bien descendía nada menos que de William Wallace –el de la película
Corazón Valiente–, venía de una familia pobre. En su juventud
aprendió algo de matemática, cartografía y dibujo de planos.
Recién cuando estaba ganándose la vida como profesor de geometría,
inglés y dibujo en una escuela de Leicester descubrió que lo que
más le atraía de la agrimensura era trabajar al aire libre. Fue
entonces que comenzó a interesarse por las ciencias naturales.
Por esos años, leyó a Lyell y a Chambers, que lo pusieron tras
la pista de la evolución, una idea que venía abriéndose
paso en toda Europa por lo menos desde los tiempos de Erasmus, el abuelo de
Darwin. En el colegio,Wallace se hizo amigo del entomólogo Henry Walter
Bates, y al poco tiempo ambos estaban planeando una expedición a Brasil,
en busca de especímenes para vender a los museos.
Los dos veinteañeros emprendieron una aventura de cuatro años,
durante los cuales remontaron el Río Negro y el Amazonas hasta llegar
a lo que hoy es Belém de Pará. Se internaron en la selva amazónica
explorando lugares que ningún europeo había visitado hasta entonces,
y coleccionaron gran cantidad de especímenes. Sobre esta base Bates,
que en total se quedó once años en Brasil, pudo establecer los
principios del mimetismo.
En 1852, Wallace se dispuso a volver a Inglaterra, pero antes de partir se enteró
de que gran parte de su colección se había perdido porque alguien
la había despachado por error a otra parte. Logró embarcarse con
lo poco que le quedaba, pero el buque en que iba se incendió y se hundió.
Anduvo a la deriva en un bote durante diez días antes de ser rescatado
y tardó casi tres meses en volver a Inglaterra. Cuando llegó tenía
29 años y tuvo que empezar de nuevo.
Establecido en Londres, logró publicar algunos trabajos y un relato de
su viaje, aunque al poco tiempo ya estaba planeando otra expedición,
esta vez hacia el “archipiélago malayo” (Indonesia) con el
auspicio de la Royal Geographical Society.
Wallace anduvo ocho años por las islas, durante los cuales recorrió
un total de unos 22.000 kilómetros. En Indonesia cosechó la friolera
de 125.660 especímenes de mamíferos, reptiles, pájaros,
moluscos e insectos, entre los cuales había mil desconocidos hasta el
momento. Sus minuciosas observaciones le permitieron trazar esa frontera conocida
como Línea de Wallace que separa a las especies a ambos lados de la Gran
Barrera de Coral y permite entender las rarezas de la fauna de Oceanía.
Todas sus experiencias en Indonesia habría de contarlas luego en El Archipiélago
malayo (1869) el relato de viaje que le dedicó a Darwin. Ese fue el libro
que más habría de influir en Joseph Conrad, el autor de El corazón
de las tinieblas.
El regulador de Watt
A pesar de estar
varado en remotas islas tropicales, Wallace se las arreglaba para mantener correspondencia
con Lyell y Darwin, con demoras de muchos meses entre un mensaje y otro. En
1858 leyó un trabajo de otro naturalista sobre “la ley que regula
la introducción de otras especies”, y se lo recomendó a Darwin.
Pero a pesar de que Lyell también lo hizo, no lograron que Darwin lo
leyera.
Ese mismo año, cuando estaba recuperándose de la disentería
en la isla de Ternate, al oeste de Nueva Guinea, Wallace contrajo la malaria.
Estuvo postrado muchos días tiritando de fiebre, tapado con frazadas
y tragando quinina. Fue en ese estado cuando recordó haber leído
algo sobre la lucha por la vida en el Ensayo sobre la población de Malthus
(entonces no sabía que ese era el texto que había inspirado a
Darwin) y se acordó de las máquinas a vapor. La conjunción
era bastante extraña (hay que esforzarse en imaginar a alguien que tiene
frío en la noche tropical y sueña con locomotoras), pero pronto
todo pareció “cerrar” y la mente de Wallace estalló
en un “¡eureka!”
El antropólogo Gregory Bateson, futuro inventor de la New Age, admiraba
a Wallace por tradición familiar. No encontró nada mejor que definir
ese momento como “una experiencia psicodélica”, aunque se olvidó
de especificar qué otros descubrimientos científicos le debemos
a la malaria. Lo que le ocurrió a Wallace fue una de esas extrañas
circunstancias de ocio creativo que permiten tomar distancia de los hechos.
Entonces una idea actúa como disparador, cruzando cadenas distintas de
razonamiento que han ocupado la mente durante años.
Apenas restablecido de la fiebre, Wallace escribió un breve ensayo donde
hablaba de la lucha por la existencia, la supervivencia del más apto
y la selección natural. Se le ocurrió comparar su acción
con la de eseregulador de presión que les había puesto James Watt
a las máquinas de vapor. Al igual que el regulador automático,
la selección natural era un servomecanismo que explicaba el surgimiento
y la desaparición de las especies en función de su adaptación
al medio, sin tener que recurrir a otras causas.
El resto de la historia es conocido. Cuando Darwin recibió el manuscrito
de Wallace “Sobre la tendencia de las variaciones a apartarse indefinidamente
del tipo original” se dio cuenta de que eso era precisamente lo que había
estado tratando de decir.
Muchos años después, el ruso Victor Eusafiev pintaría la
escena en que Hooker y Lyell le aconsejan a Darwin presentar un informe conjunto
a la Sociedad Linneana, sin siquiera esperar la autorización de Wallace.
El gesto ético que Darwin tuvo entonces sigue siendo bastante singular.
El trabajo fue publicado, pero curiosamente nadie reparó en él.
La polémica recién se desató un año y medio después,
con la aparición de El Origen de las Especies.
Mensajes del mas alla
El éxito de
la obra de Darwin y la polémica del evolucionismo eclipsaron a Wallace,
aunque no llegaron a afectar su prestigio como naturalista. Wallace y Darwin
siguieron siendo amigos toda la vida, aunque adoptaron filosofías distintas.
Darwin, que se había embarcado en el Beagle siendo un fundamentalista,
a partir de los treinta dejó de creer y perdió hasta la sensibilidad
estética; desde entonces comenzó a definirse como agnóstico.
Wallace tampoco dejó nunca de reivindicar su condición de agnóstico,
aunque sin dejar de sentir cierto respeto por las grandes religiones y filosofías.
En 1866, sorpresivamente Wallace comenzó a interesarse por el mesmerismo
(hipnosis), la frenología (una imaginaria topografía cerebral)
y las sesiones espiritistas. Hooker opinó que, en un hombre como Wallace,
esta conversión era algo “más asombroso que todos los movimientos
de los planetas.”
Sería fácil atribuir este cambio a una supuesta senilidad, de
no ser porque Wallace tenía recién cuarenta y tres años.
Vivió hasta los noventa, y si bien en todo ese tiempo escribió
un centenar de trabajos sobre espiritismo (muchos de ellos, minuciosos informes
de experiencias realizadas en su propia casa), publicó muchos más
sobre zoología.
Tampoco se diría que estaba obnubilado por alguna locura mística.
En un momento de estrechez económica logró ganarle 500 libras
en un debate público a un caballero que sostenía que la Tierra
era plana. Ya septuagenario, criticó las ideas de Lowell sobre la vida
en Marte y sugirió que los casquetes polares del planeta rojo no eran
de hielo sino de dióxido de carbono.
Las discrepancias entre Darwin y Wallace eran de orden filosófico. Releyendo
el texto que Wallace escribió en Ternate se ve que aparte de coincidir
con Darwin en algunos tópicos como la supervivencia del más apto,
el escocés parecía pensar más en el equilibrio ecológico.
Veía a la competencia como lucha de la especie contra el medio (por eso
comparaba la selección con un servomecanismo capaz de feedback negativo)
y no como lucha entre individuos, tal como se complacería en interpretarla
el darwinismo social.
Las raíces del “espiritualismo” de Wallace había que
buscarlas en su idea de la evolución como proceso ascendente de perfeccionamiento.
Para él, las facultades paranormales eran el paso siguiente en la evolución,
y la selección natural debía continuar después de la muerte.
No podía creer en un Dios, pero le atraía la comunicación
con los muertos y con las “inteligencias sobrehumanas.” Sus ideas
fueron apropiadas por la Teosofía de Madame Blavatsky, quien recicló
la idea hinduista de la reencarnación interpretándola como un
proceso de “evolución” universal. Wallace, por su parte, nunca
se interesó por los teósofos. En su juventud, Wallace había
participado de las sesiones hipnóticas de los mesmeristas, pero se había
alejado al descubrir prácticas fraudulentas, para volver años
más tarde. Si algo lo traicionó, fue precisamente su empirismo,
como puede verse en su ensayo sobre los milagros, donde discute con David Hume
contando historias de levitaciones; aporta “pruebas” irrepetibles
e imposibles de refutar, pero ninguna hipótesis. La experiencia que acabó
por convencerlo fue una sesión de “escritura automática”
que contó en una famosa carta al Times. El hecho de que el médium
deletreaba los nombres al revés le pareció (por algún motivo)
una prueba definitiva.
Una condena radical de estas aficiones resultaría anacrónica.
El espiritismo y las levitaciones del médium Douglas Home también
habían seducido al filósofo William James y al físico William
Crookes, el mismo que nos dio el tubo de rayos catódicos. En el ambiente
cultural de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas la exploración
del más allá era vista entonces como una extensión del
método científico.
Un siglo más tarde, en la década del ‘60, se hicieron varios
intentos de integrar la parapsicología en el campo científico,
pero la precariedad de los resultados y el subsiguiente auge de la “contracultura”
terminaron por desacreditarlo todo. Aunque, en principio, la intención
de someter a la metodología científica los fenómenos que
en un momento se consideran “inexplicables” no deja de ser legítima,
de manera que no hay que ser demasiado duro con Wallace.
El reformador social
Conforme a su filosofía
“sistémica”, Wallace estaba más inclinado por la solidaridad
que por la competencia; tendía a creer más en el bien común
que en el mercado. En su madurez, no sólo se interesó por las
ciencias ocultas, sino también por la economía y la política,
ciencias que muchos se empeñan en presentar como ocultas. Cuando joven,
ya se había vinculado con los seguidores del socialista utópico
Robert Owen y también conocía su experimento americano, la colonia
de New Harmony. Paradójicamente, el naturalista Owen iba a ser el más
serio de los adversarios científicos de Darwin.
Wallace fue uno de los primeros en sostener que los “salvajes” no
son inferiores a los “civilizados” ni moral ni intelectualmente. En
consecuencia, propuso que la Iglesia anglicana alentara la formación
de un clero nativo para respetar las culturas indígenas. Si recordamos
el horror y el asco con que Darwin relata su encuentro con los indios fueguinos,
se diría que Wallace fue mucho más cordial al describir el primer
orangután con que se cruzó en la selva de Borneo.
En la segunda mitad de su vida Wallace no sólo se ocupó del espiritismo.
Escribió sobre el sufragio, la justicia social y el urbanismo. Después
de leer Mirando atrás: el año 2000 (1890) de Edward Bellamy, se
hizo socialista.
A Wallace le debemos algunas ideas que tardarían muchos años en
ponerse en práctica, desde la protección de los monumentos históricos
hasta el proyecto de los “cinturones verdes” pensados para descongestionar
las ciudades.
A fines del siglo XIX habló de salario vital mínimo, del pago
de horas extras y la participación obrera en la empresa mediante la compra
de acciones. Hizo suyo el lema de la “igualdad de oportunidades” y
escribió contra los monopolios. Apoyó el voto femenino y la emancipación
de la mujer, que a su criterio favorecía la “selección natural”.
En ese tiempo, quien defendía esas cosas era llamado “liberal”.
Pero Wallace fue un precoz crítico de la eugenesia de Galton, que habría
de desembocar en el racismo.
Wallace fue estatista al punto de proponer la nacionalización de las
tierras productivas y dio gran apoyo a las ideas del economista norteamericano
Henry George, que auspiciaba el impuesto único progresivo.Para ser franco,
también hay que decir que se opuso a la vacunación masiva y se
ganó enemigos que aún no habían nacido cuando propuso disolver
manifestaciones usando carros hidrantes. Lo cual, por cierto, no dejaba de ser
un avance frente a las balas y los palos.
Muchas de sus propuestas reformistas no sólo no se diluyeron en la utopía,
sino que con el tiempo llegaron a ser realidad, hasta que el reciente hiperliberalismo
restaurara la ley de la selva y las empujara al olvido forzoso. Gente llamada
Ronald, Margaret o Carlos Saúl impusieron una versión corregida
y aumentada del crudo proyecto malthusiano: abandonar a los pobres a su suerte
para permitir la supremacía, no ya de los mejores, sino de aquellos que
tienen el poder. En términos evolutivos, una selección negativa
que excluye todas aquellas “variaciones” que podrían llegar
a enriquecer la especie, sin darle oportunidad de competir.
Si Wallace volviera, creo que hasta podríamos llegar a perdonarle todo
eso de los espectros, las tablas Ouija y las mesas movedizas.
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