Sábado, 24 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Mariano Ribas
Vuelva a mirar la tapa de Futuro... ¿Ya está? Bien, resulta que esa manchita roja y difusa, perdida en un mar de brillantes galaxias amarillentas, parece ser la cosa más lejana y antigua jamás observada en la historia de la humanidad. Quizá no sea la primera vez que lea o escuche algo parecido: durante los últimos años, los astrónomos han ido quebrando marcas de distancias cosmológicas, a la par de los progresos en materia de súper telescopios, cámaras hipersensibles y nuevas técnicas de detección y procesamiento de imágenes. Y por qué no, también, aprovechando las ayuditas de la propia naturaleza (ver más adelante). Estrategias para “exprimir” al máximo los escuálidos fotones que nos llegan de los confines del espacio y del tiempo. Antiquísimas y débiles luces, extremadamente “enrojecidas” por la propia expansión del cosmos, que ha “estirado” sus longitudes de onda, inicialmente mucho más cortas y “azuladas”. Ahora, una vez más, se ha dado un paso más allá. La frontera ha sido corrida otro poco. Con la ayuda del legendario Telescopio Espacial Hubble, el no tan famoso Telescopio Espacial Spitzer, y un afortunado juego de “lentes gravitatorias”, un equipo de científicos, embarcado en un ambicioso programa de observación de distantes cúmulos galácticos, acaba de anunciar su máximo trofeo hasta la fecha: una pequeña y primitiva galaxia, cuya luz ha viajado durante 13.300 millones de años por el Universo hasta llegar a la Tierra. Y que, por lo tanto, se ve cómo era hace 13.300 millones de años, cuando el Universo era muchísimo más pequeño que ahora, en tamaño y en edad: por entonces, el cosmos sólo tenía unos 400 millones de años. Apenas un 3 por ciento de su edad actual. En aquel Universo niño, las galaxias (y las estrellas, en su interior) recién comenzaban a formarse. Y esa manchita roja, justamente, fue una de las primeras. El hallazgo dio lugar a un paper que será publicado el próximo 20 de diciembre en el prestigioso Astrophysical Journal. En esta edición de Futuro vamos a adelantarnos un poco para explorar los antecedentes, detalles e implicancias de lo que muchos ya consideran uno de los descubrimientos científicos más grandes del año.
Esta nueva (y a la vez súper arcaica) joyita cosmológica fue encontrada por un ambicioso programa de sondeo (en varias longitudes de onda) del Universo profundo, conocido como Clash. Y que si bien juega con el nombre de la legendaria banda de punk-rock de hace algunas décadas, se trata de la sigla de Cluster Lensing And Supernova survey with Hubble. Es un meticuloso plan de observación de 25 cúmulos galácticos (de los cuales ya se han estudiado 20), que comenzó en 2010 y finalizará a mediados del año próximo. Y que, tal como su nombre lo indica, tiene como herramienta maestra al Telescopio Espacial Hubble. Y no sólo eso: este programa científico, encabezado por el astrónomo Marc Postman (Space Telescope Science Institute, Baltimore, Maryland), busca aprovechar el curioso fenómeno relativista de las “lentes gravitatorias”. En pocas palabras: la gravedad “juega” con la luz. Tuerce su camino (porque, en definitiva, deforma el espacio). Y en este caso puntual lo que se busca es aprovechar el inmenso campo gravitatorio de lejanos cúmulos galácticos, como “súper telescopios naturales” que eventualmente puedan torcer, multiplicar y hasta amplificar la débil luz de objetos mucho más lejanos, situados más “atrás”, en la misma línea visual. Aprovechando esta manito de la naturaleza, es posible detectar objetos en los confines del Universo observable, tan lejanos y tan pálidos que, de otro modo, serían invisibles aun para el Hubble. Y bien, de esa manera, hace apenas unos meses, el programa Clash dio con una galaxia “record”: una pequeña antigualla situada a unos 13.200 millones de años luz. No era poco. De hecho, hasta hace unos días, es el objeto más distante jamás observado. Pero, como ya se sabe, los records están hechos para ser quebrados.
Entre el 5 de octubre y el 29 de noviembre de 2011, los científicos del Clash clavaron ocho veces la aguda mirada del Hubble en el cúmulo galáctico MACS J0647+7015, situado a unos 5600 millones de años luz de la Tierra, y en dirección visual a la muy boreal constelación de Camelopardalis, la “Jirafa”. El Hubble fotografió la zona utilizando sus formidables cámaras ACS (Advanced Camera for Surveys) y WFC3 (Cámara de Campo Amplio 3), y 17 filtros específicos, cubriendo en un conjunto un amplio rango de longitudes de onda, desde el ultravioleta “cercano” hasta el infrarrojo “cercano”, pasando por supuesto por la luz visible. Más tarde, en febrero de este año, el astrónomo Dan Coe, otro integrante del equipo Clash, examinó meticulosamente las imágenes. Y así, entre otras cosas, encontró tres pálidas manchitas rojizas, de diferente brillo, situadas en distintas zonas de la imagen global del cúmulo galáctico. Y tras meticulosos análisis –que incluyeron, por ejemplo, el cálculo de la masa total del cúmulo galáctico, incluyendo su “materia oscura”, a partir de otros objetos “lenteados” (aunque esta palabra no exista en castellano)–, Coe, Postman y sus compañeros concluyeron que se trataba del mismo objeto, multiplicado por tres. Aunque con versiones diferentes de brillo, en cada caso, justamente por los efectos de “lente gravitatoria” de esa enorme familia de galaxias amarillentas. Según los cálculos de estos detectives del cosmos, la luminosidad de esas tres imágenes era 2, 7 y 8 veces mayor a la que hubiese mostrado el objeto sin esa ayuda de la naturaleza. “Este cúmulo de galaxias hace lo que ningún telescopio humano puede hacer: sin esa magnificación de tamaño y luminosidad, hubiésemos tenido que hacer un esfuerzo hercúleo para observar a esta galaxia”, reconoce Postman. La galaxia fue bautizada simplemente MACS0647-JD (una derivación del nombre del cúmulo que permitió verla). Pero... ¿cómo supieron que esos pocos pixeles enrojecidos eran una lejanísima galaxia, y no otra cosa? ¿Y cómo se llegó a calcular su distancia? No fue nada sencillo. Veamos.
Hay un primer dato sumamente especial: “de los cerca de 20 mil objetos que hemos detectado en los cúmulos galácticos estudiados por Clash, MACS0647–JD resultó ser el más rojo de todos”, dice Coe. De hecho es tan rojo que en realidad no se lo vio en luz visible rojiza sino ya directamente en el rango del infrarrojo. Al punto tal que de los 17 filtros utilizados por el Hubble, este objeto sólo aparece en los dos últimos (llamados F140W y F160W). Eso, de por sí, es llamativo: los astrónomos saben que, debido a la expansión brutal del Universo desde su nacimiento, la poderosa luz ultravioleta y azul de las primeras galaxias –repletas de estrellas masivas y súper luminosas– se ha ido estirando y enrojeciendo con el correr de los miles de millones de años. Es el famoso “corrimiento al rojo” cosmológico. Por lo tanto, se sabe, a la hora de buscar galaxias hiperlejanas hay que buscarlas en ese rango de luz.
Ahora bien: sólo se trata de una manchita infrarroja. Entonces, ¿no podría, acaso, tratarse de un objeto no tan lejano, pero intrínsecamente rojizo? Incluso algo mucho más modesto, y propio de la Vía Láctea, pero metido en el campo visual del cúmulo de galaxias en cuestión. “Nuestros análisis descartan de plano que se trate de alguna estrella roja, una enana marrón, asteroides u otros objetos de nuestra galaxia”, dice Coe.
Eliminada esa posibilidad, quedaría otra: ¿No podría ser una galaxia simplemente roja (resultado de una población estelar más bien anciana y grandes cantidades de polvo), y no necesariamente extremadamente enrojecida por una enorme distancia y la expansión del cosmos? Aquí es donde entra en juego el socio del Hubble: el Telescopio Espacial Spitzer, todo un especialista en luz infrarroja. “Si MACS0647-JD fuese un objeto intrínsecamente rojo, se mostraría brillante en las imágenes tomadas por el Spitzer –explica Coe–, y, sin embargo, no es así: apenas se la ve en las imágenes infrarrojas de 3,6 y 4,5 micrones de longitud de onda”. Y agrega: “A partir de todo lo que sabemos sobre las galaxias antiguas y su evolución, podemos decir con confianza que cualquier galaxia situada incluso a 11 mil millones de años luz, aparecería más brillante en las longitudes de onda del Spitzer que en las del Hubble. Pero es al revés”. Por lo tanto, y paradójicamente, Postman, Coe y el resto del equipo del Clash piensan que las observaciones casi fallidas de este objeto por parte del Spitzer favorecen el escenario más espectacular: el de la galaxia más distante jamás encontrada.
Para determinar distancias a escalas cosmológicas (del orden de los miles de millones de años luz), los astrónomos suelen recurrir al brillo de supernovas. Y también estudiando el “corrimiento al rojo” de la luz emitida por lejanísimas galaxias (o cuásares). Esto último suele hacerse mediante el cuidadoso análisis de la luz (la “espectroscopia”), buscando cuán desplazadas están ciertas “líneas” (asociadas a determinados elementos químicos) hacia el extremo rojo del espectro. Sin embargo, en el caso particular de MACS0647-JD no se pudo realizar el análisis espectroscópico, justamente por su escuálida luminosidad (y eso que esa luminosidad, como ya se dijo, fue “reforzada” varias veces por el efecto de lente gravitacional del cúmulo galáctico). Entonces, el equipo del Clash recurrió a un método alternativo, conocido como “corrimiento al rojo fotométrico”. Sintéticamente, se trata de comparar la imagen del objeto a través de distintos filtros (como ya dijimos, MACS0647-JD sólo apareció en dos de los filtros del Hubble, y apenas fue vista por el Spitzer). El corrimiento al rojo, entonces, se calcula a partir del filtro “más azul” (de menor longitud de onda), a partir del cual la galaxia es visible. Y así llegó el veredicto: “Los colores que observamos con el Hubble y la casi carencia de detecciones del Spitzer apuntan a un objeto que tiene corrimiento al rojo de 11, y por lo tanto situado a 13.300 millones de años luz de nosotros”, dice Coe. De todos modos, él y sus compañeros son prudentes, dado que el método fotométrico aplicado no tiene el altísimo grado de certeza que ofrece el análisis espectral. Y por eso, más allá de la alta confianza que tienen en los resultados obtenidos, en el paper que publicarán próximamente hablan de “una galaxia candidata con corrimiento al rojo (z) de 11”.
El factor de corrimiento al rojo (o “z”) es un índice que indica cuánto se ha estirado la luz emitida por un objeto a causa de la veloz e imparable expansión cósmica, iniciada con el Big Bang, hace 13.700 millones de años. Y como 0 es el piso, un factor 11 significa que la luz de MACS0647-JD se estiró 12 veces: la poderosa luz ultravioleta, originalmente emitida por las estrellas de aquella joven galaxia –que se remonta a una época en la que el cosmos sólo tenía unos 400 millones de años– ahora luce infrarroja. Es luz invisible al ojo humano, y casi fuera del rango del propio Hubble.
¿Y qué se puede decir de MACS0647-JD? No mucho, y se entiende. Pero algo hay: a partir de la estimación de su distancia, brillo y el minúsculo tamaño aparente (incluso con la intervención del efecto gravitatorio ya citado), más otros datos, los científicos del Clash estiman que tendría un diámetro de unos 600 años luz. Y entre 100 y 1000 millones de masas solares. Un alfeñique total en comparación a nuestra Vía Láctea, con sus 120 mil años luz de diámetro, y 400 mil millones de masas solares (sin contar, claro, su halo de materia oscura, mucho más masivo aún). Es, incluso, muy pequeña en relación con las galaxias chicas de la actualidad. Sin embargo, este modesto espécimen encaja perfectamente con los modelos que describen las primeras galaxias del Universo: este objeto sería uno de los tantos que, a lo largo de cientos y miles de millones de años, fueron sumándose, para dar cuerpo y forma a todas las galaxias “modernas”. Es el “modelo jerárquico” de formación galáctica.
Más allá de lo resonante de este descubrimiento, esta historia recién empieza: en los años por venir, los astrónomos intentarán ir un poco más allá. Continuarán profundizando las observaciones con el Hubble, el Spitzer e incluso con súper telescopios terrestres. Pero también tienen muchas fichas puestas en el James Webb Space Telescope, que se lanzaría al espacio en 2018. Será el “sucesor” del Hubble: más grande y poderoso, y trabajando específicamente en el rango infrarrojo, este monstruo óptico podría echar más luz –literalmente– sobre aquellas primeras y primitivas galaxias. Galaxias que, dicho sea de paso, abrían iniciado la llamada “época de re-ionización” del cosmos, que marcó el fin de las previas “Eras Oscuras”. En pocas palabras: la poderosa luz de las primeras galaxias –que a su vez fue la luz de las primeras estrellas nacidas en su interior– “encendió” al Universo, iluminando, “excitando”, ionizando las oscuras y pesadas brumas de gas neutro (hidrógeno, principalmente), que dominaban el cosmos del post-Big Bang. Desde entonces, el Universo se hizo transparente y luminoso. Aquella modesta galaxia fue parte de esa época de transición. Y ha sido finalmente rescatada por la ciencia humana. Allí está, apenas visible, en esa postal del Universo profundo con la que empezamos. Hace muchísimo tiempo. Allá a los lejos.
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