› Por Esteban Magnani y Maximiliano Contieri
Las nuevas tecnologías digitales tienen el sabor de lo nuevo, de lo fresco, de lo moderno. Son ese espacio utópico de la eterna juventud sin límites, del exhibicionismo desinhibido, del hedonismo. Nada más lejano a la idea de muerte. Pero ella llega, como siempre, y cuando lo hace despierta cierto morbo y, claro está, el interés por un potencial negocio.
Se calcula que cerca de tres millones de miembros de Facebook murieron en 2012, sobre una población total de más de mil millones, una tasa de mortalidad de tres por mil, típica de las sociedades más jóvenes. El pico de edad de los habitantes de esta red virtual se da entre los 13 (edad mínima para abrir una cuenta) y los 45, es decir, una población relativamente menor. Pero claro, la juventud es algo que se soluciona con el tiempo y que llevará, tarde o temprano, a que haya más cuentas “inactivas” que vivas en las redes sociales, transformándolas en un cementerio virtual en el que algunas personas todavía pueden publicar. Ese será, seguramente, uno de los problemas de las redes sociales en los años por venir, porque la existencia digital puede continuar eternamente, algo que en el mundo analógico está sabiamente regulado por un doloroso pero saludable olvido. Aunque falta para llegar a ese punto, el contador aumenta inexorablemente. ¿Y mientras tanto? ¿Qué pasa con nuestro legado digital post-mortem?
Debido a la creciente demanda de familiares de miembros fallecidos, las condiciones de uso de Facebook permiten desde el 2009 que la cuenta de un difunto sea “conmemorativa” (memorialized, en inglés), es decir, que se transforme en un espacio para que los amigos dejen mensajes recordatorios. Para hacer el trámite alcanza con que cualquier persona (no es necesario que sea un familiar) envíe algún tipo de prueba del fallecimiento, como un obituario o una nota periodística. A partir de entonces Facebook permitirá que sólo los amigos de la cuenta accedan al material, incluso si éstos lo comparten. Y nadie podrá entrar a ella ni siquiera en caso de contar con la clave. La posibilidad de borrar totalmente una cuenta y todo su material (menos el que haya sido compartido con otros, claro) está en manos de los familiares comprobados. Parece un detalle menor, pero han ocurrido situaciones por demás incómodas y dolorosas: una chica canadiense se suicidó cansada del acoso de sus compañeros de escuela, pero eso no alcanzó para que las cargadas virtuales se detuvieran. La familia tuvo muchos problemas para eliminar todos esos mensajes del muro de su fallecida hija.
Es que cuando se aceptan las condiciones de uso de las redes sociales, esas que deben marcarse como leídas para abrir la cuenta, se delega la propiedad de todo aquello que se suba. Ese reaseguro de las compañías les garantiza poder utilizar las preferencias de sus miembros, afinidades y relaciones para poder dirigirles con precisión los avisos que les puedan resultar relevantes. Es que, aunque a veces cueste comprenderlo, en las redes sociales quienes dedican horas a escribir, subir fotos y demás no son realmente usuarios desde la perspectiva de la empresa, sino generadores del producto que las redes sociales luego venderán a las empresas publicitarias.
En otras compañías tienen políticas similares previendo estos casos. Por ejemplo, las cuentas de Gmail se cierran automáticamente si no se usan durante nueve meses y un poco menos para Hotmail y Yahoo. En cualquier caso, la propiedad legal de la información digital de cuentas privadas a la muerte del titular es por demás compleja. Existen en algunos estados de los EE.UU. leyes que permiten acceder al menos a una parte de la información dejada detrás, como por ejemplo los correos electrónicos. Imaginar lo que se puede encontrar en la casilla de un ser querido y lo que esto puede producir resulta un poco atemorizante. Las cartas en papel dejaban al menos cierta libertad de interpretación, ya que lo más probable es que quedaran sólo aquellas que el fallecido recibía, pero no las que enviaba.
Las cosas se ponen aún más complicadas si pensamos en la herencia digital para dejar a quienes quedan atrás. Es que la licencia sobre productos como la música (la comprada, claro) es exclusiva para el individuo que la pagó, por lo que un flamante muerto no puede dejarle sus discos favoritos o los libros digitales a sus herederos. De hecho, una viuda reciente pidió a Apple acceso al material digital que su fallecido esposo había dejado en la nube (ICloud), pero le fue negado alegando cuestiones de privacidad. Y respecto de la música comprada en el mostrador virtual de la empresa (ITunes) alegaron derechos de autor para no entregársela.
Pero, más allá de las leyes, los usos sociales de la red ante la muerte de un ser querido (o un “amigo”, o un “conocido”) proponen comportamientos novedosos: no son pocos los que escriben mensajes en el muro para que los lea... ¿quién? Probablemente se trate de una forma de duelo similar a los entierros, en los que el protagonista del evento no se entera de nada, pero los demás pueden de esa manera procesar la despedida. Hay psicólogos que aseguran que una de las formas más eficaces de alivianar un duelo es escribir una carta y luego quemarla o enterrarla cerca del fallecido. La versión digital de este ritual es un mensaje que además pueda ser leído por terceros.
La particularidad es que en el mundo virtual el duelo público puede durar eternamente y favorecer que el fallecido vuelva a recordarse una y otra vez en cada cumpleaños, aniversario, etc. De esta forma el luto se dilata digitalmente. Para peor, Facebook, por ejemplo, puede sugerirnos que nos hagamos amigos de “Juancito”, aunque él ya sea sólo un fantasma digital. También puede ocurrir que antes de partir el fallecido haya dejado programados algunos mensajes con, por ejemplo, su horóscopo o una frase del tipo “¡Que tengas un buen viernes!”. Previsores, en Facebook ya han limitado la posibilidad de que se programen mensajes por más de 60 días sin que se renueve el permiso. Pero la mejor solución para quienes no quieren continuar eternamente el duelo será (hay que tener corazón...) bloquear la cuenta del muerto.
Resulta muy difícil decidir hasta qué punto hurgar en la vida digital ajena es sólo una forma de rescatar lo que el ser querido fue y cuándo se transforma en una violación a la intimidad. Incluso ante el pedido de los abogados de una modelo famosa, quienes querían demostrar que su clienta no se había suicidado, Facebook se negó a brindar la información solicitada. También está el caso del estadounidense que mantiene “viva” la cuenta de su hermano, quien se había quitado la vida, subiendo material y convocando a eventos. También es común que las cuentas de Twitter de famosos muertos exploten de nuevos seguidores sin ninguna razón aparente: o bien los tweets ya eran públicos o, si no lo eran, nadie podría autorizar el acceso a ellos. ¿Se trata de una retorcida forma de homenaje post-mortem o una morbosa sensación de pertenencia? Estos son sólo un par de casos de morbo digital entre los miles existentes.
Pero la dificultad para realizar un duelo puede no depender sólo de la inercia digital de las redes sociales y de sus normas de uso, sino que quienes sean previsores pueden planificar su vida digital una vez que no estén para administrarla. Así es: algunos emprendedores tuvieron la brillante idea de ofrecer servicios digitales post-mortem; servicios que permiten preparar material que se lanzará al ciberespacio una vez que ya no estemos para hacerlo personalmente. Se puede, por ejemplo, dejar encargadas salutaciones de aniversario a una viuda desde Twitter o Facebook. También existe una aplicación para Facebook llamada ifidie (“siyomuero”), que permite enviar un video o mensaje de despedida personalizado para nuestros amigos cuando alguien informa de nuestra muerte.
Por si esta manipulación de los sentimientos resulta poca, hay muchas opciones a la medida de cada cliente. En thedigitalbeyond.com (“El más allá digital”) se ofrece un listado de cuarenta servicios “diseñados para ayudarte a planificar tu muerte digital y vida en el más allá o a homenajear a tus seres queridos”. Uno de ellos, Future.tk, ofrece la posibilidad de enviar mensajes hasta cincuenta años después de muerto. Otros llegan a un par de siglos.
Para los más previsores, que gustan de soluciones simples y desean tener todo bajo control (aun después de la muerte), lo mejor es dejar instrucciones a un familiar o amigo cercano. De la misma manera que es posible dejar las preferencias personales para los rituales funerarios, se puede dejar un sobre cerrado con contraseñas de acceso e instrucciones acerca de qué hacer con ellas. Para algunos ésa sería una buena forma de descansar en paz.
La promesa velada del imaginario sobre la tecnología es que algún día logre lo que en el fondo todos desean: detener a la muerte. Como esa posibilidad sigue siendo lejana, la informática al menos ofrece la opción más modesta de permitir a todos seguir tweeteando desde el más allá. El sitio liveson.org tiene como lema en su portada “Cuando tu corazón se detiene, podés seguir tweeteando” (que en inglés suena mejor porque rima). Lo que hace el motor informático de esta compañía recientemente lanzada es ofrecer un servicio de tweeteo post-mortem. Una vez que el interesado abra su cuenta, el sistema comienza a analizar los tweets del cliente por medio de algoritmos para detectar sus temas de interés. De esta manera el sistema acumula información que le permite elaborar tweets automáticos. Incluso se recomienda al usuario que evalúe esos tweets eligiendo sus favoritos para afinar la puntería. Toda esta preparación rendirá sus frutos cuando el cliente muera y una persona previsoramente designada informe al sitio del deceso. De ahí en más liveson.org, que aún está en etapa Beta y sólo en inglés, se encargará de seguir lanzando mensajes para mantener vivo al menos al tweetero que todos llevan dentro.
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