Sábado, 6 de abril de 2013 | Hoy
Por Pablo Capanna
Aquel famoso 11 de septiembre del 2001, George W. Bush estaba en una escuela primaria, empeñado en caerles simpático a los niños. De pronto un edecán se le acercó y le dijo al oído que otro avión acababa de estrellarse contra las Torres Gemelas. Al entrar al aula, Bush ya sabía del primero, pero hasta ahí todos pensaban que sería un accidente. En el video, Bush muestra una expresión que, considerando su habitual estolidez, se parece mucho a la sorpresa.
Tiempo después, sin embargo, Bush no dudaba en asegurar que había seguido todos los acontecimientos por TV desde su despacho. No hay por qué pensar que estaba mintiendo. De hecho, estaba siendo engañado por su memoria, que había construido una versión de los hechos más acorde con el rol de liderazgo que se atribuía.
Algo parecido debe haberle pasado a Hillary Clinton, quien no se cansaba de contar que cuando visitara Bosnia el avión había aterrizado en medio de un nutrido fuego de ametralladoras. Sin embargo, hay fotos y videos del evento que muestran una recepción normal, con guardia de honor, flores y besos a los niños.
Estas confusiones son algo que más de uno hemos sufrido alguna vez. Justo acabábamos de proclamar alguna Gran Verdad cuando aparecía ese tipo molesto que nos recordaba de qué libro (y a veces hasta de qué agenda) la hemos sacado. En la vida cotidiana, son la fuente de innumerables peleas entre quienes están ofendidos por las palabras que les atribuyen a otros, aunque no sean las mismas que recuerdan los terceros.
Estas distorsiones que afectan tanto la memoria como la atención tienen un papel no menor en la construcción del conocimiento. De ahí, la antigua costumbre judicial de recurrir por lo menos a dos testigos para esclarecer un hecho. También es la pregunta que cabe hacerse cuando empiezan los efectos especiales: “¿Está Ud. viendo lo mismo que yo?”. Casi diríamos que es un pilar del método científico, que obliga a repetir la experiencia para corroborar los resultados, o recurrir al juicio de pares para evitar parcialidades: “¿No lo viste?”.
Los psicólogos Christopher Chabris y Daniel Simons se ganaron un premio Ig Nobel en 2004 por una investigación sobre estos temas que habían hecho en 1999. Los Ig Nobel son premios menos bizarros de lo que podría creerse. El criterio con el que se adjudican no es sólo provocar la risa (por otra parte, una risa que apenas disfrutarán los expertos o los colegas del premiado) sino invitar a pensar, lo cual nunca está de más, aunque por el momento no esté de moda.
Los trabajos de Chabris y Simons se volcaron luego en un libro bastante popular (El gorila invisible, 2010) que, a pesar de ser más generoso en ejemplos que en desarrollos teóricos, no deja de cumplir con la promesa de llamar a la reflexión. Michael Shermer no vaciló en recomendárselo a todo el mundo, lo cual, aunque sea un tanto exagerado, no le resta interés.
En su forma original (sobre la cual se hicieron múltiples variaciones, con análogos resultados) el experimento consistía en mirar un corto video donde aparecía un grupo de estudiantes con camisetas blancas y negras pasándose una pelota de unas a otras. Al sujeto se le pedía que contara la cantidad de pases (más de treinta) que hacían las de blanco, sin prestar atención a lo que hacían las de negro. En un momento de la secuencia, era posible observar en segundo plano a una chica disfrazada de gorila, que cruzaba la escena sin interferir con el juego.
Cerca de la mitad de los sujetos registró el paso del gorila pero el resto lo ignoró, a pesar de que con cierto esfuerzo podían llegar a recordar detalles menores del escenario. En una segunda sesión, luego de que se les preguntara por la chica y su vistoso disfraz, los sujetos lograron verla y se asombraron de no haberlo hecho antes.
El estudio de este fenómeno, que podíamos llamar “ceguera de la atención”, tiene sin duda mucha relación con la manera como la mente “edita” aquello que vemos, oímos o experimentamos. De hecho, si dejamos interactuar a los testigos de un hecho, al poco tiempo se comienza a notar cierta normalización en el relato. Tras comparar su versión de los hechos con el relato que hacen los otros uno tiende a dudar de sus sentidos y omitir aquello que la mayoría no parece haber registrado. También accede a interpretar los hechos de acuerdo con cierto consenso emergente del grupo y de tal modo se predispone a ver las cosas de modo prejuicioso.
La construcción de la memoria, de la confianza y a veces hasta del saber, está sujeta a estos avatares. Es lo que hace necesaria una metodología que apunte a lograr la mayor objetividad posible.
Unos meses antes del episodio que tuvo por protagonista a Bush (sin duda 2001 no fue un buen año para él), el comandante del submarino nuclear Greeneville que navegaba cerca de Hawaii dio la orden de salir a la superficie de inmediato. La nave lo hizo, con tal mala suerte que al emerger se llevó puesto un pesquero japonés que pasaba justo por allí. Ante la comisión investigadora, el comandante juró que antes de dar la orden había observado la zona por el periscopio, sin ver al pesquero.
Más allá del volumen de los vehículos en juego y la violencia del impacto, se trataba de un accidente de tránsito. Es sabido que, si prescindimos de las fallas técnicas o de los factores ambientales, la gran mayoría de los accidentes de tránsito se debe a una atención dispersa. Es obvio que hablar por el celular cuando uno maneja es una conducta de riesgo, y así lo admiten muchos conductores, aunque dan por supuesto que la advertencia no es para ellos sino para la gilada. Así les va.
A las distracciones artificiales, sin embargo, hay que sumarles el hecho de que la atención es generalmente selectiva. Si miramos los pases de la pelota, tendemos a ignorar al gorila. Si prestamos atención a los autos, una moto puede tomarnos por sorpresa. Por lo menos, así lo muestra un estudio realizado en Estados Unidos y Alemania, según el cual el número de ciclistas arrollados por los autos es mayor en las ciudades (donde el automovilista no espera encontrarlos) que en las rutas, donde hay menos estímulos y no parece raro que algún ciclista se cruce delante de los autos.
De un modo análogo, esto explicaría por qué un experto radiólogo, puesto a detectar embolias en una radiografía, puede dejar de ver algún objeto extraño que los cirujanos se olvidaron en el cuerpo del paciente. Del mismo modo, un célebre violinista que se pone a tocar en el hall del subte llama la atención apenas de algún melómano, porque nadie espera encontrárselo fuera de las salas de concierto.
Los autores arriesgan una hipótesis evolutiva. El hombre arcaico solía estar más atento ante los imprevistos porque tenía la atención puesta en pocas cosas. Si lo comparamos con el peatón urbano que espera el semáforo, escucha música por los auriculares, está atento a la vibración del celular y encima tiene que mirar en todas direcciones, veremos que está en inferioridad de condiciones. En general, al observar nos guiamos por nuestras expectativas y los objetivos que nos hemos propuesto. La atención es una suma cero: si uno presta atención a un fenómeno puede descuidarse de los otros.
En una escena de Mujer bonita Julia Roberts toma una medialuna, pero poco después aparece comiéndose un panqueque. En El Padrino el auto de Sonny es baleado concienzudamente, pero a la escena siguiente está con el parabrisas intacto. En Rescatando al soldado Ryan vemos desfilar una patrulla de ocho hombres, uno de los cuales acaba de perecer en la escena anterior. En Espartaco es posible ver algunos esclavos romanos con reloj pulsera.
En general, los espectadores no ven estas cosas, que son otros tantos “gorilas” por lo imprevistos. Estas incongruencias ocurren porque las películas no se filman en el orden que marca el relato y las escenas son ensambladas en la fase final, que por algo recibe el nombre de “montaje”. El espectador tiene que elegir si acepta las reglas de juego de la ficción, lo cual incluye cierta tolerancia, para disfrutar de la historia, o bien se concentra en los detalles y no lo pasa nada entretenido.
En la época en que los críticos de cine estaban obligados a ver todos los estrenos en dos días solían prestar una atención fluctuante a las películas. No era raro que inventaran finales que nunca habían visto o recordaran escenas que pertenecían a otras obras.
La construcción del recuerdo también funciona de un modo bastante selectivo. No somos Funes, como el memorioso de Borges que podía acordarse absolutamente de todo, pero era incapaz de abstracción. Por lo general, lo que recordamos es mucho menos de lo que creemos recordar, porque en este caso lo hemos “editado” borrando o añadiendo detalles que asociamos con el hecho. Hay un clásico experimento en el cual se les pide a los sujetos que traten de recordar una lista de palabras que escucharon una sola vez. Es común retener las primeras, las últimas o las menos comunes. Hasta es posible que creamos recordar una palabra como “sueño” porque hemos escuchado palabras como “cama” o “dormir”. En otra experiencia, en la cual se pedía enumerar los objetos que estaban en la sala de espera, un 30 por ciento recordó haber visto libros, que no estaban, aunque cualquiera hubiera dicho que tenían que estar.
Las cosas se ponen mucho más dramáticas en el caso de Jennifer Thomson, una estudiante que fue violada por un extraño que entró en su departamento y puso todo su empeño en recordar los rasgos de su agresor. La policía hizo una redada y entre los detenidos la víctima “reconoció” a Robert Cotton, un afroamericano que trabajaba en un delivery cercano. Cotton fue condenado y recluido, pero en la cárcel se topó con el verdadero violador, que para entonces estaba dispuesto a confesar. El saldo de la historia es positivo, porque desde entonces la víctima y el supuesto victimario se dedicaron a dar conferencias para evitar que ese tipo de juicios apresurados siguieran arruinando vidas.
No tan dramática aunque bastante decepcionante es una de las últimas reflexiones que sacan los autores, cuando abordan el tema de las expectativas infundadas en el propio seno de la ciencia. Al parecer los propios científicos, y entre ellos los expertos en determinadas áreas del saber, están expuestos a los mismos engaños que cualquiera que trata de apreciar una situación, una medida o una distancia sin contar con mediciones objetivas.
Para no detenernos en todas esas eminencias que imaginaron un colapso informático para el año 2000, bastará recordar que el famoso bacteriólogo Paul Erlich, un grande en la historia de la medicina, se equivocó al prever hambrunas y un agotamiento de recursos naturales para los años setenta.
Puestos a estimar cuándo una computadora le ganaría a un ajedrecista, ningún experto acertó con el año del célebre match entre Kasparov y Deep Blue. Pero quizás el mayor fiasco fueron las encuestas efectuadas en la comunidad de los biólogos en cuanto se consideró que era posible descifrar el genoma humano. La primera estimación, realizada en 1999, aventuró que el genoma de nuestra especie, considerando su complejidad, debía tener entre 50.000 y 140.000 genes. Todos los mayores expertos apostaron por cifras que oscilaban en torno de un promedio de 66.500. Sin embargo, el cálculo final reveló una cifra de alrededor de 20.500 genes, no muchos más que los animales y aún que algunos vegetales.
Al parecer, al mejor cazador se le escapa un elefante, especialmente si lo que busca es un tigre.
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