Sábado, 4 de mayo de 2013 | Hoy
SOBRE LAS VARIANTES DE LA CLASIFICACIóN
Por Pablo Capanna
Hace doscientos años, los ferrocarriles eran la avanzada del progreso, hasta en Inglaterra, y las reglamentaciones ferroviarias aún se estaban escribiendo, porque las nuevas situaciones aparecían a medida que se expandían las redes. Una de ellas se presentó el día en que el Rev. William Buckland, un famoso teólogo anglicano que era a la vez un gran naturalista, fue a sacar pasajes a la boletería de la estación y tuvo que declarar con qué equipaje pensaba viajar.
Buckland (1784-1856) era conocido por sus esfuerzos por conciliar el relato del Génesis con la geología de su amigo Lyell, apelando a la hipótesis catastrofista. Pero era también el que había descubierto el primer fósil de dinosaurio, el que polemizaba con Darwin y con Babbage antes de que el primero revolucionara la biología y el segundo fundara la informática. Buckland era conocido por sus costumbres excéntricas: su casa estaba llena de animales y se jactaba de haber comido la carne de los bichos más repugnantes.
Cuando fue a la boletería para sacar pasaje, el zoólogo declaró que pensaba viajar en compañía de un mono y una tortuga. El empleado, tomado por sorpresa, estuvo un rato consultando el reglamento y por fin dictaminó que el simio tenía que pagar medio boleto porque era un perro. En cambio la tortuga estaba eximida, por ser un insecto.
Es de lamentar que el anónimo empleado no se tomara el trabajo de consignar los criterios que seguía para clasificar a los animales. El mono y el perro eran mamíferos y tenían un tamaño similar, pero la tortuga sólo podía parecerse a una cucaracha por la forma de caminar.
El empleado de la boletería había incursionado, a su manera, en esa disciplina llamada taxonomía, que se ocupa de definir las cosas, describirlas y ponerles nombre. Ocurre que todo puede ser clasificado, no sólo animales, plantas y piedras, sino lugares, conceptos, eventos, propiedades, relaciones, libros o tags de búsqueda en la Red.
La taxonomía, ciencia y arte de la clasificación, a algunos podrá parecerles una ocupación burocrática. Quizás opinen lo mismo de quienes compilan diccionarios, donde se recopilan los usos lingüísticos, pero sin los lexicógrafos y los taxonomistas nos costaría mucho ponernos de acuerdo acerca de lo que hablamos. Las suyas son convenciones que pueden ser tan inevitables como las normas sociales, como lo reconoce hasta ese transgresor que pone el grito en el cielo cuando él es la víctima de la violación de una norma.
Según la Biblia, la principal tarea que le fue asignada a Adán antes de ponerse a ganarse el pan con el sudor de la frente fue la de ponerles nombre a todas las cosas que habían sido creadas antes que él.
Simbólicamente, esto quiere decir que la actividad de clasificar las cosas es tan antigua como el lenguaje. Algunos taxonomistas, llevados por el orgullo, no dudan en calificar a su profesión como la más antigua del mundo, a riesgo de ser injustos con las prostitutas, que reivindican esa prioridad. El lenguaje y el sexo son muy antiguos. Nadie dudará de que el sexo es el más antiguo de los dos, pero ocurre que las transacciones siempre se hacen usando algún tipo de lenguaje.
La actividad taxonómica siempre estuvo condicionada por los sistemas sociales, la estructura del lenguaje y por el interés con el cual se la hacía. Ella fue la que le permitió a Foucault irrumpir en la filosofía enancado en una cita de Borges. En efecto, en “El idioma analítico de John Wilkins”, Borges nos remitía a una enciclopedia china, casi seguramente apócrifa, donde los animales eran clasificados en absurdas categorías, que iban desde embalsamados y amaestrados hasta lechones y perros sueltos.
Con todo lo pintoresco que pueda resultar el texto, se diría que estaba bastante lejos de la realidad, si consideramos que una de las primeras taxonomías botánicas (con 365 especies) la mandó compilar hace unos cinco mil años el emperador chino Shen Nung. También se diría que en las taxonomías los géneros y las especies se encajan unos en otras a la manera de las cajas chinas. Sin embargo, suelen seguir un orden jerárquico cuyo esquema lógico fue trazado por un filósofo neoplatónico llamado Porfirio, en el siglo III. El “árbol de Porfirio” es una jerarquía ramificada que va de lo general a lo particular. Los seres vivos, por ejemplo, pertenecen a una especie, y ésta a un género. El género es el último eslabón de una pirámide que abarca categorías como reino, filo, clase, orden y familia.
Probablemente, las primeras taxonomías nacieron en la botánica, por motivos esencialmente prácticos. A los herbarios recién les seguirían los bestiarios, movidos por un interés un poco más científico. Cualquiera diría que es fácil distinguir el ave que podemos comer al asador de aquella que puede dejar nuestros huesos pelados, pero los vegetales son tan variados que es peligrosísimo confundir un hongo venenoso con uno comestible.
Los herboristas no sabían en qué se metían. Teofrasto, el gran discípulo de Aristóteles, había identificado 480 especies vegetales, pero cinco siglos más tarde Dioscórides ya conocía 600. El gran estallido se dio con la revolución científica. En el siglo XVI Cesalpino reconoció 1500 especies, pero en el XVII Ray sabía de 18.000. Linneo, que inventó el sistema binario de clasificación, ya registraba 8300 especies tan sólo de plantas con flores.
Actualmente, todos los catálogos han resultado insuficientes, y hay que apelar a las bases de datos. El año pasado, a pesar de todos los ataques que ha sufrido la biodiversidad, el Catalogue of Life registraba 1.400.000 especies, aunque si fuésemos a considerar las extinguidas estaríamos cerca de los dos millones.
Los criterios científicos para catalogar la naturaleza tardaron mucho en diseñarse y bastante en imponerse. En los antiguos herbarios se agrupaba a los vegetales en función de nuestra conveniencia, según produjeran frutas, verduras, fibras o maderas. Los bestiarios, por su parte, separaban a los animales en útiles, perjudiciales o indiferentes. Así de subjetiva es la popular clasificación de la gente en amigos, enemigos y traidores, que le debemos al filósofo nazi Carl Schmitt.
Un poco más objetivas fueron las clasificaciones por tamaño (hierbas, arbustos y árboles), que ya había propuesto Teofrasto, y aquellas que partían de la forma del fruto y de la semilla, como la de Cesalpino. Un paso enorme lo dio Linneo cuando introdujo como criterio la sexualidad y creó reglas precisas para la descripción. De ese modo, la botánica y la zoología dejaron de ser inventarios para convertirse en ciencias.
Los biólogos, que fueron los primeros en hacer taxonomías, también fueron los primeros en percatarse de que alguna vez se toparían con la filosofía. Para comenzar, porque debían optar entre realismo y nominalismo. Linneo, el patriarca de los taxonomistas, era un “realista”, estaba convencido de que las especies eran esencias tan inmutables como las Ideas de Platón, y sólo admitían variaciones menores. En alguna parte tenía que haber un Caballo-patrón que sirviera de modelo para todas las razas de caballos. El problema lo tuvo cuando se tropezó con una mutación, una hierba llamada Peloria, y no supo qué hacer con ella.
Cuando comenzaron a plantearse los criterios evolutivos, Buffon propuso que describir era mejor que clasificar. Con el evolucionismo se impusieron la diversidad y la visión dinámica unidas a eso que los filósofos llamaban “nominalismo”: las especies son abstracciones, rótulos creados a los fines prácticos, que usamos cuando convenimos en agrupar a los individuos según ciertos rasgos comunes y les ponemos un rótulo.
Pero, ¿cómo elegir los rasgos que vamos a tener en cuenta? Empeñado en explicar el proceso de especiación, Darwin reconocía que el concepto de especie era “vago y arbitrario”. Un siglo más tarde, Mayr reconocía que había cuatro o cinco conceptos distintos. Hasta hoy, el conflicto sigue estando entre categorizar e identificar a una especie, o bien entender el proceso evolutivo que le ha dado origen, tratando de colmar los “eslabones” faltantes. Para no hablar de los híbridos, que son conocidos desde que existe la mula, y los transgénicos, que no parecen reconocer límites.
Las nuevas definiciones se establecen en el curso de largas deliberaciones académicas, donde no pocas veces se vota. Se usan códigos numéricos y hasta códigos de barras. Pero los criterios que se han ido imponiendo se fundan en el genoma, porque el ADN sigue siendo la mejor “descripción” que conocemos.
Si hay un reino que crece, se expande y hasta llega a evolucionar, es el mundo del libro. Cuando dejó de depender del papiro y el cuero, se nutrió de celulosa durante siglos y no hizo más que crecer desde que comenzó a migrar al silicio.
El crecimiento exponencial de las bibliotecas, desde los tiempos de Alejandría, obligó bien pronto a quienes cuidaban de ellas a de-sarrollar su propia taxonomía, para no perderse en la maraña de textos y orientar a quienes salían a cazar conocimientos.
Una historia de los sistemas de clasificación usados por los bibliotecarios de todos los tiempos sin duda reflejaría la ordenación del conocimiento y la jerarquía de las ciencias que imponía la filosofía dominante en cada época.
Era previsible que desde hace más de un siglo se fuera imponiendo en las bibliotecas el sistema digital ideado por Melvil Dewey, que tiene la ventaja de ser abierto y procede con la misma lógica que el sistema métrico decimal.
Mientras las tradicionales clasificaciones de animales y plantas tendían a ordenarse según una pirámide que iba de lo general a lo específico, la estructura lógica del código Dewey es la de una red con diez ítem principales, cada uno de los cuales se divide en diez. En el nivel tres ya ofrece mil opciones y puede subdividirse al infinito, a veces añadiendo algunas letras para especificar los temas más escurridizos. Las diez entradas del sumario son: obras generales, filosofía, religión, ciencias sociales, lengua, ciencias puras, ciencias aplicadas, arte, literatura, geografía e historia.
Estos criterios son los que imperaban en el siglo XIX, y hoy resultan bastante discutibles. Se podrá objetar que la psicología vaya en el mismo rubro que la filosofía o que se dedique todo un rubro a la religión. Puede parecer caprichoso que el arte, el juego y el deporte estén en el mismo apartado, o que la geografía (que podría estar entre las ciencias físicas) vaya unida a la historia.
Desde los tiempos de Dewey la ciencia y la tecnología han experimentado muchas revoluciones, lo cual obliga a flexibilizar todas las clasificaciones. Pero existe un enorme stock de libros antiguos ya catalogados, y volver a empezar a cada rato se hace imposible. Al fin y al cabo, hasta la numeración decimal es una convención, y nuestros relojes se siguen rigiendo por el sistema babilónico. Pero si no es físicamente posible estar cambiando de rótulos a cada rato, los sistemas informáticos ofrecen la posibilidad de hacerlo; con ellos, un buen referencista puede decidir el éxito de una investigación con sólo encaminar la búsqueda.
Hoy en día ya hay más escritores que lectores. Escribir una novela o un poemario es considerado un derecho y un deber, lo cual implica obligar a amigos y parientes a leerlo, a comprarlo o por lo menos a asistir a la presentación. En estas circunstancias, los taxonomistas de biblioteca pueden llegar a ser más importantes que los venerables escritores de solapas y contratapas. Pronto los émulos de Steve Jobs inventarán un buscador inteligente que será capaz de darnos en ciento cuarenta, o mejor aún, en catorce caracteres, un escueto resumen del texto. Gracias a él cualquiera podrá comportarse como si lo hubiera leído, lo cual le permitirá ganar amigos o por lo menos no perderlos.
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